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Esa noche llovió y hubo truenos y relámpagos. Pero no habría forma alguna de explicar lo que significó estar en una casa de árbol mientras un rayo tras otro desgarraba el cielo y caía sobre los árboles a mi alrededor. Mi miedo fue indescriptible. Grité incluso más fuerte que la primera noche, cuando sentía que se ladeaba la cama de la plataforma. Era un miedo animal que me paralizó. Lo único que se me ocurrió pensar fue que siendo por naturaleza una cobarde, afortunadamente siempre pierdo el conocimiento cuando la tensión aumenta demasiado.

No volví en mí hasta más o menos el mediodía siguiente. Al bajar por medio de las poleas, encontré a Emilito esperándome, sentado en una rama baja con los pies casi en el suelo.

– Te ves horrible -comentó-. ¿Qué te pasó anoche?

– Casi muero del miedo -dije. No iba a fingir dureza ni jugar a estar a la altura de la situación. Me sentía como sin duda me veía: como una jerga exprimida.

Le dije que por primera vez en mi vida me había compadecido de los soldados en batalla; experimenté el mismo miedo que ellos debían sentir al explotar las bombas a su alrededor.

– No lo creo -dijo-. Tu miedo de anoche fue más intenso aún. Lo que estaba disparando contra ti no era humano. Por lo tanto, al nivel del doble fue un miedo gigantesco.

– Por favor, Emilito, explíqueme lo que quiere decir con eso.

– Tu doble está a punto de cobrar conciencia, de modo que en condiciones de tensión, como anoche, adquiere una conciencia parcial, pero también se asusta sobremanera. No está acostumbrado a percibir el mundo. Tu cuerpo y tu mente están acostumbrados a ello, pero tu doble no.

Estaba segura de que, de haber estado preparada para la tormenta, me hubiese comportado de diferente manera, y que de no haber interferido mi terror, alguna fuerza en mi interior hubiera salido de mi cuerpo completamente, tal vez incluso para levantarse, desplazarse o bajar del árbol. Lo que más me asustó fue la sensación de estar enjaulada, atrapada dentro de mi cuerpo.

– Cuando entramos a la oscuridad absoluta, donde no hay distracciones -dijo el cuidador-, el doble se hace cargo. Estira sus miembros etéreos, abre su ojo luminoso y mira a su alrededor. A veces experimentar eso puede resultar aún más aterrador que lo que sentiste anoche.

– El doble no me asustaría tanto -le aseguré-. Estoy lista para él.

– Aún no estás lista para nada -explicó-. Estoy seguro de que anoche tus gritos se escucharon hasta Tucson.

Su comentario me irritó. Había algo en él que no me agradaba, pero no conseguía identificarlo exactamente. Quizá se debía a su extraño aspecto. No era varonil; parecía ser la mera sombra de un hombre, y no obstante era engañosamente fuerte. Sin embargo, lo que en realidad me molestaba era que no me dejase mangonearlo, lo cual resultaba sumamente irritante para el lado competitivo de mi carácter.

En un arranque de ira le grité, agresiva:

– ¡Cómo se atreve a criticarme cada vez que digo algo que no le agrada!

En el mismo instante de decirlo me arrepentí y pedí profusas disculpas por mi agresividad.

– No sé por qué me irrito tanto con usted -terminé por confesar.

– No te preocupes -dijo-. Es porque percibes algo en mí que no sabes explicar. Como tú misma lo expresaste, no soy varonil.

– No dije eso -protesté.

Su mirada indicó que evidentemente no me creía.

– Por supuesto que lo dijiste -insistió-. Se lo dijiste a mi doble hace apenas unos instantes. Mi doble nunca comete errores ni malinterpreta las cosas.

Mi nerviosismo y vergüenza llegaron al máximo. No supe qué decir. Tenía la cara roja y el cuerpo me temblaba. No entendí qué pudo haber causado una reacción tan exagerada en mí. La voz del cuidador interrumpió mis pensamientos.

– Reaccionas en esta forma porque tu doble está percibiendo a mi doble -indicó-. Tu cuerpo físico está asustado porque sus compuertas se están abriendo, dejando pasar nuevas percepciones. Si crees que te sientes mal ahora, imagínate cuánto peor será cuando todas tus compuertas estén abiertas.

Hablaba en un tono tan convincente que me pregunté si tendría razón.

– Los animales y los bebés -prosiguió- no tienen problemas para percibir al doble, pero muy a menudo no les gusta.

Mencioné que yo no solía caerles bien a los animales y que, a excepción de Manfredo, el sentimiento era mutuo.

– No les caes bien a los animales -aclaró- porque algunas de las compuertas de tu cuerpo nunca han estado completamente cerradas y tu doble está pugnando por salir. Prepárate. Ahora que estás dirigiendo tu intento deliberadamente a ello, se abrirán de golpe. Cualquier día de éstos tu doble despertará de repente y tal vez te encuentres del otro lado del patio sin haber caminado hasta allí.

Tuve que reír, principalmente por nerviosismo y ante lo absurdo de lo que estaba sugiriendo.

– ¿Y qué te pasa con los niños, sobre todo los bebés? -preguntó-. ¿No chillan cuando los cargas?

Normalmente lo hacían, pero no se lo dije al cuidador.

– Les caigo bien a los bebés -mentí, perfectamente consciente de que las pocas veces que había estado en presencia de bebés comenzaban a llorar en cuanto me acercaba a ellos. Siempre me había dicho a mí misma que eso se debía a mi falta de instinto maternal.

