Ruark no perdió tiempo, se quitó sus malolientes calzones y se metió en la tina con un largo suspiro de deleite. Se frotó concienzudamente y varias veces con un fuerte jabón para quitarse la suciedad y los parásitos de la prisión y también se enjabonó la cabellera. Estaba ansioso por ponerse en camino y se secó rápidamente con la toalla antes de ponerse las medias y los calzones oscuros. Pero se detuvo lo suficiente para notar que los últimos le ceñían apretadamente los muslos. Quizá Shanna Trahern lo había observado más de lo que él creía, murmuró con una melancólica sonrisa. El, ciertamente, la había observado muy bien..
Rechazó los polvos perfumados que habían dejado a su disposición y peinó sus cabellos negros en una coleta en la nuca y los cepilló frente al espejo. De pie delante de su imagen, se puso la camisa color crema con volantes de encaje en los puños, aseguró la chorrera de encaje y se puso el chaleco de seda que armonizaba con sus ceñidos calzones. Se puso después la chaqueta de terciopelo lujosamente ornamentada con hebras de oro que dibujaban elaborados adornos en los anchos puños y en la parte delantera. El cuero de los zapatos castaños estaba suavemente pulido y adornado con hebillas de filigrana de oro. Un tricornio de terciopelo bordado en, oro completaba el atuendo.
Ruark pensó, mientras se miraba con ojo crítico al espejo, que Shanna no había mirado en gastos para hacer que él vistiera como un hombre con título de nobleza. Por encima del hombro de su imagen reflejada, Ruark vio que Pitney lo observaba atentamente. Pitney apreció el cambiado aspecto de su prisionero y logró sonreír débilmente.
– Creo que mi señora se sentirá agradablemente sorprendida. – Terminó su ale de un solo trago y miró su reloj-. Será mejor que nos pongamos en marcha.
Era una pequeña iglesia rural cubierta de hiedra, pero con los fríos del inminente invierno las hojas estaban oscuras y quebradizas contra las grises paredes de piedra. La llovizna había cesado y brillantes rayos de sol atravesaban las nubes y encendían con mil colores los cristales de las ventanas de la rectoría.
Shanna estaba bañada en la luz que entraba por un camón. Su rostro, cuando ella miraba hacia los campos ondulados, tenía la sonrisa de alguien que está seguro de las metas que se ha fijado en la vida. Había llegado temprano a la iglesia, en un coche alquilado, porque su carruaje tenía que llevar, a Pitney a la posada que quedaba a más de una hora de viaje y esperar allí mientras él viajaba a Londres en otro coche, alquilado y regresaba con Ruark Beauchamp. Pero el reverendo y la señora Jacobs se mostraban amables y hospitalarios y Shanna se las arreglaba para soportar la espera.
La rolliza esposa del buen clérigo estaba sentada junto a ella, sorbiendo su té sin dejar de observar a Shanna. No era frecuente que personas de fortuna se detuvieran en su pequeña y tranquila aldea y mucho menos que entraran en la humilde rectoría, y con atuendos tan lujosos como la señora Jacobs no había visto en toda su vida. Una capa de muaré de seda color malva, forrada lujosamente con suaves pieles de zorro gris, estaba sobre el brazo de un sillón, olvidada como si la hubieran descartado. La mujer ni siquiera podía imaginar el precio del vestido de seda del mismo color con sus volantes de encaje rosa grisáceo que caían en cascada por la parte delantera de la falda entre fruncidos volantes paralelos de seda. Vueltas de encaje adornaban las mangas donde terminaban, a mitad del brazo. Encaje plegado se abría como un abanico desde un punto en la cintura muy ceñida y hacia arriba, hasta donde quedaba expuesta la piel tersa y alabastrina. Una fina cinta de color malva estaba atada alrededor de la esbelta columna del cuello de la joven, y el intrincado peinado, sin empolvar, se veía glorioso con el magnífico color natural del cabello. El efecto de hebras doradas entre el tono aleonado hubiera desafiado los mejores esfuerzos del más artista de los peinadores.
La señora Jacobs admiraba reverentemente esta belleza porque la envidia no tenía cabida en su alma. En lo hondo de su corazón era una romántica y obtenía gran placer en lo que para ella era el serio arte de concertar casamientos. El novio, como ella lo veía con los ojos de la mente, tendría que ser guapo y encantador, porque nadie que no lo fuera hubiera podido tener una novia como ésta.
Shanna se inclinó para mirar por la ventana y su movimiento hizo que la señora Jacobs se le acercara.
– ¿Qué sucede, querida? -preguntó la amable mujer con mucho interés-. ¿Ya vienen?
Los ojos azules de la señora Jacobs miraron hacia el camino distante y, como ella había adivinado, un carruaje estaba subiendo la colina y pronto llegaría a la iglesia.
Shanna, con una multitud de explicaciones en la punta de la lengua, lo pensó mejor y no habló. Si daba excusas por su futuro esposo los defectos de él serían más evidentes. Era mejor dejar que la mujer creyera que, el amor la había cegado.
Shanna se alisó el cabello y se preparó mentalmente para encontrarse con el miserable novio.
