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Mi tercera noche en la casa del árbol fue como salir de campamento. Simplemente me metí a la bolsa de dormir, caí en un sueño profundo y me desperté al amanecer. Bajar también fue más fácil. Le había encontrado el modo a manejar las cuerdas y las poleas sin forzar la espalda y los hombros.

– Hoy es el último día de tu fase de transición -anunció Emilito después del desayuno-. Tienes mucho trabajo que hacer. Pero eres relativamente aplicada, así que no será demasiado difícil.

– ¿Qué quiere decir con fase de transición?

– Has pasado por una transición de seis días, desde la última vez que hablaste con Clara hasta ahora. No lo olvides; pasaste seis noches en el árbol, tres sin conocimiento y las otras tres consciente. Los brujos siempre cuentan los acontecimientos en series de tres.

– ¿También yo tengo que hacer las cosas en series de tres? -pregunté.

– Claro que sí. Eres la heredera de Nélida, ¿no? Eres la continuación de su línea. -Esbozó una sonrisa socarrona y agregó-: pero por ahora tienes que hacer lo que yo te diga. Recuerda que, por el tiempo que sea necesario, yo seré tu guía.

Las palabras de Emilito me hicieron tragar saliva. Mientras que había sentido un estremecimiento de orgullo cada vez que Nélida me incluía con ella, no me agradaba en absoluto que el cuidador me relacionara con él.

Al observar mi incomodidad, me aseguró que fuerzas superiores al control de cualquier persona nos habían reunido para cumplir con una tarea específica. Por lo tanto, debíamos respetar las reglas, porque así era como se hacían las cosas en su tradición de brujería.

– Clara preparó tu lado físico al enseñarte a recapitular y aflojó tus compuertas con los pases brujos -explicó-. Mi trabajo consiste en ayudar a solidificar tu doble y luego en enseñarle a acechar.

Me aseguró que nadie más, excepto él, podía enseñarme a acechar con el doble.

– ¿Podría usted explicarme qué significa acechar con el doble? -pregunté.

– Por supuesto que podría explicártelo. Pero no sería prudente hablar de ello, porque acechar significa actuar, no hablar sobre el actuar. Además, ya sabes lo que significa, puesto que lo has practicado.

– ¿Dónde y cuándo lo he practicado?

– La primera noche que dormiste en la casa del árbol -dijo Emilito-; cuando estabas a punto de morir del miedo. Esa vez tu razón no supo cómo manejar la situación, de modo que las circunstancias te obligaron a depender de tu doble. Fue tu doble el que acudió en tu ayuda. Desbordó las compuertas que tu temor había abierto de par en par. Eso lo llamo acechar con el doble.

"El nagual y Nélida son los maestros del doble y te darán los últimos toques -prosiguió-, siempre y cuando yo pueda realizar el trabajo básico. A mí me corresponde prepararte para ellos, al igual que correspondió a Clara prepararte para mí. A menos que yo te prepare, ellos no podrán hacer nada en absoluto contigo.

– ¿Por qué Clara no podía seguir siendo mi maestra? -pregunté, tomando un sorbo de agua.

Me miró y luego parpadeó como un pájaro.

– La regla dicta tener a dos escoltas -indicó Emilito-. Cada uno de nosotros tuvo a dos escoltas. Pero el último no es escolta sino maestro. Y ese es un nagual; eso también lo dicta la regla.

Emilito explicó que el nagual Julián Grau no sólo fue maestro suyo, sino que fue el maestro de cada uno de los dieciséis miembros de la casa. El nagual Julián, junto con su propio maestro, otro nagual llamado Elías Abelar, los encontraron a todos, uno por uno, y les ayudaron en su camino hacia la libertad.

– ¿Por qué los apellidos Grau y Abelar se repiten tanto?

– Son apellidos de poder -explicó Emilito-. Cada generación de brujos los utiliza. El apellido de los naguales cambia cada generación. Eso significa que Juan Miguel Abelar heredó su apellido de Elías Abelar. Pero el nuevo nagual, el que venga después de Juan Miguel Abelar, heredará el apellido Grau de Julián Grau. Esa es la regla de los naguales.

– ¿Por qué dijo Nélida que soy una Abelar?

– Porque eres igual que ella. Y la regla dice que heredarás su apellido o su nombre o, si tú lo deseas, nombre y apellido. Ella misma heredó el nombre y el apellido de su predecesora.

– ¿Quién estableció esa regla y para qué sirve? -pregunté.

– La regla es el código que rige la vida de los brujos y evita, de ese modo, que se vuelvan arbitrarios o caprichosos. Deben adherirse a los preceptos fijados para ellos, porque los estableció el espíritu mismo. Esto fue lo que me dijeron y no tengo motivos para dudarlo.

Emilito me contó que su otra maestra fue una mujer llamada Talía. La describió como la mujer más exquisita que uno pudiese imaginar que existe sobre la faz de la Tierra.

– Creo que Nélida es el ser más exquisito -solté de manera brusca, pero me interrumpí antes de decir más. De otro modo hubiera sonado igual que Emilito, totalmente rendida a una devoción absoluta.

Emilito se inclinó encima de la mesa de la cocina y dijo, con el aire de un conspirador a punto de revelar un secreto:

– Estoy de acuerdo contigo. Pero espera a que Nélida realmente se apodere de ti; entonces la amarás como si no existiese el mañana.

