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Transcurrieron semanas, luego meses. En realidad no ponía atención a las fechas ni al paso del tiempo. Clara, Manfredo y yo vivíamos en perfecta armonía. Clara dejó de insultarme, o quizá fui yo la que dejé de sentirme ofendida. Dedicaba todo mi tiempo a recapitular y a practicar kung fu con Clara y con Manfredo, quien con sus cuarenta y cinco kilogramos de puro hueso y músculo era un adversario sumamente peligroso. Estaba segura de que una embestida de su cabeza equivalía al golpe de un boxeador profesional.

Sólo me preocupaba una contradicción que me resultaba difícil de resolver. Mientras Clara sostenía que mi energía estaba aumentando, sin lugar a dudas, puesto que ahora podía conversar con Manfredo, yo estaba convencida de lo contrario: paulatinamente me estaba volviendo loca.

Siempre que Manfredo y yo nos encontrábamos a solas, un lazo de afecto indescriptible se posesionaba de mí. De hecho lo adoraba. Y este sentimiento ciego de amor tendió un puente entre nosotros, de modo que a veces él podía trasmitirme sus pensamientos y estados de ánimo. Averigüé que los sentimientos de Manfredo eran simples y directos, como los de un niño. Experimentaba felicidad, inquietud, orgullo de cualquier logro y miedo de todo, que de manera instantánea se transformaba en ira. No obstante, los rasgos que más admiraba en él eran su valor y su capacidad para la compasión. Percibí que de hecho le tenía lástima a Clara por parecer sapo. En cuanto a su valor, Manfredo era único. Su valor era propio de una conciencia evolucionada y enterada de su encarcelamiento. Desde mi punto de vista, Manfredo era más solitario de lo que cualquiera pudiese concebir. Y, de no poseer ese valor sin igual, nadie hubiera podido encarar esa soledad forzosa de la manera en que él lo hacía.

Una tarde, al volver de la cueva, me senté a descansar a la sombra del zapote. Manfredo se me acercó, se acostó en mis tobillos y se durmió en el acto. Al escucharlo roncar y sentir su peso tibio sobre mis pies, también me dio sueño. Debí dormirme, porque de repente desperté de un sueño en el que discutía con mi madre acerca de las ventajas de no guardar los cubiertos después de lavarlos. El señor Abelar me estaba mirando fijamente con ojos feroces y fríos. Su mirada, la postura de su cuerpo, sus rasgos perfectamente cincelados y su concentración me causaron la impresión definitiva de que era un águila. Me llenó de admiración y temor.

– ¿Qué pasó? -pregunté. La temperatura y la luz habían cambiado. Estaba a punto de oscurecer; las sombras del crepúsculo cubrían el patio.

– Lo que pasó es que Manfredo se apoderó de ti y se está alimentando de tu energía como loco -dijo con una amplia sonrisa-. Me hizo lo mismo a mí. Parece existir una verdadera afinidad entre ustedes dos. Trata de decirle sapito y a ver si se enoja.

– No, no puedo hacer eso -dije, pasando los dedos por la cabeza de Manfredo-. Él es hermoso y solitario y no se parece en nada a un s-a-p-o.

Me pareció absurdo deletrear la palabra, pero algo dentro de mí no quiso correr el riesgo de ofender a Manfredo.

– Los sapos también son hermosos y solitarios -dijo el señor Abelar con cierto brillo en los ojos.

Impulsada por una repentina curiosidad, me incliné sobre Manfredo y le susurré al oído:

– Sapito -animada sólo por los mejores sentimientos. Manfredo bostezó, como si mi empatía lo aburriese.

El señor Abelar se rió.

– Entremos a la casa -indicó- antes de que Manfredo agote toda tu energía. Además, hace más calor adentro.

Quité a Manfredo de mis piernas y seguí al señor Abelar al interior de la casa. Me senté de manera muy formal en la sala, muy consciente de encontrarme a solas con un hombre en una casa oscura y vacía. Prendió la lámpara de gasolina, se sentó en el sofá, a una distancia decente de mí, y dijo:

– Tengo entendido que querías hacerme unas preguntas. Ahora es un buen momento, así que adelante. Hazlas.

Por un instante mi mente se puso en blanco. Hallarme de manera tan directa frente a su intensa mirada me hizo perder la compostura. Por fin pude preguntar:

– ¿Qué me pasó la noche en que lo conocí, señor Abelar? Clara opinó que no podía darme una explicación adecuada y yo no recuerdo mucho esa noche.

– Tu doble se hizo cargo -indicó con tono prosaico-. Y perdiste el control sobre tu yo cotidiano.

– ¿Qué quiere decir con que perdí el control? -pregunté, preocupada-. ¿Hice algo indebido?

– Nada que no pudieras contarle a tu madre -contestó con una risita. Sus ojos centelleaban, llenos de picardía-. En serio, Taisha, lo único que hiciste fue extender tu red luminosa lo más lejos posible. Aprendiste a descansar sobre esa hamaca invisible que de hecho forma parte de ti. Algún día, conforme adquieras más experiencia, tal vez comiences a usar sus líneas para mover y alterar las cosas.

– ¿El doble se encuentra adentro o afuera del cuerpo físico? -pregunté-. Esa noche tuve la impresión de que, por un momento, algo que estaba claramente afuera de mí, se hizo cargo.

