Eran como las dos de la tarde. No traíamos dinero más que para patinar, y si acaso comprarnos unos hot dogs. Ésa era la tranquilidad de Superman, que Luisa no pudiera derrochar su dinero. Me decía: C’mon, let’s just go skating, pero yo andaba en otra frecuencia. Estábamos en uno de los pisos de arriba, entre la ropa de hombre. Y el inocente me pedía que no fuera a comprarle un regalo: Please, Violetta, mientras a un lado mío había un güey probándose un saco de los caros. Era un señor bajito, con tipo de extranjero, aunque en realidad casi ni lo vi. Lo único que Violetta no paraba de vigilar era el abrigo: el del saco lo había dejado en una silla, cerca de donde estaba Eric. No podía pensarlo mucho tiempo, tenía que irme directo sobre la presa. ¿Qué crees que hice? Le pedí a Eric muy amablemente que me lo pasara, y hasta le dije que era para mi papá. Y tanto le extrañó que me acordara de mi padre que nunca se fijó en lo que me estaba dando. No era un abrigo nuevo, ni de lejos. Pero Eric me lo dio y yo dije: Sí éste no se da cuenta, nadie más se va a dar.
El abrigo tenía como siete bolsas, casi todas vacías menos dos. En una había una manzana, que hasta pensé en robármela para divertir a Eric. Pero en la otra hallé un bulto de lo más amigable. Cuadrado, suavecito, gordo, como tenía que ser. Dejé el abrigo encima de un montón de ropa y me guardé el bultito debajo del suéter. Le dije a Eric: Let’s go now, y me fui casi que galopando a los elevadores. Pero no había ni uno con las puertas abiertas, y yo me iba a morir del nervio si me quedaba allí esperando como pinche zopenca. No lo pensé dos veces: me metí al baño de mujeres y dejé a Superman a cargo de la situación. Necesitaba sentir que el mundo todavía estaba en su lugar, jalar aire, checar cuánto dinero había en la cartera. Eric no me había visto, para él yo nada más estaba entrando al baño. Pensé: Me está esperando, por eso me quedé un ratote adentro. Y si, la billetera estaba llena, pero de cheques de viajero. Yo nunca había visto un cheque de viajero. Eran como cinco mil dólares, pero me daba miedo llevármelos. Había también un pasaporte alemán y tres billetes de diez marcos. Cuando me decidí a salir, tiré los cheques con todo y cartera al bote de basura. Guardé los treinta marcos en un zapato y el pasaporte dentro de los calzones. Ratera cheesy, ¿ajá? Me sentía pésimo, además. Sobre todo porque al salir no encontré a Eric. Tomé el elevador, llegué a la calle y no lo vi. Crucé la Quinta, fui hasta las escaleras de la plaza y nada. Entonces me senté y me dediqué a ver a los personajes de la postal, con una de esas envidias en las que mejor ni piensas porque seguro te sueltas chillando. Pensaba: Todas estas personas tienen algo que hacer en New York, y yo no. Eric me preguntaba por mis planes, y ni modo de confesarle que no había planes. Le decía: It’s a secret. You knows Violetta’s Secret. Pero también, ¿qué planes iba a tener? ¿Casarme? ¿Trabajar? ¿Estudiar? No, no, no. Mi único plan era seguir lejos de mi familia, y el lugar más lejano de mis papás era ése, New York. Pero New York tenía que ser algo mejor que estar ahí arranada como pordiosera, con treinta marcos dentro del zapato.
El botín lo cambié en el Plaza. Me senté en la cafetería y pedí un café con galletitas: ahí se fueron los marcos. De cualquier forma, no podía enseñárselos a Eric. Ni modo de contarle lo del robo, qué vergüenza. Total que me pasé la tarde entera caminando sola. Me imaginaba a Eric buscándome por todas partes, marcando nuestro número, vuelto loco por mí. Y entonces me sentía tan bien que hasta pensaba: Ya me toca seguirlo. Porque él me había seguido desde Laredo, lo había traído todo el tiempo tras de mí, hasta que me metí con la cartera al baño. Entonces me di cuenta que tenía que seguirlo, que Eric era lo único realmente bueno que me había pasado en la vida.
