Tardé un momento en asimilar el impacto de haber descubierto que mi vida eran tan vacía y estéril como ese desierto. Había roto relaciones con mi familia y no tenía una familia propia. Ni siquiera había expectativas para mi futuro. No tenía trabajo. Por un tiempo viví de la pequeña herencia recibida de la tía cuyo nombre portaba, pero este ingreso se había agotado. Me encontraba completamente sola en el mundo. La vastedad que se extendía a mi alrededor, severa e indiferente, despertó en mi interior un avasallador sentimiento de autocompasión. Sentí necesidad de un alma amiga, de alguien que rompiera con la soledad de mi vida.
Sabía que sería absurdo aceptar la invitación de Clara y lanzarme de cabeza a una situación desconocida que sería incapaz de controlar, pero algo en la franqueza de su manera de ser y en su vitalidad física despertaron en mí una inmensa curiosidad y un gran respeto hacia ella. Me di cuenta de que admiraba e incluso envidiaba su belleza y fuerza. Me pareció una mujer sumamente llamativa y fuerte, independiente, confiada e indiferente, pero no dura ni carente de humor. Poseía justo las cualidades que siempre había anhelado para mí misma. Y más que ninguna otra cosa, su presencia parecía disipar mi aridez. Hacía vibrar el espacio a su alrededor, lo colmaba de energía y de posibilidades sin límite.
Con todo, yo tenía la costumbre inflexible de no aceptar invitaciones a la casa de nadie, mucho menos de alguien a quien acababa de conocer en la soledad del desierto. Tenía un pequeño departamento en Tucson y aceptar invitaciones, en mi opinión, me obligaba a corresponder, a lo cual no estaba dispuesta. Por un momento me quedé inmóvil, sin saber qué camino tomar.
– Por favor di que sí -me instó Clara-. Significaría mucho para mí.
– Bien, supongo que sí podría ir a tu casa -repliqué sin convicción alguna, queriendo decir lo opuesto.
Me miró, regocijada. Disfracé el pánico que me nació de inmediato con un despliegue de buen humor que estaba lejos de sentir.
– Me servirá cambiar de ambiente -afirmé-. ¡Será como una aventura!
Inclinó la cabeza en señal de aprobación.
– No te arrepentirás -declaró, con una confianza que ayudó a disipar mis dudas-. Podremos practicar artes marciales juntas.
Efectuó unos cuantos movimientos rápidos con la mano, con gracia y fuerza al mismo tiempo. Me pareció incongruente que esa mujer robusta pudiese ser tan ágil.
– ¿Qué estilo específico de artes marciales estudiaste? -pregunté al notar que con facilidad adoptaba la posición del combate con lanza larga.
– En el Oriente estudié todos los estilos y ninguno en particular -replicó, insinuando apenas una sonrisa-. Con mucho gusto te los mostraré cuando estemos en mi casa.
Recorrimos el resto del camino en silencio. Al llegar al sitio donde estaban estacionados los coches, guardé mis cosas en la cajuela y esperé a que Clara dijera algo.
– Bien, vámonos -dijo-. Yo iré adelante. ¿Manejas rápido o lento, Taisha?
– Como una tortuga.
– Yo también. La vida en China me curó de las prisas.
– ¿Puedo hacerte una pregunta sobre China, Clara?
– Por supuesto. Ya te dije que puedes preguntar lo que quieras sin necesidad de pedir permiso.
– Debes haber viajado a China antes de la Segunda Guerra Mundial, ¿verdad?
– Oh, sí. Estuve ahí hace una eternidad. Me imagino que tú no habrás viajado nunca a la China continental.
– No. Sólo estuve en Taiwan y en Japón.
– Las cosas eran distintas antes de la guerra, por supuesto -dijo Clara, pensativa-. El lazo con el pasado aún estaba intacto. Ahora todo se ha roto.
No sé por qué me dio miedo preguntarle a qué se refería. En cambio, pregunté cuánto tardaríamos en llegar a su casa. Clara se mostró inquietantemente vaga al respecto; sólo me advirtió que me preparase para un viaje arduo. Enseguida su tono se suavizó, y agregó que mi valor la complacía sobremanera.
– Acompañar con esta facilidad a una desconocida es una imprudencia total -indicó- o bien, una muestra de gran audacia.
– Por lo común soy muy cautelosa -expliqué-, pero ahora ni me reconozco.
Era la verdad, y entre más pensaba en mi inexplicable comportamiento, más se intensificaba mi desazón.
– Cuéntame un poco más acerca de ti -pidió amablemente. Como para tranquilizarme, se acercó hasta la portezuela de mi coche.