– Esta usted radiante, querida.-La señora Jacobs pronunció la, “r ” arrastrándola, con un fuerte acento escocés. No se preocupe por su aspecto. Vaya a recibir a su prometido. Yo le traeré su capa.
Shanna obedeció graciosamente, agradecida de poder encontrarse con Ruark antes de que lo vieran el clérigo y su esposa, con la esperanza de poder mejorar la apariencia de él a último momento. Cuando corrió por el sendero cubierto que iba de la rectoría a la iglesia, un millar de razones para preocuparse se agolparon en su mente y ella se insultó a sí misma, usando varios de los juramentos favoritos de su padre, y enseguida rechinó los dientes al pensar en el cuidado que debía poner un caballero para vestirse.
– Ese rústico colonial -dijo entre dientes-. ¡Por lo menos veré que no se haya puesto los calzones al revés!
Los caballos rucios levantaron sus finas y nobles cabezas y se detuvieron nerviosos frente a la iglesia. Pitney metió cuidadosamente su pistola debajo de su chaqueta mientras el señor Craddock saltaba a tierra y, como cualquier buen cochero, abría la portezuela para que ellos bajaran. Aceptando el gesto de advertencia de Pitney, Ruark se apeó del carruaje y miró pensativamente hacia los páramos.
Sintió un gran deseo de echar a correr por los campos sólo para tener la sensación de libertad que ello hubiera podido producirle, pero sabía que no llegaría más allá de ese bajo muro de piedra. Pitney era fuerte pero su tamaño le restaba velocidad, y el señor Craddock y Hadley no parecían muy rápidos ni de piernas ni de mente. Ruark estaba convencido de que ellos no hubieran podido alcanzarlo, pero la pistola de Pitney y sus balas de plomo eran muy capaces de detenerlo. Estaba, además, la cuestión de un pacto que él se sentía ansioso por ver cumplido. Esto lo contuvo más efectivamente que la amenaza de muerte. Últimamente, esa sombría señora había sido muy a menudo su compañera.
Caminó lentamente hacia la escalinata de la iglesia pero se encontró en el centro de un grupo cerrado. En el primer escalón, Ruark se detuvo y miró a los tres hombres, todos los cuales se mantenían muy cerca de él.
– Caballeros. -Una débil sonrisa jugó en un ángulo de su boca-. Si yo intentara escapar ustedes, sin duda, usarían las armas que ocultan tan ostentosamente. No les pido que sean remisos en sus obligaciones sino que se queden un poco más atrás, como si fueran realmente sirvientes contratados.
Ante una señal de Pitney, los dos hombres regresaron al carruaje y se apoyaron en él, aunque siguieron con la atención puesta en Ruark porque habían comprendido muy bien el hecho de que sólo obtendrían su recompensa si hacían bien su trabajo.
– ¿Y ahora qué, Pitney? -preguntó Ruark-. ¿Entramos o aguardamos aquí a mi lady?
El sirviente frunció los labios, pensó en la pregunta y se sentó en un escalón, Con su voz áspera, dijo rotundamente:
– Ella ha oído al carruaje. Saldrá cuando esté dispuesta.
Ruark subió varios escalones hasta el portal cubierto y allí se dispuso a aguardar. Estaba pensando seriamente en iniciar una conversación con su estoico escolta cuando la pesada puerta de madera se abrió y salió su presunta novia. Ruark ahogó una exclamación", porque a plena luz del día Shanna Trahern era la beldad más extraordinaria que él había visto jamás. Parecía casi frágil en el fino vestido color malva. No había señales de la muchacha audaz que había visitado la cárcel para buscar un marido.
Shanna pasó junto a él casi sin mirarlo y ni siquiera por cortesía se detuvo cuando el hombre se quitó el sombrero y descubrió su oscura cabellera. En cambio, levantó sus amplias faldas para bajar corriendo los escalones.
Ruark se apoyó en el muro de piedra y sonrió admirado mientras sus ojos acariciaban la bien formada espalda de ella. Súbitamente, Shanna se detuvo y casi tropezó con los escalones. Pitney se volvió y la miró fijamente. Entonces, sorprendida, giró para mirar a Ruark con sus ojos color verde mar dilatados por la incredulidad. El tenía su gruesa capa echada sobre los hombros, y al ver las ropas que había comprado ella comprendió la verdad. Un color oscuro, pardo. Lo había elegido cuidadosamente. Ese color podría cubrir una cantidad de defectos y quizá diera al colonial cierta dignidad, había pensado ella; pero ahora resultaba maravillosamente apropiado y mucho más agradable de lo que se había atrevido a esperar.
El era muy guapo, indudablemente, con magníficas cejas oscuras que se curvaban nítidamente dibujadas; una nariz fina y recta; una boca firme pero casi sensual. La línea de su mandíbula indicaba fuerza y se flexionaba con los movimientos de los músculos. Entonces los ojos de Shanna encontraron los de él, y si quedaba alguna duda, inmediatamente desapareció cuando miró esos profundos ojos ambarinos enmarcados por pestañas espesas y oscuras.