De cualquier forma, no pensaba llevarle ni un centavo. Según yo fue la señal que Dios me envió para quedarme con el botín entero. Qué cómodo, ¿verdad? Pero tú no eres cura, así que olvídalo. Salí de confesarme justo a la hora de la comunión, con los ojos hinchados de llorar. Cómo sería la cosa que mi papá me dio un abrazo, y hasta me acarició las manos. Pero ya supondrás que no estaba la cosa para ternuritas. Cuando vi a mis papás adelantárseme para ir a comulgar, dije: Bingo, carajo, ésta es la mía. No porque fuera yo a salir corriendo en ese momento. Me habrían agarrado en diez segundos, ¿ajá? Lo que pasó fue que, como estábamos los tres recién absueltos, y yo recién chillada, se les hizo muy fácil pararse a comulgar por delante de mi, con la confianza de que ya me habían sacado el diablo. O mínimo que estaba arrepentida, ¿ajá? Volví a pedirle a Dios que me ayudara y me paré detrás de mi papá. Luego le devolví sus cariñitos. En el hombro, no más, para que comulgara sin remordimientos y se fuera rezando a su lugar. Comulgó, comulgué, caminé detrás de él unos pasitos, y mi mamá adelante: los dos con la cabeza inclinadita, muy devotos. Y yo que en lugar de darme vuelta con ellos me sigo de frente, todavía con pasitos. Habíamos entrado por la puerta del fondo, la más grande, y a lo mejor por eso mis papás no pensaron en las de los lados. Menos se imaginaron que yo traía llaves de su coche. Y menos todavía que en la cajuela de ese coche iban todos sus dólares robados. Y aquí me tocaría contarte de las vueltas que di, de cómo dejé el coche en un supermercado, agarré mi maleta y me escapé en un taxi, del miedo que me dio cuando ya iba en el taxi, de todos los lugares a los que pensé en ir y de un montón de cosas que recuerdo a medias porque ya supondrás que estaba como loca. De nervios, de emoción, del miedo, de la prisa. Pero mejor te digo de una vez la cantidad y así lo entiendes todo de un jalón: Ciento catorce mil seiscientos noventa dólares. Exactamente mil ciento dieciocho billetes de cien, cuareintaidós de cincuenta, treintaiocho de veinte y tres de diez. Sólo hay algo mejor que gastar el dinero: contarlo. Porque sólo lo gastas una vez, pero puedes contarlo todas las que quieras, y decir: Es mío.
De repente me pongo en tu lugar y me da pánico, porque digo: No sabe casi nada, ¿sí? Igual ni le interesa enterarse cómo le hizo la pendejita ratera de quince años para que no volvieran a agarrarla. Como si mi vida solamente existiera en los momentos tensos, cuando ni pensar puedo porque la situación afuera se ha puesto de lo más rasposa, no sé, el descontrol total y todo puede pasar y andas de aquí pa allá con el paranoión de que ahora sí van a alcanzarte y hasta al bote vas a ir a dar, o al manicomio que es igual o peor, o no sé, como que todo eso es lo que una no deja de pensar, pero te digo que eso no es pensar. Claro, yo te lo cuento porque si no ni me creerías cómo llegué hasta aquí. Pero no sé si sea tan importante. A lo mejor tú vas a estar oyendo este cassette mientras te comes una pierna de pollo, y te enteras de cosas de mí que nadie sabe. Pero ¿qué tal el pollo? ¿Te interesa, también? ¿Sabes cómo fue su vida, cuándo nació, quién lo mató, qué día, qué hora era? No sabes nada, ¿ajá? ¿Y si te confesara que por más que conozcas la historia de mi vida, sigo opinando que conoces más al pollo? Nadie conoce a nadie, vampirito. Por más que intentes, ¿cómo digo?, succionarme la vida. Como al pollo, ¿verdad?
No me hagas mucho caso. Te dije que pensaba contarte la verdad, y eso estoy intentando. Sólo que ni yo sé dónde está la verdad. Como dirías tú, ¿quién soy yo para saber quién soy yo? lo primero que dije fue: Van a buscar el coche. Por eso lo dejé en un estacionamiento. Luego me fui a un salón de belleza, pensando en no ser rubia ni un minuto más. Aunque viéndolo bien mi pelo era castaño, entre opaco y cenizo porque después de habérmelo entintado negro ya no volvió a quedar igual. Finalmente yo seguía sin saber de qué color tenía el pelo. Tampoco tenía idea de si mis papás mandarían buscar a la morena o a la castaña. Lo más probable era que fueran tras las dos. Cuando andas por la vida con cola que te pisen lo mejor es tomar decisiones radicales. Algo completamente inesperado, ¿ajá? Le pedí a la señora: Rápeme. Como diciendo: órale ya, antes que me arrepienta. Y ella muy maternal: No, hijita, cómo crees, mejor te pongo un acondicionador y una ampolleta y las arañas, y yo: No, gracias, rápeme. Y ya para callarla le pregunté los precios de las pelucas. Tenía muy poquitas, horrorosas todas, pero había una pelirroja que me iba a servir, mientras iba a una buena tienda de pelucas y me compraba cuatro o cinco distintas. Mi único problema era tener quince años, ¿ajá? Eso pensaba mientras me rapaban y cerraba los ojos para ver a la quinceañera pelirroja escondida debajo de una coladera. Anyway, si ya había tomado la decisión de ser al mismo tiempo pelona y pelirroja, tenía que seguir no sé, buscando los extremos. Y digo, me sentía extremadamente rica. Pero igual no tenía pasaporte, ni acta de nacimiento, ni nada más que la maleta con dos suéteres, un par de pantalones, unos pocos cassettes y ni siquiera el walkman, que se me había olvidado en el buró. Total, ya luego iba a poder comprarme los que se me antojara, sin tener que esconderlos ni rasparlos ni ninguna mierda. No tenía ni que mentir. O casi, porque había que encontrar un modo de cruzar la frontera. Eso me quedó claro cuando me vi al espejo, ya con la peluca. Dije: Esa pelirroja se va para New York.
