No estaba en condiciones de treparse al árbol, pero yo sí podía bajar al desayunador y cumplir con mi parte del, digamos, contrato. No sé si sea ésa la palabra. Más bien era como una garantía, un pactito. Si esa tarde yo no tenía el billete debajo de mí almohada, a la noche el hijito del jardinero iba a estrenar otra fractura en la mera comodidad de su hogar. No se lo dije así. Lo digo ahorita para ver si de menos te divierto. ¿Qué no sabías que las putas de verdad también somos expertas en hacer reír? Perdón. Soy un horror. Pero es que yo en el fondo no me considero puta, y si lo digo es para hacer un chiste y creerme otra vez que no soy lo que digo que soy. Porque lo que yo soy es La Chica del Pastel. Por eso aquí te estoy contando del primer pastel. ¿O qué tú crees que yo tendría tanto que platicarte si ese día no hubiera recibido en mi manita los mil pesos que le pagó mi mamá al jardinero?
O sea que tenía trece años y era una profesional. Recibía honorarios, ¿ajá? Cero amateur. Al llegar el domingo, mis hermanos iban a recibir doscientos pesos, cien para cada uno, directito de los bolsillos de mí papá. Yo tenía mil desde el jueves, todos para mí. Además, mi papá me abonaba cien pesitos en mi deuda. ¿Te conté que el muy mierda me cobraba intereses? El mismo porcentaje que a él le cobraban las tarjetas de crédito, más un quince por ciento de castigo.
Te decía que desde el jueves vino el niño a pagarme. Como a las cuatro, porque eran cuatro y cuarto cuando le dije a mi mamá que estaba vomitando. Luego hasta calenté el termómetro, así que el viernes me dejaron quedarme en la casa: sola desde las nueve. Claro que me tardé, eso si. Me pintaba y me despintaba y me volvía a pintar y no me convencía. Finalmente salí como a la una, con los ojos turquesa y los labios naranja y las mejillas más notorias que un pinche semáforo. Mis papás no tardaban en aparecerse y el escuincle debía de estar mentando madres. Creo que iba a la escuela vespertina, o algo así. Supongo que se estaba derritiendo del nervio desde la mañana. Como yo, pues. Pero ya a la hora buena dije: No me voy a atrever a tirarme la toalla.
Si yo fuera tú, pensaría: Ésta usaba los miedos para disimular las culpas. Pero no eran las culpas. Al contrario. No sé si tú disfrutes tus culpas por ser puta, pero a veces se vuelven la mejor parte. Te calientan, de pronto. Por eso luego hasta las andas extrañando. Aunque siempre regresan. Cada vez más hambrientas, más tullidas. Yo no quería librarme de las culpas. Pero ¿qué tal del miedo? No era que alguien nos fuera a descubrir. El jardinero no estaba, solamente el niño. Había entrado con la llave de su papá, en cuanto vio que mis papás salían. Lo veía por entre las persianas, paradito a medio jardín, como castigado. Pero igual yo seguía sin saber qué iba a pasar. 0, mejor dicho, no me constaba que el escuincle no se fuera a reír. O a aburrir. O no sé, a decepcionar, pues. Yo estaba, ¿cómo te lo explico? Te lo podría decir cínicamente, pero quiero que entiendas que por más putísima que ya me sintiera, yo no era todavía una puta completa. Si me daba la gana no bajar, ya no iba a ser La Puta sino La Estafadora. No sé qué sea mejor, pero digamos que a la una de la tarde me decidí a no ser una ladrona. Ni tampoco una estúpida a la que se le cae la toalla de mentiras, aunque ya haya cobrado mil pesotes. Así que decidí bajar sin toalla.
Pensé: Él va a ver mi cuerpo, pero yo voy a ver su mente.