Al principio no me creyó nada. Tenía las mandíbulas trabadas del coraje. Por mucho que dijera que era de puro susto, que no podía imaginarme las angustias que había pasado por mí, era obvio que Eric temblaba de enojado. Lo habían tenido no sé cuántas horas encerrado en una bodega de Saks. Le dijeron que yo ya había confesado, que se iba a ir a la cárcel del Estado. Y él no sabía de qué mierdas le estaban hablando, pero podía irlo suponiendo: la ratera de Violetta había vuelto a atacar. Ya era casi de noche cuando lo soltaron, juraba que me habían llevado presa. Le expliqué como pude que yo no había hecho nada, que no tenía idea de lo que me hablaba. Lo abracé, le di besitos, me indigné y en fin: lo convencí. Quién sabe quién nos vio, y cómo, y dónde, pero desde el principio le preguntaron por your girlfriend No se les ocurrió ir a buscar al baño. No la vieron salir, ni subir al elevador, ni largarse a la calle: no sirven para nada los policías de Saks. Aunque igual por un rato no iba a poder volver: un obstáculo menos para el plan de austeridad. A menos que cambiara de peluca o me pintara el pelo, que por cierto cada día estaba más pinche lamentable.
Tenía como dos centímetros de pelo nuevo que no era negro ni castaño. Era un color mediocre, ofcourse. ¿Qué más podía esperar de mi cochina sangre? Y si no me lo había puesto de un buen color era porque no había decidido entre el negro y el pelirrojo: los únicos que puedo soportar. Pintármelo de rubia era como seguir a un lado de mi naca familia, pero dejármelo tal cual era como reconocer que llevaba su sangre. Te digo que tenía que ser negro o rojo. Según yo era la única manera de sacar a mi tribu de la película. Que dice el general Custer que se vayan galopando a la Chingada.
Eric había opinado que me iba a ver mejor de pelo negro, y yo sólo por eso quería ser pelirroja, pero después de Saks me puse dócil. Dije: Mañana voy y me lo pinto. Por fin iba a traer el pelo negro: qué emoción. Aunque en el fondo me seguía sintiendo chinche. No podía sacarme de la cabeza que Eric seguía como sin creerme. Porque según yo estaba pagando los platos rotos, pero eso él no podía saberlo. Por más que no me hubiera visto ni un marco, Eric se las olía que yo me iba a atrever a todo, menos a confesarle la verdad. Sospechaba de mi, ¿ajá?, todo el tiempo. Se había convertido en un buen padre. O sea: puta madre.
Las mujeres como yo acostumbran llevarse mejor con el taxista que con el mesero. Con ciertas excepciones, ya te contaré. ¿Sabes por qué me agradan los taxistas? Porque hacen porquerías por dinero. No son simples chóferes, son cómplices. Tú dime qué chofer no es un palero natural de su patrón. Pero ni los taxistas ni las putas ni los limosneros tienen un patrón. Ni siquiera los dealers. Y aunque hubiera patrón. Sería igual, porque en la calle no hay patrones, hay clientes. Y eso es lo que no entienden los meseros. Viven jodidos por todas y cada una de las patadas en el culo que les da su patrón. Y las de los clientes, que también son un chingo. Imaginate al tipo: se pasa todo el día sirviendo los mismos platillos y oliendo las fritangas más exquisitas, pero igual todo el día le llueve mierda. Promoción especial: Disfrute de nuestros platillos y cáguese en nuestros meseros. Y entiéndeme que los meseros son también de la calle, pero están en cautiverio. Estafan al patrón, se orinan en la sopa del cliente, y hasta trafican cois o se tiran a la clientela distinguida. Los habitués, ¿ajá? Todo por una pinche propinuca. O sea que como ves son colegas de todos los callejeros. Putean, mendigan, transportan, conectan y comen platos y platos de shit, pero se dan el gusto de correrte porque fíjese que éste es un lugar decente. My Good imbécil, si este lugar fuera decente tú nunca habrías entrado. Porque lo que ellos quieren decir con «decente» es nice. O sea chic, posh, so-cool Big Motberfuckin’Bucks, My Dear. Y en un lugar donde reina esa clase de decencia no entran meseros nacos. Ni limosneros, ni taxistas. Aunque a veces las putas y los dealers conseguimos la visa temporal. With supplies last, ¿ajá? Y los meseros quieren que tú pagues por eso. Tú que me estás besando en medio del escote con la bocota llena de arroces y yo que te devuelvo el beso para que me regreses el bocado que te pasé. Y los meseros verdes, ¿te acuerdas? ¿Cómo supiste que yo odiaba a los meseros? ¿Cómo podías saber tanto de mí, tú que no sabías nada? Creo que nunca te lo he dicho: por más que lo deteste, me gusta que me espíes. Esa costumbre tuya de encuerarme sin verme, sin tocarme, sin dejar de olerme, a mis espaldas siempre. Soy una pinche adicta: no puedo desnudarme sin pensar que podrías estarme espiando. Como viejo asqueroso, como cojo depravado, como hijo de jardinero. Sabes que soy completamente inaccesible, pero igual decidiste meterte en mis sueñitos.
