Por más que yo tratara de sentirme una buena hija de familia acomodada, los monstruos no paraban de avanzar.
Monstruos, fantasmas, diablos, lo que quieras. Cada día ganaban un cachito de terreno. Cuando la pantomima de la niña rica se pudriera, ellos iban a ser los que mandaran. Dentro de mí, ¿me entiendes? Hazte cuenta el Consejo de Administración de Violetta, Inc.: puros hijos de puta con aliento a azufre. Y yo creyendo que tenían alas. ¿Sabes para qué sirve el dinero? Para comprar a tus demonios. Aunque igual ya te has dado cuenta que los míos no son todo lo sobornables que yo quisiera. Debe haber una técnica para corromper a tus alimañas más dañinas. Una especie de opio para fantasmas, algo que no te traiga más problemas de los que te quita. Aunque claro, yo no quería pensar en el amor. Siempre me ha molestado esa palabra. De hecho, me abochorna. Y cuando su significado me agarra desprevenida y se me mete por las venas, ya sabes lo que pasa: todo lo rompo. Crash y crash y crash y crash. Ahora mismo te cuento cosas de mi vida tratando de que no me juzgues mal, pero también haciendo todo lo posible para que al fin me odies como Dios manda. ¿Captas la idea, darling? Imaginate el odio de Dios; ahora prueba sentirlo en contra mía. No negarás que es el efecto que consigo cada vez que me pongo en plan intransitable. Puede haber mucha gente que me desprecie, o que me menosprecie, pero si un día sientes que de verdad me odias, acuérdate de todo lo que te pinche amo: soy el amor apache de tu vida.
Como que el egoísmo y la inconsciencia se llevan bien. Y el ocio hace la tercia, ¿ajá? No recuerdo haber salido del departamento después del veinticuatro. Tenía hasta la madre el refrigerador, hacía mucho frío en la calle, había demasiadas escaleras, y aparte mi recámara era hazte cuenta un parque de diversiones. ¿Para qué iba a salir? Ni siquiera me enteré de la noche de Año Nuevo. A veces descorría las cortinas creyendo que era medianoche y resultaba que era media mañana. Entre los videojuegos y las películas se me perdía toda la idea del tiempo, pero igual yo sabía que eran días peligrosos: si salía a la calle y realmente asumía la época en que estaba, era capaz de hacer alguna pendejada de consideración. No sé, llamarle a mi mamá, buscarme algún problema, gastarme más dinero, ponerme a lloriquear diez días seguidos. Porque era como si estuviera viviendo dos vidas: la que yo quería ver y la que había debajo. Porque igual en el mundo los días seguían pasando, y en México era una desaparecida y en New York una ilegal y no tenía a nadie con quien hablar, o quejarme, o por lo menos presumir de mi mundo autopinchesuficiente donde podía pasarme tres semanas sin mover un dedo. Por eso de repente me quedaba quietecita y me decía: Ok, Violetta, ya tienes todo lo que alguna vez soñaste, ¿y luego?
No es que no me sintiera orgullosa de haber llegado así de lejos con dieciséis añitos recién cumplidos, pero el orgullo es como un caramelo que se acaba pronto. Aparte, dime tú de qué me iba a servir la presunción estando así de sola. Pero te digo que yo no me daba cuenta. Vivía en una nubecita cubierta de regalos, había envolturas tiradas por todas partes y la música estaba hasta arriba todo el tiempo. Las mismas cintas: Iggy, Siouxsie, Siouxsie, Iggy. Por más que igual me diera por comprar de otras, ésas eran las que tenía sonando sin parar. I was The Passenger, ¿ajá? Ni modo que no oyera mi canción. Mi, mi, mi, mi, mi, todo era mío ahí dentro, menos yo. Violetta era una burbujita de jabón que rebotaba entre las horas y se pasaba días flotando en el aire. Siempre caliente el aire. Hasta que por ahí del veintitantos de enero pesqué un gripón del otro pinche mundo. De repente me estaba sintiendo tan mal que no tenía fuerzas ni para ir a la puerta, menos para bajar a una farmacia. Y en todo el maldito edificio no había un alma buena que me diera una aspirina. Una noche tenía tanta fiebre que pensé: Voy a morirme. Y me puse a llorar, ¿ajá? Pero a llorar con ganas, porque la fiebre me había hecho el maldito favor de ubicarme en la otra vida. La fea, la de abajo, en la que yo era un moco solitario sin presente que tiraba el futuro a la basura y volaba camino de hacerse limosnera. Me miré con el filtro del catarro, cosa que debería estar prohibida por las leyes más severas porque lo que una ve la hace pensar en pinche suicidarse. A los dieciséis años parece fácil suicidarse. Por lo menos la idea te llama la atención. Saltar del pinche octavo piso y librarme para siempre del catarro: era lo que me despertaba pensando. No deseando, pensando. En realidad yo no deseaba nada, y ahí estaba lo malo. ¿Cómo puedes tener esa edad y no sentir deseos? Sólo con una gripa de ese pelo y en un mes como enero. Era como estarme muriendo dentro de la panza de mi mamá. Por eso no se me ha olvidado la fecha exacta de la resurrección: treintaiuno de enero de mil novecientos noventa.