Sus palabras no me sorprendieron, porque atinaban a expresar algo que yo ya sentía; amaba a Nélida, como si la conociese desde siempre. Como si fuese la madre que en realidad nunca tuve. Le dije que para mí era el ser más amable, más bello e impecable que me había encontrado en mi vida, pese al hecho de que hasta hacía unos días ni siquiera sabía que existiese.

– Pero por supuesto que la conocías -protestó Emilito-. Cada uno de nosotros fue a verte y Nélida te veía con mayor frecuencia que nadie. Cuando llegaste con Clara, Nélida ya te había enseñado infinidad de cosas.

– ¿Qué me habrá enseñado? -pregunté, inquieta.

Se rascó la cabeza por un momento.

– Te enseñó, por ejemplo, a evocar a tu doble para pedir consejo -contestó.

– Según usted, eso hice la primera noche en la casa del árbol. Pero no sé qué hice en realidad.

– Claro que sí. Lo has hecho siempre. ¿Qué me dices de tu técnica de mirar el horizonte del Sur en busca de consejo?

En el momento en que lo dijo, algo se me aclaró en la mente. Se me habían olvidado por completo ciertos sueños que tuve a lo largo de los años, en los que una mujer bella y misteriosa solía hablar conmigo y dejarme regalos en la mesa de noche. Una vez soñé que me dejó un anillo de ópalo y en otra ocasión una pulsera de oro con un diminuto dije de corazón. A veces se sentaba en la orilla de mi cama y me decía cosas que al despertar yo comenzaba a hacer, como mirar el horizonte del Sur, vestir ciertos colores o incluso adoptar un peinado más favorecedor.

Cuando me sentía triste o sola, ella me tranquilizaba, me consolaba y me susurraba dulces naderías al oído. Lo que recordaba con mayor claridad fue que decía amarme como yo era. Usaba esas palabras exactamente: "Te amo así como eres." Luego me frotaba la espalda cuando la tenía tensa o me acariciaba la cabeza y me despeinaba. Comprendí que por su causa no quería que mi madre me tocara. No quería que nadie me tocara, excepto esa mujer. Al despertar después de uno de esos sueños, sentía que no me importaba nada en el mundo mientras esa señora me tuviera en su corazón.

Siempre creí que eran fantasías mías. Puesto que había ido a escuelas católicas, incluso pensé que tal vez se me estuviera apareciendo la Santísima Virgen o alguna de las santas. Me habían enseñado que todo lo bueno venía de ellas. En algún momento llegué a pensar que era mi hada madrina, pero ni en mis fantasías más descabelladas pudiese haber creído que ese ser existía en realidad.

– No era la virgen ni una santa, idiota -dijo Emilito, riéndose-. Era nuestra Nélida. Y realmente te dio esas joyas. Las encontrarás en una caja debajo de la plataforma en la casa del árbol. Ella las recibió de su predecesora; ahora te las está pasando a ti.

– ¿Quiere decir que el anillo de ópalo realmente existe? -exclamé.

Emilito asintió con la cabeza.

– Ve a ver por ti misma. Nélida me dijo que te dijera…

Antes de que pudiera terminar la frase, salí disparada de la cocina al frente de la casa. A una extraordinaria velocidad subí a la casa del árbol. Ahí, en una caja de seda escondida debajo de la plataforma, había unas joyas exquisitas. Reconocí el anillo de ópalo con el fuego rojo en su interior y la pulsera de oro con el dije, y también había otros anillos, un reloj de oro y un collar de diamantes. Saqué la pulsera de oro y me la puse, y por primera vez desde que Clara se fue los ojos se me llenaron de lágrimas. Sin embargo, no fueron lágrimas de autocompasión ni de tristeza sino de pura alegría y júbilo. Ahora sabía, fuera de toda duda, que la hermosa mujer no había sido sólo un sueño.

Pronuncié el nombre de Nélida en voz baja y le agradecí todos sus favores a voz en cuello. Prometí cambiar, ser diferente y hacer lo que Emilito me dijera, lo que fuese, con tal de verla y hablar con ella de nuevo.

Cuando bajé, encontré a Emilito de pie a la puerta de la cocina. Le enseñé la pulsera y los anillos y le pregunté cómo era posible que hubiese visto las mismas joyas hacía años en mis sueños.

– Los brujos son seres extremadamente misteriosos -dijo Emilito-; porque la mayor parte del tiempo actúan con la energía de su doble. Nélida es una gran acechadora. Acecha en sus sueños. Su poder es único, a tal grado que no sólo puede transportarse ella misma sino también llevar cosas consigo. De esta manera, te pudo visitar. Y por eso se apellida Abelar. Para nosotros, Abelar significa acechador. Y Grau significa ensoñador. Todos los brujos en esta casa son o ensoñadores o acechadores.

– ¿Cuál es la diferencia, Emilito?

– Los acechadores planean y cumplen sus planes; maquinan, inventan y cambian las cosas estando despiertos o en sueños. Los ensoñadores avanzan sin plan ni pensamiento alguno; se clavan en la realidad del mundo o en la realidad de los ensueños.

– Todo esto me resulta incomprensible, Emilito -dije, examinando el anillo de ópalo bajo la luz.

– Te estoy guiando para que lo puedas entender -replicó Emilito-. Y para ayudarme a guiarte tienes que hacer lo que te indique: todo lo que yo te diga, haga o recomiende que hagas es o la copia exacta de lo que me dijeron mis dos maestros o se basa en lo que ellos me dijeron -se me acercó un poco-. Posiblemente no lo creas -susurró-, pero tú y yo básicamente somos parecidos.

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