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– ¡Manfredo es un brujo de la antigüedad! -exclamé con verdadero asombro, olvidándome de que no la había hecho partícipe de mis especulaciones mentales.

Clara me miró, como dudando de mi cordura, y luego se echó a reír con tal fuerza que se acabó toda posibilidad de conversación. Escuché ladrar a Manfredo, como si también estuviera riéndose. Lo más extraño fue que hubiera jurado, o bien que la risa de Clara tenía eco, o que alguien escondido a la vuelta de la casa también se estaba riendo.

Me sentía como una verdadera imbécil. Clara no quiso oír los detalles acerca de la luz reflejada en los ojos de Manfredo.

– Te dije que eras lenta y no muy inteligente, pero no me creíste -me reprendió-. Pero no te preocupes, ninguno de nosotros es muy inteligente. Toda la raza humana somos unos monos arrogantes y de muy lenta comprensión.

Me dio un coscorrón para subrayar su afirmación. No me gustó que me llamara una mona estúpida y arrogante, pero aún estaba tan emocionada con mi descubrimiento que dejé pasar su comentario.

– El nagual tiene muchas otras razones para darte esos cristales -continuó Clara-, pero tendrá que explicártelas él mismo. Lo único que sé con certeza es que tendrás que hacerles un estuche.

– ¿Qué clase de estuche?

– Una funda hecha del material que creas conveniente. Puedes usar gamuza, fieltro o un pedazo de colcha, o incluso madera, si eso quieres usar.

– ¿Qué clase de estuche hiciste para los tuyos, Clara?

– Yo no recibí cristales -dijo-, pero los llegué a manejar en mi juventud.

– Hablas de ti misma como si fueras vieja. Entre más te trato, más joven te ves.

– Eso se debe a que hago muchos pases brujos a fin de crear esa ilusión -replicó, riéndose con abandono infantil-. Los brujos creamos ilusiones. Mira a Manfredo.

Al escuchar su nombre, Manfredo sacó la cabeza de detrás del árbol y nos miró fijamente. Tuve la extraña impresión de que sabía que estábamos hablando de él y no quería perderse ni una palabra.

– ¿Qué tiene Manfredo? -pregunté, bajando la voz automáticamente.

– Uno juraría que es perro -susurró Clara-. Pero eso se debe a su poder para crear esa ilusión -me dio un empujoncito y me guiñó el ojo con aire conspirador-. Sabes, tienes toda la razón, Taisha. Manfredo no es de ningún modo un perro.

No entendí si quería que asintiera por causa de Manfredo, quien se había incorporado y definitivamente estaba escuchando cada palabra que decíamos, o si realmente creía lo que estaba diciendo, o sea, que Manfredo no era un perro. Antes de que pudiese determinar de qué se trataba, un agudo sonido desde el interior de la casa impulsó a Clara y a Manfredo a saltar de sus lugares y salir corriendo en esa dirección. Empecé a seguirlos, pero Clara se volvió hacia mí e indicó bruscamente:

– Quédate donde estás. Regresaré en un momento.

Entró corriendo a la casa, con Manfredo pisándole los talones.

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