Todavía tenía tos, pero con el bañito, las pinturas y mi peluca favorita, que era una pelirroja de lo más notoria, me miré en el espejo y dije: Guau. That’s my girl Eran como las cinco de la tarde y a mí me urgía un cambio de escenario. Saqué mi pasaporte alemán, le pegué una fotito que me había tomado en la calle y así, a mano, encimé las letras V-I-O-L-E-T-T-A sobre el nombre U-L-R-I-C-H. Se veía muy mal, sucio, cheesy. Pero qué más me daba: era Yo, con el nombre que me gustaba y un apellido que no me iba tan mal: Schmidt. Good morning, Sir, this is Violetta Schmidt. Smith? S-c-h-m-i-d-t, my father was from Germany. Me? I’m from New York. Iba en la calle con el walkman puesto, ensayando mi nuevo papel. O sea que ya tenía yo un deseo: quería ser Violetta Schmidt, y era el mejor momento para no sé, intentarlo. Había estado nevando con ganas, la calle estaba tapizada de lodo y charcos y hielo, y eso me dio la idea. Aventé el pasaporte al pavimento, lo pisé, lo pateé y dejé que se hundiera en el charco más negro que vi. Cuando lo levanté, la tinta de mi nombre se había corrido para todas partes, tanto que ya no se leía ni Schmidt ni Violetta. Ya en el departamento lo recalqué un poquito y me quedó precioso: no podía viajar a Berlín con él, pero en New York me iba a servir de mucho. Si realmente quería conmover a la gente, lo mejor era comenzar por un triste pasaporte remojado.
No había ensayado nada de mi plan. Tenía algunas ideas sobre lo que pensaba hacer, pero era parecido a mis últimas semanas en México: sabía que me iba a largar a New York, aunque no había decidido cuándo, ni cómo, ni por dónde. Y ya ves: cuando vino la presión todo se fue en rezar e improvisar. No me digas que no lo has hecho igual. Cada quien reza como puede y a quien puede. Yo les rezo a los ángeles, aunque a veces no sean ellos los que vienen. Pero ni modo que me diera por persignarme cuando todavía me quedaban treinta mil dólares. O veinte, o diez. Las semanas pasaban y yo me iba volviendo pobre, pero todavía no lo suficiente para echar a andar el plan. ¿Sabes qué hacen los pobres? Rezan y trabajan. Quieren dinero, ¿aja? Si no, no harían ni una cosa ni la otra. Y ni modo que fuera yo la excepción. Sólo que yo en lugar de trabajar improvisaba. Cómo aprender a vivir al chilazo, en 4 prácticas lecciones, por la eminente doctora Violetta R. Schmidt. Lección número uno: Róbese muchos dólares. Lección número dos: Pélese pa New York. Lección número tres: Quémeselos. Lección número cuatro: Arrégleselas. Lo ideal sería que el cuarto capitulo fuera el más largo, pero aquí va a salir al revés. Finalmente prefiero que me conozcas con dinero a que te enteres de la clase de monstruo que me vuelvo cuando estoy jodida. Ya lo sabes, aparte. Y en realidad no sé si tenga tiempo o ganas de platicarte cómo me las arreglé. Tendrías que escribir los siguientes seis libros de la doctora Schmidt. Y después añadirle los tuyos, que en eso de la improvisación tienes unas mañas que me quito el sombrero: hijo de puta.