– Está en los dos lugares -indicó el señor Abelar-. Se encuentra dentro y fuera del cuerpo físico al mismo tiempo. ¿Cómo te lo diré? A fin de dominarlo, la parte de él que está afuera, flotando libremente, debe enlazarse con la energía alojada dentro del cuerpo físico. Se sostiene y guía la fuerza externa mediante una firme concentración, mientras que la energía interna se libera abriendo unas misteriosas compuertas en el cuerpo y alrededor de él. Cuando se juntan las dos partes, la fuerza producida le permite a uno realizar hazañas inconcebibles.

– ¿Dónde están esas misteriosas compuertas a las que usted se refiere? -pregunté, incapaz de mirarlo directamente a los ojos.

– Algunas se encuentran cerca de la piel, otras están profundamente metidas en el interior del cuerpo -replicó el señor Abelar-. Hay siete compuertas principales. Cuando se encuentran cerradas, nuestra energía interior permanece atrapada dentro del cuerpo físico. La presencia del doble es tan sutil en nuestro interior que podemos llegar al fin de nuestras vidas sin haber sabido nunca que está ahí. Para liberarlo hay que abrir las compuertas, lo cual se hace por medio de la recapitulación y de los ejercicios de respiración que Clara te ha enseñado.

El señor Abelar me prometió que él mismo me guiaría para abrir deliberadamente la primera compuerta, después de haber conseguido efectuar el vuelo abstracto. Recalcó que a fin de abrir las compuertas es necesario un cambio total de actitud, puesto que nuestra idea preconcebida de que somos sólidos es lo que mantiene encerrado al doble, más que la estructura física del cuerpo mismo.

– ¿No podría describirme dónde están las compuertas, para que yo misma las pueda abrir?

Me miró y meneó la cabeza.

– Manipular al azar el poder que se encuentra detrás de las compuertas sería imprudente y peligroso -advirtió-. El doble debe ser liberado de manera gradual y armoniosa. Un requisito para esto es el celibato.

– ¿Por qué es tan importante el celibato? -pregunté.

– ¿No te contó Clara acerca de los gusanos luminosos que los hombres dejan en el cuerpo de las mujeres?

– Si -contesté, incómoda y avergonzada-. Pero debo confesar que en realidad no le creí.

– Eso fue un error -dijo, molesto-. De no efectuar primero una minuciosa recapitulación, literalmente estarías metiéndote en camisa de once varas. Relaciones sexuales a estas alturas sólo avivarían el fuego.

Se rió con ganas, haciéndome sentir ridícula.

– Hablando en serio, ahorrar la energía sexual es el primer paso en el viaje hacia el cuerpo etéreo, el viaje hacia la conciencia y la libertad total.

Justo en ese momento, Clara entró a la sala vestida con un caftán blanco y suelto que le daba el aspecto de un enorme sapo. Empecé a reírme disimuladamente por mi pensamiento irrespetuoso y miré al señor Abelar; hubiera jurado que estaba pensando lo mismo. Clara se sentó en el sillón y nos sonrió de tal manera que me sentí tremendamente incómoda en el sofá.

– ¿Ya llegaron al tema de las compuertas? -preguntó al señor Abelar con curiosidad-. ¿Es por eso que Taisha está apretando los muslos tan fuertemente?

El señor Abelar asintió con la cabeza, totalmente serio.

– Estaba a punto de decirle que una enorme compuerta se encuentra en los órganos sexuales. Pero no creo que entienda a qué me refiero. Todavía tiene un montón de ideas erróneas al respecto.

– Eso es muy cierto -asintió Clara, guiñándome el ojo.

De manera simultánea soltaron tales risotadas que me sentí completamente desairada. Tomé a mal que se rieran y hablaran de mi como si no estuviese presente. Estaba a punto de decirles que no me entendían en absoluto, cuando Clara volvió a hablar, dirigiéndose ahora a mí.

– ¿Entiendes por qué te estamos recomendando el celibato? -preguntó.

– Para viajar hacia la libertad -contesté, repitiendo las palabras del señor Abelar.

Con audacia pregunté a Clara si ella y el señor Abelar eran célibes o si sólo recomendaban una conducta que no estaban dispuestos a observar ellos mismos.

– Ya te dije que no somos marido y mujer -replicó Clara, sin turbarse en lo más mínimo-. Somos unos brujos interesados en el poder, en reunir energía, no en perderla.

Me volví hacia el señor Abelar y le pregunté si en verdad era brujo y qué implicaba tal condición. No contestó sino miró a Clara, como si estuviera pidiéndole permiso para revelar algo. Clara inclinó la cabeza en una señal casi imperceptible de asentimiento.

– No me agrada la palabra "brujo" -indicó él-, porque connota creencias y acciones que no forman parte de lo que hacemos.

– ¿Qué hacen exactamente? -pregunté-. Clara dijo que sólo usted podía explicármelo.

El señor Abelar enderezó la espalda y me dirigió una mirada aterradora que me obligó a ponerme muy atenta.

– Formamos un grupo de dieciséis personas, incluyéndome a mí, y un ser, que es Manfredo -empezó, con gran formalidad-. Diez de estas personas son mujeres. Todos hacemos lo mismo: dedicamos nuestras vidas al desarrollo de nuestro doble. Usamos nuestros cuerpos etéreos para desafiar muchas de las leyes naturales del mundo físico. Si eso significa ser brujo, entonces todos somos brujos. Si no es así, entonces no lo somos. ¿Ayuda eso a aclararte las cosas?

– Puesto que me están instruyendo en el manejo del doble, ¿seré yo bruja también? -pregunté.

– No lo sé -replicó, examinándome en forma curiosa-. Todo depende de ti. Siempre depende, individualmente, de cada uno de nosotros si cumplimos con nuestro destino o lo estropeamos.

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