El cuidador meneó la cabeza, incrédulo. Exigí una explicación de por qué los animales y los bebés podían intuir al doble, cuando ni yo misma estaba enterada de su existencia. En realidad, hasta que Clara y el nagual me hablaron al respecto, nunca oí mencionar tal cosa. Ni conocí jamás a nadie que supiera algo de eso. Rechazó mis argumentos, diciendo que lo percibido por los animales y los bebés no tiene relación alguna con el conocimiento sino con el hecho de que cuentan con el equipo necesario para percibirlo: las compuertas abiertas. Agregó que en los animales esas compuertas son receptivas en forma permanente, pero que los seres humanos cierran las suyas en cuanto comienzan a hablar y a pensar, que es cuando se hace cargo su lado racional.

Hasta ese momento le había prestado mi atención completa al cuidador, porque Clara me había dicho que, sin importar quién me estuviera hablando ni qué estuviese diciendo, el ejercicio era escuchar. No obstante, entre más oía hablar a Emilito, más me irritaba, hasta que me encontré al borde de un auténtico paroxismo de ira.

– No creo nada de todo esto -dije-. Es más, ¿por qué dice ser mi maestro? Aún no está claro.

El cuidador se rió.

– Definitivamente no me ofrecí como voluntario para el puesto -indicó.

– Entonces, ¿quién lo designó?

Pensó por un momento antes de contestar:

– Se debe a una larga cadena de circunstancias. El primer eslabón de la cadena se cerró cuando el nagual te encontró desnuda con las piernas arriba. Rompió a reír, produciendo un agudo ruido parecido al grito de un pájaro.

Su insultante sentido del humor me ofendía inmensamente.

– Vaya al grano, Emilito, y dígame qué está pasando -grité.

– Lo siento, pensé que disfrutarías de la historia de tus travesuras, pero veo que me equivoqué. Nosotros, en cambio, nos hemos divertido enormemente con tus payasadas. Desde hace años nos hemos reído de las tribulaciones y las penurias heredadas por Juan Miguel Abelar por entrar al cuarto equivocado y toparse con una muchacha desnuda, cuando lo único que quería hacer era orinar -se dobló de risa.

No le veía la gracia. Mi furia era tan descomunal que hubiera querido atacarlo con unos cuantos golpes y bien colocadas patadas. Me miró y se hizo para atrás, percibiendo sin duda que estaba a punto de explotar.

– ¿No te parece chistoso que Juan Miguel haya tenido que vivir un infierno debido al problema que heredó, sólo porque quería orinar? El nagual y yo tenemos eso en común, aunque mientras yo sólo encontré a un cachorro medio muerto, él encontró a una muchacha completamente enajenada. Y ambos seremos responsables de ustedes por el resto de nuestras vidas. Al ver lo que nos pasó, los otros miembros de nuestro grupo se asustaron tanto que juraron no volver a orinar nunca antes de haber revisado el lugar al derecho y al revés -estalló a reír con tal fuerza que tuvo que ponerse a caminar de un lado para otro para no asfixiarse.

Al ver que ni siquiera me sonreía, se calmó.

– Bien… continuemos, pues -dijo, sosegándose-. Una vez cerrado el primer eslabón, cuando te encontró con las piernas en el aire, el nagual tuvo el deber de marcarte, lo cual hizo en el acto. Luego debió mantenerse al tanto de tus movimientos. Recurrió a la ayuda de Clara y Nélida. La primera vez que él y Nélida te visitaron fue durante el verano que siguió a tu graduación de la preparatoria, cuando estabas trabajando de asesora de campamento en un centro recreativo de las montañas.

– ¿Es cierto que me encontró por medio de un canal de energía? -pregunté, tratando de no sonar condescendiente.

– Totalmente. Marcó a tu doble con un poco de su energía, para así poder seguir tus movimientos -contestó.

– No recuerdo ni siquiera haberlos visto -dije.

– Eso se debe a que siempre creíste tener sueños repetidos. Sin embargo, los dos de hecho fueron a verte personalmente. Siguieron visitándote muchas veces a lo largo de los años, especialmente Nélida. Luego, cuando fuiste a vivir a Arizona, siguiendo lo que ella te había sugerido, todos tuvimos la oportunidad de visitarte.

– Espere usted un momento, esto se está volviendo demasiado raro. ¿Cómo pude hacer caso de una sugerencia de Nélida si ni siquiera recuerdo haberla conocido?

– Créeme, ella insistió en que vivieras en Arizona y tú lo hiciste, pero por supuesto creías estarlo decidiendo tú misma.

Por un instante, mientras el cuidador hablaba, mi mente volvió a aquel periodo de mi vida. Recordé haber pensado que Arizona era el lugar donde debía estar. Apliqué la técnica de mirar el horizonte del Sur, a fin de decidir dónde buscar trabajo, y recibí la impresión fortísima de que debía ir a Tucson. Incluso tuve un sueño en el que alguien me decía que debía trabajar en una librería. No me agradaban los libros y era insólito, para mí, trabajar con ellos, pero al llegar a Tucson fui directamente a una librería que exponía un letrero diciendo: "Se busca empleado." Acepté el trabajo, que implicaba llenar hojas de pedido, manejar la caja y acomodar los libros en los estantes.

– Todos los que íbamos a verte -prosiguió Emilito- siempre tocábamos tu doble, de modo que sólo tienes un recuerdo vago de nosotros, como entre sueños, a excepción de Nélida. A ella la conoces como la palma de tu mano.

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