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"Si él hubiera viajado contigo en este barco, habría sido solamente cuestión de tiempo para que el juego de los dos fuera descubierto. Ralston sospecha de ustedes dos y durante semanas ha estado siguiendo las pisadas a Ruark. Yo mismo lo he visto. Pero tú no prestas atención a eso. Este juego que has empezado ya lleva mucho tiempo jugándose y será motivo de más daños y dolores, aunque entiendo que tú no puedas dado por terminado".

Pitney miró a su sobrina y ella le devolvió la mirada.

– Voy a pedirte dos cosas hasta que esto termine: que no flirtees abiertamente con el hombre y que no me pidas más favores cuando él esté involucrado.

Shanna miró hacia el mar y por primera vez consideró en toda su magnitud lo que acababa de decirle su tío Pitney.

Al décimo día de la partida desde Los Camellos, el azul oscuro de las aguas de alta mar dejó lugar a los tonos verdosos de las aguas menos profundas, y antes que el sol llegara al cenit, fueron divisadas las líneas onduladas de las dunas de una costa. El vigía dio un grito y Shanna se puso su capa más abrigada y subió al alcázar. Después de todo esta era la patria de Ruark y ella estaba ansiosa por ver la clase de tierra que había producido un hombre semejante.

Ralston, temblando de frío, buscó la tibieza de su cabina. El animoso sir Gaylord permaneció en cubierta un minuto más y después él también se retiró a un lugar más abrigado. Solo Pitney y Trahern se quedaron para ver cómo las dunas coronadas de verde se iban acercando. Shanna se acurrucó entre los dos hombres. A una orden del capitán, el barco alteró su curso y empezó a navegar paralelamente a la costa. Ahora se veían pequeñas islas que formaban un bastión frente a la costa del continente.

– Parece tan desolado -dijo Shanna entono decepcionado-. Solo hay arena y arbustos. ¿Dónde están las casas y la gente? Se volvió y vio al capitán Dundas que le sonreía gentilmente.

– Serán dos o tres días remontando el río James hasta que lleguemos a Richmond -dijo amablemente el capitán.

Tiempo después perdieron la tierra de vista pero volvieron a avistar la costa a primeras horas de la tarde. Cerca de Hampton vino a interceptarlos un pequeño lugre, y pronto el primer piloto del capitán Beauchamp, Edward Bailey, subió a bordo.

– El capitán Beauchamp me envía para guiados río arriba -explicó el piloto y sacó de su- bolsillo un paquete de tela encerada y entregó unos documentos al capitán-. Estos son mis papeles y algunos mapas del río. -Sacó una carta del paquete y se la entregó a Trahern-. Una carta del señor John Ruark.

Trahern abrió la misiva y empezó a leerla. Sonrió ampliamente cuando el piloto. se dirigió a Shanna.

– Los Beauchamps están ansiosos por conocerla, señora. Todos han tildado al capitán de mentiroso cuando él trató de describirla.

Shanna sonrió ante el elaborado cumplido.

– Tendré que hablar con el capitán Beauchamp -dijo ella- en la primera oportunidad. No, quiero que mi reputación sea tan maltratada.

– La carta confirma que el capitán Beauchamp ha dejado dispuesto en Richmond transporte para nosotros. El señor Ruark ha ido a ocuparse de que todo esté preparado y nos recibirá allí -dijo Trahern y miró a Shanna de soslayo-. Yo medio esperaba que el muchacho dejara el Tempestad y buscaría su libertad.

– Cuando Shanna lo miró asombrada, se encogió de hombros y agregó-: Yo habría hecho eso. Habría vendido la goleta y terminado con mi servidumbre. -Rió con buen humor y la miró con ojos chispeantes-. Estoy empezando a dudar de la sensatez de ese muchacho.

Shanna le volvió airadamente la espalda. El señor Bailey nada dijo por un momento y se limitó a mirar al cielo.

– El señor Ruark me impresionó como un hombre de honor -dijo por fin el piloto-. Vaya, podría ser muy bien un Beauchamp. -Cuando Shanna se volvió y lo miró por encima de su hombro, él se dirigió al capitán Dundas-: Puede poner proa al oeste y a toda vela. Podemos hacer una buena distancia antes de que oscurezca.

El río se volvió sutilmente más salvaje después que pasaron Williamsburg y las orillas más escasamente pobladas. Descendió la oscuridad y el barco soltó el ancla para pasar la noche. La niebla cubrió el río como una manta de lana y pronto el Hampstead fue como un pequeño universo suspendido en el tiempo y el espacio.

Shanna luchaba contra la. soledad de su cabina. Una pequeña estufa daba algo de calor, pero el frío de la noche la hacía echar de menos la proximidad de Ruark junto a ella en la cama. Pensativa, fue hasta un cofre y sacó la caja de música. El le había pedido que la trajera en el viaje y la misma era, por el momento, el vínculo que la unía más íntimamente a él. La caja era sólida y pesada, aunque su exterior, ricamente tallado y ornamentado, no permitía sospecharlo.

