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Cuando entró al ala de la destilería, Ruark quedó impresionado con la sensación de actividad ordenada que reinaba en el lugar. El crepitar de las hogueras debajo de los grandes calderos mezclábanse con el gotear de los grifos y el siseo del vapor en las tuberías, llenando el lugar de suaves sonidos. Donde el sol entraba por las ventanas del fondo de la habitación, se alargaba sobre el piso empedrado la sombra, de un hombre. Ruark preguntó algo en voz alta al maestro destilador y empezó a acercarse entre los calderos que relucían dorados debajo de las espirales de las serpentinas de cobre. El calor era casi insoportable y de su camisa y calzones empapados se elevaba el vapor. El sudor brotaba de todos los poros y Ruark se preguntó vagamente si el hombre se había cocinado vivo en el aire húmedo y caliente o si se había quedado sordo. Entonces, cuando rodeaba una columna de madera, su pie resbalo en el suelo mojado y él debió luchar por conservar el equilibrio. El súbito esfuerzo de su pierna debilitada le produjo una punzada de dolor. Soltó un juramento, se aferró a la columna para sostenerse y se apoyó contra ella hasta que pasó el calambre.

Súbitamente se oyó en el recinto un fuerte ruido metálico, y una sección de tubería del ancho de un brazo cayó pesadamente contra el madero donde él se apoyaba, vomitando mosto y vapor recalentado hacia todas partes. Ruark retrocedió y, se cubrió la cara con un brazo para protegerse los ojos. Su pierna todavía estaba demasiado envarada para permitirle tales movimientos y él cayó de espaldas sobre el piso de piedra, pero logró rodar y ponerse fuera de alcance del géiser de ron a medio destilar.

Las vigas fueron oscurecidas por la nube de vapor parduzco y Ruark comprendió que si hubiera dado otro paso más, habría quedado atrapado en medio del infierno que brotaba de la tubería y no habría podido escapar. Sólo la breve pausa lo salvó de la agonía y quizá de la muerte.

Sonó un grito a sus espaldas y él vio un obrero que se agachaba en la entrada y trataba de ver entre la espesa niebla. Cuando Ruark lo llamó, el hombre entró hasta llegar a su lado.

– ¿Está usted bien, señor? -preguntó el hombre, gritando por encima del fuerte silbido del vapor a presión que escapaba.

Ruark asintió y el hombre se acercó más.

– Hay una válvula. Trataré de cerrarla. -Desapareció entre las nubes de vapor antes que Ruark pudiera decirle que el maestro destilador estaba allí para hacerlo. Después de un largo momento, la nube siseante empezó a disminuir y finalmente hubo silencio.

– ¡Señor! ¿Qué ha sucedido aquí? -El grito venia desde la puerta y Ruark reconoció, sorprendido, la voz del maestro destilador. Se puso de pie.

– Se soltó una tubería. Un accidente…

– No fue un accidente, señor. -El fogonero salió del medio de la nube de vapor-. Mire esto. -Mostró un pesado martillo-. Algún maldito idiota golpeo la juntura con esto.

– ¡Mis calderos! ¡Mi ron! ¡Arruinado! -El maestro destilador se retorció las manos-. Me llevará días limpiar todo esto. -Su voz se convirtió en un grito de ira-. ¡Si llego a atrapar a ese bellaco le torceré el cuello!

– Yo le ayudaría con gusto -dijo Ruark secamente-. Me hubiera cocinado vivo si no fuera por esa columna.

El maestro miró a Ruark como si lo viera por primera vez y quedó pasmado.

– Sí -dijo el fogonero-. Algún maldito bellaco trató de matar al señor Ruark. Yo revisé cada unión y cada tubo antes de poner fuego a los calderos.

– Podría ser que el hombre no haya querido hacerme daño, que sólo haya querido provocar inconvenientes. Cualquiera que haya sido su intención, dejaremos el asunto así a menos que encontremos un motivo. Ruark silenció las objeciones de los hombres alzando una mano-. Si él quiso atacarme, ahora estoy alertado y en adelante seré mucho más prudente.

Ruark salió por la puerta pequeña y se apoyó en la pared. Aspiró profundamente varias veces y se masajeó el muslo que le dolía. Era imposible que nadie que estuviera en la sala de destilar no hubiera notado su presencia, de modo que sólo le quedó suponer que alguien tenía motivos para hacerle daño.

Sus ojos recorrieron el patio en busca de señales del atacante y se detuvieron. A corta distancia, cerca de la tolva, estaban dos hombres, uno alto y flaco y vestido de negro. El hombre con quien éste hablaba era uno de los obreros, un individuo membrudo con gruesos brazos. Cuando su mirada se encontró con la de Ruark, Ralston se puso rígido. Se volvió bruscamente, fue hasta su caballo y el obrero se quedó mirándolo con la boca abierta.