No está bien que lo diga, pero creo que el problema entre Eric y yo no estaba en que él fuera muy gringo y yo muy mexicana. Digo, cuál mexicana, no mames. La bronca es que el mesero y la puta no se llevan. Yo no era puta, claro, pero si ladrona. Y puta wannabe. Y dealer wannabe. Y gringa wannabe, ¿ok? Con todas esas medallitas ya colgando no querrás que un tipo de verdad decente, mínimo decente wannabe, quisiera compartir su vidita conmigo. ¿Sabes lo que le pasa a un mesero que se hace amigo de los callejeros? Que termina en la calle. Y yo estaba llevando a Eric camino de la calle. Con todas las desventajas y ninguna ventaja. Yo la verdad no estaba interesada en joder a Eric, pero si él se quedaba iba a acabar jodiéndolo y jodiéndome. Porque yo no quería ser ladrona, y menos otras cosas, pero tampoco había muchas profesiones disponibles. Y con Eric ahí no podía ni explorar el mercado de trabajo. Al mismo tiempo, Eric era la prueba viva de que yo tenía no sé, ciertos talentos.
Sabía cómo sobornar a un hombre. Pero igual todavía tenía que probarme que podía corromperlos sin lana de por medio. No digo que Eric hubiera ido hasta New York solamente detrás de mi dinero, pero a ver: si en lugar de ofrecerle una lana se la hubiera pedido, ¿qué me habría dado el bueno de Supermán? Te lo pongo sencillo: Violetta necesitaba probar su kryptonita. No quería ser la ratera, sino la villana, ¿ajá? Ser villano es mil veces preferible a ser ratero, y con un cuerpecito como el que se me había hecho sólo podía convertirme en dos cosas: villana o pendeja. Como yo era ladrona y mala hija y fugitiva, no podía inscribirme más que en el primer club. No dudo que en tu mundo de casas propias, coches nuevos y escuelas bonitas una tenga muchísimas opciones, pero en la calle hay una: survival. La tomas o la dejas.
Me había echado la noche completa sin dormir. Desperté ya pasado el mediodía, y entonces que me acuerdo del pasaporte. ¿Para qué me lo había robado? ¿Para poner mi foto y llamarme Eric? ¿Dónde lo había dejado? ¿Y dónde estaba Eric? Me molesta muchísimo reconocerlo, pero creo que sin pensarlo dejé ese pasaporte en el lavabo para que sucediera exacto lo que sucedió. Para que yo gritara: Eric! Eric! Eric! Eric!, y él no me contestara. Y lo horrible es que yo sabía que no estaba. Que entre sueños lo oí pararse, bañarse, abrir cajones, mover muebles. ¿Sabes por qué me desperté pensando en el pasaporte? Porque mis monstruos, o mis diablos, o como se te dé la gana llamarlos, habían decidido expulsar a Eric de la cancha. Elvis, please leave the building! Tú conoces mis reglas: prohibido el juego limpio. Pero entonces ni yo sabía que tenía esas reglas. Las seguía por instinto o no sé, por vocación. El caso es que la asamblea de monstruos o demonios o pigs decidió que Violetta tenía que estar sola. Necesitaba hacerme dueña de mis pinches actos. Ponérmele de frente a la ciudad, medirme con la calle. Me había estado portando como mesera desde que llegué. Mirando para abajo, todo el tiempo. Buscando el portafolios, el billetote, el quarter, a ver si de casualidad topaba a mi destino saliendo del drenaje. Y no sirvo para eso, ¿aja?