Mis coartaditas, ¿sí?, ya ves que las mejores trampas son las que una se pone sola. Apenas di un pasito en el desayunador, vi que el niño seguía mirando hacia mi ventana. Alelado, el pendejo. Y yo abajo, desnuda, casi frente a él. Yo, o sea su puta. Eso es lo que pensaba, y me entraban las ganas de acariciarme toda enfrente de él. Hazte cuenta las piernas, los brazos, la cabeza. Nada más ¿Me creerías que me trepé a la mesa del desayunador? Como vedette, te juro. Y creo que él me vio en el peor momento: cuando estaba en la silla, subiendo un pie a la mesa, sin un gramo de estilo. ¿Te conté que llevaba tacones altos? Me quedaban grandísimos. Creo que eran de una tía, o de mi mamá, no sé, porque las muy coatlicues se prestaban hasta las tarzaneras. Balaceadas, of course. Tampoco sé cómo le hacía para no caerme. Pero apenas caché que me estaba mirando se me fue todo el miedo. No creas que lo vi así, frente a frente. ¿Ves lo que te decía, que según yo iba a leer en su cerebro? Pues a la hora de los chilazos no vi nada. Era como si un faro muy potente me cayera encima, y yo claro que estaba como deslumbrada por toda esa vergüenza junta. ¿Sabes lo que es sentir que el pudor se te sale por los poros’ Tener escalofríos y no moverte. Querer salir corriendo pero también querer quedarte por los siglos de los siglos así, toda desnuda.
Te lo cuento y lo pienso, y lo recuerdo, pero me siento como si algo me faltara. Porque era algo tan grande y tan oscuro y tan difícil que ahora ni siquiera puedo imaginármelo con, no sé, claridad. ¿Te dije que era oscuro? No es cierto, era naranja. No podía moverme, ni tocarme. Creo que solamente miraba para abajo. Como si me estuvieran fotografiando el perfil en la cárcel. De esas veces que sudas pero no estás cansada, que sientes como un resplandor naranja brotándote del cuerpo. Me acuerdo que me preguntaba: ¿Ya serán los milpesos? Y entonces me ponía a girar despacito, como si le dijera: ¡Apúrate a mirarme! Y tanto se apuró que se volvió mirón profesional, o sea: full time. Pero eso cae ya en otras funciones, yo te estoy platicando del día del estreno.
No podía ver su cara, pero si su figura. Con el brazo doblado dentro del yeso, la otra mano colgando como trapo, quieto, quietísimo, mío, completamente, mucho más que el billete que tenía escondido en el librero. Mío como mis piernas y mis hombros, que por más que trataba de moverlos estaban igual de tiesos y de tensos que el bracito quebrado de mi culto público. No te voy a decir que lo deseaba, porque en esos momentos tan terribles yo no deseaba nada más en este mundo: tenía todo lo que según yo podía llegar a no sé, ambicionar. Porque ya desde entonces mi ambición era, ¿cómo te lo explico? Pues eso mismo, ser ambicionada.
Vengo de una familia ambiciosa, y mucho. Siempre vi a mis hermanos deseando lo que no tenían, ni iban a tener. Porque mis papacitos eran igual de ambiciosos, entonces qué esperanzas que un día los llevaran a, no sé, Disney World. En todo caso mis papás viajaban solos. Ajá, solitos, con nosotros nunca. De repente juntaban los ahorros y se iban de crucero, como ricos. O como ellos pensaban que debían de viajar los ricos, porque nomás de ver su ropa y sus maletas jurabas: clase media. Entonces yo pensaba: Mi mamá ni siquiera se imagina lo que es posar desnuda encima de una mesa. Y a precios populares. Mi mamá todo lo deseaba, pero creo que nadie la deseaba a ella. Y eso de ser deseada es droga dura. Pone. No pude darme cuenta de cuánto tiempo pasó sin que ninguno de los dos pudiéramos, o bueno, igual, quisiéramos movernos.
