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No vi a Clara en tres días; una misteriosa diligencia la mantuvo alejada. Se había transformado en su costumbre dejarme sola en la casa por días enteros, sin siquiera una palabra de advertencia y con Manfredo como única compañía; aunque contaba con toda la casa para mí sola, no osaba aventurarme más allá de la sala, mi recámara, el gimnasio de Clara, la cocina y por supuesto el baño. Había algo en la casa y el terreno de Clara, sobre todo cuando ella estaba ausente, que me llenaba de un temor irracional. Como resultado de ello, cuando estaba sola observaba una estricta rutina, que me resultaba reconfortante.

Solía despertarme como a las nueve, preparar mi desayuno en la cocina con una parrilla eléctrica, porque aún no aprendía a encender la estufa de madera, guardar un ligero almuerzo y luego salir a la cueva para recapitular o hacer una larga caminata con Manfredo. Volvía avanzada la tarde para practicar formas de kung fu en el gimnasio de Clara. Era una gran sala de techo abovedado, el piso de madera barnizada y un estante no fijo laqueado en negro, donde se exhibían diversas armas para artes marciales. Una elevada plataforma cubierta de petates bordeaba la pared enfrente de la puerta. Una vez le pregunté a Clara para qué servía la plataforma. Dijo que ahí era donde meditaba.

Nunca había visto meditar a Clara, porque cuando entraba sola al edificio siempre cerraba la puerta con llave. Todas las veces que le pregunté qué tipo de meditación practicaba, se negaba a profundizar en la cuestión. Lo único que averigüé fue que ella lo llamaba "ensoñar".

Clara me daba libre acceso a su gimnasio cuando ella misma no lo estuviera usando. Al estar sola en la casa tendía hacia ese cuarto; ahí hallaba consuelo emocional, porque estaba imbuido de la presencia y el poder de Clara. Fue ahí donde me enseñó un estilo muy intrigante de kung fu. Nunca tuve interés en las artes marciales chinas, porque mis maestros japoneses de karate siempre habían insistido en que sus movimientos eran demasiado complicados y difíciles de aplicar como para tener un valor práctico. Sistemáticamente vilipendiaban los estilos chinos y alababan los propios; según ellos, si bien las raíces del kárate se encontraban en los estilos chinos, sus formas y aplicaciones fueron alteradas y perfeccionadas a conciencia en Japón. Ignorante de las artes marciales, yo les creí a mis maestros y descarté totalmente los demás estilos. Por consiguiente, no sabía qué pensar del kung fu de Clara. Pese a mi ignorancia, una cosa resultaba obvia: indisputablemente era una maestra en el estilo.

Después de trabajar por más o menos una hora en el gimnasio de Clara, me cambiaba de ropa e iba a la cocina a comer. Invariablemente mi comida me esperaba ahí, puesta en la mesa, pero siempre estaba tan muerta de hambre después de los ejercicios que devoraba todo lo preparado sin especular acerca de cómo llegó ahí.

Cuando la interrogué al respecto, Clara me dijo que en su ausencia el cuidador iba a la casa para preparar mi comida. También lavaba mi ropa, puesto que la encontraba bien doblada en una pila en la puerta de mi recámara; yo sólo tenía que plancharla.

Una noche después de una vigorosa sesión de ejercicios, acompañada de vez en cuando por un gruñido criticón de Manfredo, sentí tal exceso de energía que decidí romper con mi rutina y volver a la cueva en la oscuridad para seguir recapitulando. Tenía tanta prisa por llegar que se me olvidó llevar mi linterna eléctrica. Era una noche nublada, pero pese a la oscuridad total no tropecé con nada en el camino. Llegué a la cueva y recapitulé, representándome mentalmente e inhalando los recuerdos de todos mis profesores de karate y todas las exhibiciones y los torneos en los que había participado. Ocupó la mayor parte de la noche, pero al terminar me sentí completamente depurada de los prejuicios que había heredado de mis maestros como parte de mi entrenamiento.

Al día siguiente Clara aún no volvía, de modo que salí para la cueva un poco más tarde que de costumbre. Camino de regreso a casa, como ejercicio deliberado, traté de caminar por el mismo sendero que recorría todos los días, sólo que esta vez mantuve los ojos cerrados para simular la oscuridad. Quería ver si podía caminar sin tropezar, porque sólo hasta después se me ocurrió que fue muy curioso haber recorrido el camino hasta la cueva la noche anterior sin tropezar. Al caminar a la luz del día pero con los ojos cerrados, caí varias veces en tocones y piedras y me golpeé la pantorrilla severamente.

Me encontraba en el piso de la sala, vendando mis raspaduras, cuando Clara entró inesperadamente.

– ¿Qué te pasó? -preguntó, sorprendida-. ¿Te peleaste con el perro?

Justo en ese instante Manfredo entró al cuarto. Estaba convencida de que entendió las palabras de Clara. Profirió un ladrido ronco, como si estuviese ofendido. Clara se colocó delante de él, hizo una ligera reverencia desde la cintura, como un estudiante oriental que se inclina ante su maestro, y expresó una sumamente rebuscada disculpa.

– Lamento en extremo, mi querido señor, haber hablado con tal ligereza acerca de su irreprochable conducta, sus exquisitos modales y sobre todo su sublime consideración, que lo convierte en un señor entre señores, el más ilustre entre todos ellos.

Estaba totalmente perpleja. Pensé que Clara había perdido el juicio durante sus tres días de ausencia. Nunca la oí hablar así antes. Quise reír, pero su gesto de seriedad me atoró la risa en la garganta.