De nueva cuenta comencé a revelar información verídica sobre mí.
– Mi madre es húngara, pero proviene de una vieja familia austríaca -indiqué-. Conoció a mi padre en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los dos trabajaban en un hospital de campaña. Después de la guerra se mudaron a los Estados Unidos y luego fueron a Sudáfrica.
– ¿Por qué a Sudáfrica?
– Mi madre quería ver a unos parientes que vivían ahí.
– ¿Tienes hermanos o hermanas?
– Tengo dos hermanos que se llevan un año. El mayor tiene veintiséis ahora.
Tenía los ojos fijos en mí. Con una facilidad sin precedentes me desahogué de sentimientos dolorosos que había reprimido siempre. Le conté que mi infancia fue muy solitaria. Mis hermanos no me hicieron caso nunca, porque era niña. De chica solían atarme con una cuerda y engancharme a un poste, como un perro, mientras ellos corrían y jugaban fútbol en todo el patio. A mí sólo me quedaba jalar de la cuerda y ver cómo se divertían. Después, cuando ya era más grande, me ponía a correr tras ellos. No obstante, para entonces ambos tenían bicicleta y siempre me quedaba atrás. Cuando me quejaba con mi madre, su respuesta habitual era que así son los niños y que yo debía jugar con muñecas y ayudar en la casa.
– Tu madre te educó a la tradicional manera europea -señaló Clara.
– Ya lo sé, pero eso no me sirve de consuelo.
Una vez empezando, no parecía haber manera de dejar de hablar acerca de mi vida. Le conté que yo tenía que quedarme en casa, mientras mis hermanos se iban de viaje y después a la escuela. Deseaba vivir las mismas aventuras que ellos, pero según mi madre las niñas debíamos aprender a tender camas y a planchar la ropa. "Es aventura suficiente cuidar a una familia -solía decir-. Las mujeres nacemos para obedecer." Estaba al borde de las lágrimas cuando le conté a Clara que, desde que tenía uso de razón, debía servir a tres amos: mi padre y mis dos hermanos.
– Suena bastante pesado -comentó.
– Era horrible. Me fui de casa para alejarme lo más posible de ellos -expliqué-. Y también para vivir aventuras. Sin embargo, hasta ahora no he conocido mucha diversión ni grandes emociones. Supongo que simplemente no fui criada para vivir una vida feliz y despreocupada.
Describir mi vida a una completa desconocida me provocó un estado de extrema ansiedad. Me callé y miré a Clara, en espera de una reacción que aliviara mi ansiedad o bien la incrementara al punto de hacerme cambiar de opinión y no acompañarla después de todo.
– Bueno, al parecer sólo hay una cosa que sabes hacer muy bien y no veo por qué no habrías de aprovecharla al máximo -declaró.
Pensé que se refería a mi talento para dibujar o pintar, pero agregó, para mi total mortificación:
– Lo único que sabes hacer bien es sentir lástima por ti misma.
Apreté los dedos en el tirador de la portezuela.
– No es cierto -protesté-. ¿Quién te crees para decirme eso?
Rompió a reír y meneó la cabeza.
– Tú y yo somos muy parecidas -indicó-. Nos enseñaron a ser pasivas, serviles y a adaptarnos a las circunstancias, pero por dentro estamos hirviendo. Somos como un volcán a punto de hacer erupción, y lo que aumenta nuestra frustración aún más es el hecho de no tener sueños o expectativas, excepto el de conocer algún día al hombre perfecto que nos rescatará de nuestra infelicidad.
Me dejó sin habla.
– ¿Y bien? ¿Tengo razón? ¿Tengo razón? -preguntó una y otra vez-. Sé sincera. ¿Tengo razón o no?
Apreté los puños, dispuesta a insultarla. Clara esbozó una sonrisa cálida. Emanaba tal vigor y bienestar que no sentí necesidad de mentir o de ocultar mis sentimientos.
– Sí, diste justo en el clavo -admití.
Tuve que aceptar que sólo otorgaba sentido a mi monótona existencia, además de mi trabajo artístico, la vaga esperanza de algún día conocer a un hombre que me comprendiera y supiera apreciar que era una persona especial.
– A lo mejor tu vida va a cambiar y engrandecer -afirmó en tono promisorio.
Se subió a su coche y con la mano me señaló que la siguiera. En ese momento me di cuenta de que Clara no me había preguntado si llevaba pasaporte, ropa o dinero suficientes, o si tenía otras obligaciones. El hecho no me asustó ni me desalentó. No sé por qué, pero al soltar el freno de mano y ponerme en movimiento, estaba segura de haber tomado la decisión correcta. Quizá mi vida iba a cambiar después de todo.