Cuando levantó la tapa, la música cantarina llenó la cabina con la presencia de Ruark. La melodía era la misma que ella le había oído silbar o tararear a menudo. Cerró los ojos y recordó esos brazos fuertes y esos ojos dorados que la miraban ardientes.

El último eco de las notas se apagó en la cabina. Shanna abrió los ojos y notó que una extraña niebla le enturbiaba la visión. Suspiró profundamente y guardó la caja de música. Apagó la linterna y se metió en la cama.

– Un día o dos, amor mío -susurró en la oscuridad-. Una eternidad. ¡Sí, amor mío! Te amo, Ruark Beauchamp, y nunca más te daré motivos para que lo dudes.

Después de un desayuno ligero, Shanna subió a cubierta con su padre pues no quería perderse detalles de esta nueva tierra. Los dos quedaron fascinados con la interminable variedad de lo que veían.

– El sueño de un comerciante -murmuró Trahern-. Un mercado intacto.

En las orillas Veíase una. rica tierra negra; pequeñas y redondas colinas empezaron a aparecer, ocasionalmente coronadas de afloramientos rocosos entre el espeso bosque que llegaba hasta la orilla del río. Vieron casas, algunas de ladrillo rojo y lo suficientemente grandes como para indicar cuantiosas fortunas. El río tenía más de una milla de ancho pero la corriente era fuerte.

Shanna estaba radiante y animosa pese al día inestable y tormentoso. Empezó a saludar con la mano cuando veía personas en las orillas y mantuvo su espíritu alegre hasta cuando Gaylord se aventuró sobre cubierta: malhumorado, y se quejó de la inclemencia del clima. Pero todos se sintieron aliviados cuando el caballero, temblando dentro de su capa forrada con pieles de zorro, regresó a su cabina.

Cuando llegó la noche, el señor Bailey ordenó arrojar el ancla aunque Richmond estaba solamente a unas veinte millas.

– No es prudente remontar el río de noche -dijo el piloto-. Una corriente imprevista podría hacemos encallar y es imposible ver los obstáculos sumergidos.

A la mañana siguiente el viento gemía entre la arboladura y venía cargado de una helada llovizna que obligó a Shanna a permanecer en su cabina. Empezó a pasearse de un lado a otro y súbitamente sintió se insegura de sí misma. ¿Cómo haría para no arrojarse en los brazos de Ruark apenas lo viera? Tendría que echar mano a todas sus fuerzas para poder dominarse. Un paso en falso ahora podría enviarlo a él a la cárcel.

Se abrió la puerta y entró Pitney, seguido de una fuerte ráfaga de viento.

– Casi hemos llegado -dijo él-. Faltan solamente una milla o dos.

Shanna aspiró profundamente, controló firmemente sus emociones y asintió serena con la cabeza. Cuando Pitney y su padre subieron a cubierta, ella los siguió, exteriormente dócil.

Los tripulantes trabajaban en las gavias para asegurar las velas mientras el Hampstead era remolcado por calabrotes hacia el embarcadero. No bien estuvo asegurada la planchada, Ruark subió a bordo casi corriendo, envuelto en una capa mojada. Del ala de su sombrero caían hilillos de agua cuando le tendió la mano a Trahern y sonrió apesadumbrado.

– Es un día malo para darles la bienvenida, pero aquí hay quienes sostienen que la lluvia es señal de buena suerte.

– Confío que así será -rugió Trahern, y empezó a hablar del que últimamente se había convertido en su tema favorito-. Por Dios, Señor Ruark, esta tierra suya es un verdadero depósito de tesoros. Nunca había visto tantas riquezas sin explotar, rió con anticipado regocijo- y aguardando que un buen comerciante les traiga vida.

Ruark se volvió y levantó un brazo. Dos carruajes y un carretón cubierto se acercaron al barco antes de que él estrechara la mano de Pitney como bienvenida.

– Estoy pensando, muchacho -rugió Pitney, mojándose los labios que un buen pichel de ale me calentaría las entrañas. ¿Tendrán ustedes, los coloniales, una taberna donde un; hombre pueda calmar su terrible sed?

– Sí -rió Ruark y señaló en dirección a la calle del muelle-. El Ferry pot., ese edificio encalado de allí, tiene, un barril del mejor ale de Inglaterra. Diga al cantinero que John Ruark pagará la primera ronda.

Pitney partió, a toda prisa. Gaylord se hizo a un lado rápidamente a fin de no ser arrojado sobre el empedrado del muelle. El caballero miró con altanería las anchas espaldas del hombre pero Pitney no se detuvo ni lo notó. Gaylord continuó su camino hacia la oficina de embarques para reclamar el equipaje que había enviado en la fragata inglesa.

Ralston también abandonó el barco, y por un momento Ruark lo observó caminar por el muelle, con el borde de su capa ondulando alrededor de sus nudosas pantorrillas.

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