¿Tú qué piensas? ¿Que te odio? ¿Que soy una cajita de rencores? ¿Que a Ferreiro yo lo trataba como mi amo y a ti como mi gato? Si yo tuviera un gato lo querría muchísimo, pero te seguiría queriendo más a ti. No sé si deberías tomarlo como declaración de amor, ya ves cómo me enferma esa palabra. Qué lástima que mis mejores sentimientos me hagan vomitar. La gente se enamora y no vomita, por eso se envenena. Una vez un imbécil me besó a fuerza en la boca y me le vomité. Muy feo el episodio, no lo pongas. Besar a una persona en los labios es algo mucho más íntimo que hacer el amor. Hay miles de calientes que en este momento están haciendo el amor sin besarse en la boca, ni mirarse a los ojos. No mires a los ojos, no beses en la boca: la receta de la doctora Schmidt para evitar contagios ulteriores. Así decía mi médico: ulteriores, y yo de bruta un día le pregunto si era cosa del útero. Pero no estábamos en el útero. Te hablaba de los besos en la boca. No te quería contar para qué me metía en las escuelas, casi siempre a la hora de la salida. ¿Ya lo adivinaste? Claro. Andaba buscando algún buen reemplazo para Eric. Un Batman un Spíderman, un Silver Surfer. Pero esas cosas sólo pasan en el cine, y eso a veces. Creo que andaba en busca de una nueva película, pero en New York era otra cosa. Llegaba, me agarraba de algún alumno solo y le preguntaba por la oficina de becas. O sea que me ponía por debajo de él, ¿ ajá? Necesito una beca, soy pobre y sufro mucho. Sólo que los newyorkos no tienen vocación de cowboy. Los miraba a los ojos, me quedaba callada y zas, les besaba el hociquito. Luego me hacía un poquito para atrás y les decía: I’ll be back some other áay. Y corría, como loca. De hecho la idea era que pensaran: That gírl is fuckín’nuts, ¿ajá? Y que por pinche loca corrieran tras de mi. Pero no sucedía. De repente me daban ganas de inscribirme, aunque fuera a unas clases de guitarra. Pero yo no quería tocar guitarra, y tampoco era nadie para inscribirme en una escuela de verdad. ¿Tú crees que iba a estudiar? Pensaba que sólo había dos cosas en el mundo que podían servir para quitarme lo naca: un montón de libritos o un montón de dinero. En mi caso la decisión estaba tomadísima: el dinero es más rápido. Y más fácil, también. Aparte, sin dinero no tienes para libros. Tú mismo no podrías ni escribir mi vida sin algún presupuesto para cocacolas. 0 sea que la escuela y el amor podían esperar, yo quería el dinero. El dinero o la vida, ¿ajá? Y hasta entonces la vida me parecía ingrata como puta manadera. No porque yo no fuera igual de malagradecida, pero tampoco había tantas opciones. Mis papás todavía no sabían que yo era la ratera de los dólares, aunque eso no cambiaba nada: si regresaba me iban a encerrar. Tampoco me podía ir a otra parte. No tenía papeles, mi nombre era inventado, en ningún lado me iban a tratar mejor que en New York. A ver si me captaste: para mí ser así que dijeras bien tratada era igual a que me ignoraran totalmente. No podía esperar a otro Eric, y si llegaba yo no iba a lograr que se quedara. Sirvo para espantar a la gente, no para retenerla. Cuando retienes algo necesitas cargarlo, o guardarlo, o esconderlo, y yo para las dos primeras cosas no sirvo. ¿Quieres que algo se pierda? Dámelo a guardar. ¿Que se caiga? Pídeme que lo cargue. Aunque eso si, para esconder soy buena. Cualquiera pensaría que odio a mi mamá, pero tampoco es cierto. Me odio yo, de repente, y entonces la odio a ella por parecerse a mí. Los egoístas nos odiamos para destantear al enemigo, y después regresamos a la cama donde espera nuestro cochino ego. ¿Ya te fijaste que a mi ego lo trato igual de mal que a ti? ¿No te dice algo, eso? Por más que trato de contarte todo tal como me pasó, hay como una segunda Violetta que se oculta detrás de lo que digo. Y se esconde tan bien que tengo que decir que es la segunda, cuando es obvio que siempre ha sido la primera en todo, que yo no estoy aquí más que para cumplirle sus caprichos. 0 sea que a lo mejor no soy yo ni eres tú quien va a escribir la historia. Es ella, nada más. Nos escogió a nosotros porque ninguno de los dos sabemos controlarla. Entre el dinero y la vida Violetta no escoge nada, pero lo agarra todo. Una jamás escoge las cosas que se roba, son ellas las que eligen: Ven a mis brazos, ratera de mi vida.