Me moví rápido. Del salón de belleza tomé un taxi a la tienda de pelucas. El taxista podía haber sido mi abuelo; le pregunté si me aceptaba dólares y no tienes idea de lo lindo que sonrió. Volví a pensar: Podría ser mi abuelo. Y yo necesitaba algo así como un abuelo. O sea, no estaba tan segura que me fueran siquiera a vender el boleto de avión.
Tenía cara de niña, ¿ajá? Aunque igual con el cuerpo ya me veía más grande: pregúntame la cara del niñito la última vez que le hice show. El caso es que el taxista me traía nomás a lo pendejo por Insurgentes, y le digo: Señor… ¿cuánto me cobraría por llevarme de aquí hasta Monterrey? Entonces se me queda viendo y dice: Híjole, señorita, le sale como al doble que el avión. La tienda de pelucas todavía estaba cerrada y yo seguía pensando ya sabrás: rapidísimo, como en un videojuego donde ya te robaste las frutitas y ahora toca salir del laberinto. Señoras y señores, salvemos al pacman.
Le dije: ¿Me acompañaría en avión? Se quedó mudo pero yo seguí. Que dejara su coche en el estacionamiento. Luego nomás compraba los boletos de los dos y ya. ¿Quién no se iba a tragar que era su nieta? Me miraba moviendo la cabeza, yo no sabía si para compadecerme o para decir: Chín, se me hace que no le entro, y entonces que le enseño el caramelo: Usted va de mi abuelo a Monterrey y yo le doy trescientos dólares, mire. Y que se los enseño, ¿ajá? Figúrate la cara de abuelito que me puso el cabrón. Y como me sonreía sin contestarme, que le digo: Ya vámonos. Total, él iba a estar de vuelta en la tardecita.
No habían dado ni las once cuando ya estábamos trepados en el avión. Y los dos nerviosísimos, porque ni él ni yo habíamos volado nunca a ninguna parte. Puta madre, qué nervio. Aunque no te imaginas lo bien que jaló el cuento del abuelo. Porque él me decía niña, y yo abuelito, abue, papá grande, o sea exagerada, pero ya ves que el show de la linda nietecita nunca parece demasiado cursi, ¿ajá? Tanto que hasta el taxista terminó creyéndoselo, porque luego me acompañó a Laredo.
Agarramos un taxi en Monterrey. Carísimo, por cierto: casi doscientos dólares. Después hice la cuenta y vi que solamente en llegar a Laredo me había gastado lo de cuatro viajes a New York. Más lo que luego me costó cruzar el río. El abuelo ya hasta quería acompañarme al otro lado, pero yo dije no, y no, y no, hasta que le pagué al taxista y me bajé en el centro de Laredo: no podía seguir alquilando abuelito, y además a las seis salía su avión de Monterrey. Eran casi las tres, o las dos, no me acuerdo. Apenas se fue el taxi me arrepentí perrísimo. Sentía hasta coraje porque estaba en una calle como apestosa, entre pura gente que me miraba no sé, raro, y te digo que yo me maldecía porque no podía evitar que se me salieran las lágrimas, porque pues mal que mal me hacia falta el abuelito, ¿ajá? Con el trabajo que me había costado convencerlo de que me acompañara hasta Laredo. Decía el pobre: Nadie me lo va a creer, niña. Y yo: Pues mejor ni se los cuente, gástese ese dinero sin que se enteren. ¿Creerás que ni siquiera preguntó quién era yo, ni en qué movida andaba? Aunque igual ya con lana todo el mundo es discreto. Más la aventura, ¿ok? Porque a ninguno de los dos se nos iba a olvidar el susto de subirnos a ese avión. Me da pena acordarme. La gente nos veía como con ternurita porque nos abrazamos a la hora del despegue. Aunque en mi caso no era el puro avión, sino todo, carajo. Me estaba escapando de mi familia con más de cien mil dólares y no traía ni la credencial del club. Por un lado había sido La Más Eficiente, y por el otro no sabía dónde estaba parada. Luego pasaban tipos que me decían cosas en un inglés que yo ya no entendía. Como si me estuvieran hablando de una bocina rota. Pensaba: Necesito encontrar a otro ángel de la guarda. Pero veía las caras de los taxistas y decía: No, ése me va a hacer algo. Hasta en la carretera iba pensando: Me van a agarrar. Y luego cómo iba a explicar todos esos billetes en la maleta. Tenía que haber un modo de cruzar al otro lado, aunque tuviera que pagar no sé, dos, tres mil dólares. Hasta diez, tú me entiendes. Porque claro que ya había llegado muy lejos, pero todavía no lo suficiente, ¿ajá? Lo único que medio me tranquilizaba era meterme en cualquier tienda, plantarme enfrente del primer espejo y pensar: Im a tramp
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