Clara estaba a punto de lanzar otra descarga de disculpas cuando Manfredo bostezó, la miró aburrido, se volvió y salió del cuarto.

Clara se sentó en el sofá; todo su cuerpo temblaba de risa contenida.

– Cuando está ofendido, la única forma de deshacerse de él es aburrirlo mortalmente con las disculpas -me confió.

Tenía la esperanza de que Clara me dijera dónde había estado los últimos tres días. Aguardé un momento, por si mencionaba el tema de su ausencia, pero no lo hizo. Le conté que, mientras estuvo fuera, Manfredo había ido todos los días a visitarme a la cueva. Era como si pasara de vez en cuando para ver si me encontraba bien.

Otra vez deseé que Clara hiciera algún comentario acerca de la naturaleza de su viaje, pero en cambio respondió, sin mostrar sorpresa alguna:

– Sí, es muy solícito y en extremo considerado hacia los demás. Por eso espera recibir el mismo trato, y si sospecha siquiera que no se lo están dando se pone furioso. En ese estado de ánimo representa un peligro mortal. ¿Recuerdas la noche en que casi te arrancó la cabeza cuando lo llamaste sapo?

Quise cambiar el tema. No me agradaba pensar en Manfredo como un perro rabioso. A lo largo de los meses se había tornado más un amigo mío que una bestia. Era tan buen amigo que se había apoderado de mí la inquietante certeza de que era el único quien me comprendía realmente.

– No me has dicho qué te pasó en las piernas -me recordó Clara.

Le conté de mi intento fracasado en caminar con los ojos cerrados. Expliqué que no había tenido ningún problema para caminar en la oscuridad la noche anterior.

Miró los rasguños y los chipotes en mis piernas y me acarició la cabeza como si fuera Manfredo.

– Anoche no hiciste un proyecto de caminar -afirmó-. Estabas decidida para llegar a la cueva, de modo que tus pies te llevaron ahí automáticamente. Hoy por la tarde trataste de manera consciente de reproducir la caminata de anoche, pero fallaste desastrosamente porque tu mente te estorbó. Reflexionó por un momento antes de agregar: O quizá no estabas escuchando la voz del espíritu, que hubiera podido guiarte con seguridad.

Frunció los labios con un gesto infantil de impaciencia cuando le dije que no había escuchado voces, pero que en ocasiones, en la casa, creía oír extraños susurros, aunque estaba convencida de que sólo era el viento al soplar por el pasillo vacío.

– Quedamos en que no interpretarías literalmente nada de lo que yo te dijera, a menos que yo misma te indicase antes que lo hicieras -me reprendió Clara-. Al vaciar tu almacén estás cambiando tu inventario. Ahora hay espacio para algo nuevo, como caminar en la oscuridad. Por eso pensé que tal vez hubiera lugar también para la voz del espíritu.

Me esforcé tanto por entender lo que Clara estaba diciendo que mi frente debió estar arrugada. Clara se sentó en su silla favorita y pacientemente se puso a explicar lo que quería decir.

– Antes de que llegaras a esta casa, tu inventario no indicaba que los perros pudiesen ser más que perros. Pero entonces conociste a Manfredo y conocerlo te obligó a modificar esa parte de tu inventario. -Sacudió la mano como una italiana y preguntó- ¿Capisce ?

– ¿Quieres decir que Manfredo es la voz del espíritu? -pregunté, atónita.

Clara se rió tan fuerte que apenas pudo hablar.

– No, no es eso exactamente lo que quiero decir. Es algo más abstracto -balbuceó.

Sugirió que sacara mi petate del armario.

– Vamos al patio a sentarnos debajo del zapote -sugirió, al mismo tiempo que sacaba un poco de salvia de un aparador-. El crepúsculo es la mejor hora para tratar de escuchar la voz del espíritu.

Desenrollé mi petate debajo del enorme árbol cubierto de frutos verdes parecidos a duraznos. Clara me masajeó la piel magullada con un poco de salvia. Me dolió terriblemente, pero traté de no quejarme. Cuando hubo terminado, observé que el chipote más grande casi desaparecía. Se recostó, apoyando la espalda en el grueso tronco del árbol.

– Todo tiene una forma -empezó-, pero además de la forma exterior existe una conciencia interior que rige las cosas. Esta conciencia silenciosa es el espíritu. Es una fuerza que abarca todo y que se manifiesta de diferente manera en diferentes cosas. Esta energía se comunica con nosotros.

Me dijo que me quedara calma y serena y que respirara profundamente, porque iba a enseñarme cómo usar mi oído interno.

– Porque es con el oído interno -agregó- que se puede percibir los mandatos del espíritu.

"Cuando respires, deja que la energía escape por tus orejas -prosiguió.

– ¿Cómo hago eso? -pregunté.

– Al exhalar, fija tu atención en los agujeros de tus orejas y usa tu intento y tu concentración para dirigir el flujo.

Observó mis movimientos por un momento, corrigiéndome en el proceso.

– Exhala por la nariz, con la boca cerrada y la punta de la lengua en el paladar -indicó-. Exhala silenciosamente.

Después de tratar de hacerlo varias veces sentí que se me destapaban los oídos y se me despejaban los sinus. Luego me dijo que frotara las palmas de las manos una contra otra hasta ponerlas calientes y que me las colocara encima de las orejas, con las puntas de los dedos casi tocándose en la parte de atrás de la cabeza.

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