Un día me dijeron que la felicidad consiste en no querer moverse de donde una está. Si eso es verdad, aquél fue el día más feliz de mi vida. Y eso que ni siquiera me atreví a manosearme toda, cómo crees. Igual estás pensando que fue muy sensual o muy excitante o las arañas, pero como a lo mejor esperas que te cuente qué pasó después y a lo mejor también a mi me gustaría inventarte algo y ponerte a pensar en no sé cuántas cochinadas, pero aunque no me creas pasó muy pocas veces. Como que a esas edades casi todo te pasa. Te llevan a la escuela, van por ti, te castigan, te premian, te obligan, te convencen, el caso es que una nunca, O bueno, casi nunca provoca que algo pase. Algo grande, me entiendes. Decir: Me voy de viaje, Voy a comprarme ese Mustang, Hoy no llego a mi casa, ¿ajá? No sé qué pensarás de mi primer trabajo, pero yo lo recuerdo como la vez en que solita provoqué un evento fuerte de verdad. Algo que habría puesto verde a mi mamá. Y a mi papá ni digas. Porque aparte no era una cosa, sino dos. Igual lo de la mesa lo habrían comprendido, pero lo del billete era imperdonable. Y todavía peor tratándose del hijo del jardinero. Ellos pujando como desquiciados para subir de clase social y yo encuerada enfrente de la servidumbre. Recibiendo dinero de la servidumbre. Obligando a robar a la servidumbre. Aunque ya la verdad no sé qué les habría molestado más. Seguro el qué dirán. Ya veo a mi papá dándole una propina al jardinero para que su hijo no abriera el hocicote. O más bien despidiéndolo, y a mí de paso. Siempre que los avergonzaba, mi papá amenazaba con mandarme a vivir a casa de los tíos de Zacatecas. Nunca fui a Zacatecas, ni conocí a esos tíos, pero me acuerdo que lloraba como loca cuando me hacían creer que me iban a mandar.
A partir de ese día como que se me fue el terror. No dije nunca nada, pero empecé a pensar: Y si me mandan, ¿qué? Total, me iba a escapar. Yo ya entonces sabía que más tarde o más temprano me iba a ir de mi casa. Tenía muy claro lo que no quería, y eso era ser igual a mis papás, o todavía peor: ser como ellos habían decidido que yo fuera: secretaria bilingüe. Prefería ser puta, sin ninguna duda. ¿Hacerme secretaria ejecutiva? ¿Tener un jefe como mi papá, que se pasara el día sabroseándome, a cambio de un sueldito de tercera y pinches regaluchos de segunda? Había que ser pendeja. Y a lo mejor si soy, porque en eso acabé.
Y en fin, que ya sabía desnudarme. Y además era tramposísima. Y además detestaba la idea de ser rubia. Cuando mi papá llegó con mi mamá y mis hermanos -rubios todos, Clairol todos, qué ascos todos- y subieron a ver cómo seguía de mi empacho, no sé por qué me parecieron de repente tan extrañas sus cejas más oscuras, sus pelos renegridos en los brazos, el color de sus ojos. Creo que el numerito de la mesa me puso a volar, porque al bajar de ahí no volví a ser la misma. Veía a mi papá y pensaba: Qué? ridículo, cualquier día me escapo y dejo de ser güera. Ni siquiera pensaba en el dinero, ni en la mesa, ni en mi cuerpo, ni en el niño, sino nomás en una pinche cosa. Algo que era un deseo muy remoto y de repente se volvía un plan: Yo quería tener el pelo negro, así ellos nunca me volvieran a hablar. Cualquier noche me lo iba a teñir en el lavabo, y a la mañana siguiente tantán: Si no les gusta córranme, al cabo que ni soy de su familia.
Se me ocurre que ahorita estoy como el día de la mesa. Desnudando mi vida frente a ti, pero otra vez con todas las ventajas. No tienes fracturado el brazo pero tampoco tienes ojos. No sabes dónde estoy. No puedes verme. No te imaginas todo lo que estoy haciendo mientras hablo. Podría estar desnuda mirando tu foto, o metida en la cama con un güey que me besa las piernas en perfecto silencio. ¿Tú qué crees? ¿Alguna vez te dije que me gusta ver fotos mientras hablo por teléfono?