Ruark se puso ceñudo. Ahora que lo pensaba, recordaba haber oído ruido de cascos a cierta distancia detrás de él, cuando venía por el camino al trapiche. ¿El agente lo había seguido con malas intenciones? Quizá Ralston temía que él pudiera contarle a Trahern acerca de la compra de siervos en la cárcel, pero en ese caso el hombre debía comprender que él tenía que cuidar su secreto, pues tenía mucho que perder con la cuerda del verdugo alrededor de su cuello.

Ruark pasó las riendas sobre la cabeza de Attila, montó y partió. El semental estaba en excelente forma y Ruark le dejó que estirase los músculos.

Había dejado la silla y la brida en su lugar en el establo y estaba frotando los flancos de Attila con un puñado de gruesa arpillera cuando Ruark oyó, o sintió, un pequeño movimiento a sus espaldas. Fue rápido para mirar por temor a que se abatiera sobre él otro desastre. Era Milly, quien lo miraba desde la puerta del establo. Por un momento la muchacha pareció decidida a huir, pero reunió coraje, enderezó los hombros y se le acercó meneando las caderas en lo que ella esperó que fuera una forma provocativa. Ruark continuó su tarea, sin saber si sentirse aliviado o más receloso.

– Buenos días, señor Ruark -dijo perezosamente la joven-. Lo vi venir por el camino en ese hermoso caballo. -Attila resopló y rozó con el morro el hombro de Milly. Ella rió-. Me entiendo muy bien con los animales. No estamos tan alejados.

Ruark gruñó y tendió la sudadera para que se secara. Empezó a peinar las crines y la cola del animal.

– Bueno, querido Johnnie -el tono de Milly se endureció- tú puedes ignorarme si lo deseas, pero es a ti a quien he venido a ver.

Ruark se detuvo y la miró intrigado.

– Claro, muchacha -dijo-. ¿A mí? ¿Y qué asunto te trae a un establo maloliente?

Ruark levantó uno de los cascos de Attila para ver si había quedado allí algún guijarro.

– Es el único lugar -dijo ella- donde puedo hablar contigo sin que esa altanera señora Beauchamp se cuelgue de tu cuello.

Ruark rió.

– ¡Basta, Milly! -se burló gentilmente-. Pero parece que tienes algún asunto que aclarar.

– ¡Claro que sí! -estalló ella con sorprendente rencor-. Y lo que tengo que decir pondrá a esa perra Shanna en su debido lugar.

Ruark se irguió y miró a la joven por encima del lomo del caballo.

– Vamos, Milly, habla de una vez. Esa mujer tiene un genio muy vivo y no le gustaría la forma en que te refieres a ella. -Dio la vuelta alrededor de Attila y apoyó un brazo en una tabla del establo-. Ten mucho cuidado con lo que dices.

Milly separó las piernas, se inclinó hacia adelante y con el índice señaló su propio pecho.

– Estoy en-cin-ta -dijo, y rió con altanería.

Cada sílaba fue acentuada con fuerza y Ruark perdió todo su buen humor. Súbitamente, la situación se había vuelto difícil. Antes de que ella hablara el supo cuales serian sus próximas palabras.

– Y tu -lo señalo con el dedo -ceras el padre.

Ruark apretó los labios y sus ojos despidieron rayos helados.

– Mi1ly ¿crees que me dejaré engañar tan fácilmente?

– No. -Ella dio un paso atrás y empezó a masticar una brizna de heno, llena de confianza y seguridad-. Pero tengo amigos que dirán que es así. Y yo sé todo acerca de ti y de la orgullosa señora Beauchamp. A su padre no le gustará enterarse de que su siervo duerme con su querida hijita. Ella hasta podría pagar por mi silencio. Si lo pienso, podría facilitamos mucho nuestra vida, cariñito.

Ruark la miró y comprendió que la muchacha hablaba muy en serio.

– No me dejo coercer fácilmente, Milly, y no haré de padre al crío de algún marinero porque a ti te convenga. -Habló en voz baja pero en un tono que hirió más que las palabras.

– Juraré que la criatura es tuya -lo desafió ella.

– Sabes que jamás te he tocado. Mentirías y pronto se descubriría la verdad.

– ¡Te obligaré a casarte conmigo!

– ¡No lo permitiré!

– El mismo Trahern se ocupará de ello.

– No puedo casarme contigo -gruñó él.

Milly lo miró desconcertada.

– Ya tengo esposa. -Fue lo único que pudo decir para detenerla. Ella abrió la boca y se tambaleó, como si la hubieran golpeado.

– ¡Esposa! -Rió ácidamente-. ¡Esposa! Claro, puedes tener una esposa en Inglaterra, y también hijos seguramente. La orgullosa señora Beauchamp quedará muy sorprendida cuando lo sepa. -Miró frenéticamente a su alrededor y empezó a reír histéricamente-. ¡Una esposa!

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