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Encontré un plato de tamales en la mesa de la cocina. Sabía que Emilito los había preparado, pero no lo veía por ninguna parte. Me serví agua en mi taza y me acabé los tamales, esperando que el cuidador ya hubiera desayunado.

Después de lavar el plato me puse a trabajar en el huerto, pero me cansé pronto. Preparé un nido con hojas debajo de un árbol, como Clara me lo había enseñado, y me senté en él para descansar. Por un rato observé las ramas oscilantes del árbol delante de mí. El movimiento de las ramas me hizo regresar a mi infancia. Debí tener unos cuatro o cinco años de edad; sujetaba un puñado de ramas de sauce. No lo estaba recordando solamente; de hecho me encontraba ahí. Los pies me colgaban, rozando apenas el suelo. Me estaba columpiando. Lanzaba gritos de placer mientras mis hermanos se turnaban para empujarme. Luego ellos saltaron para agarrar unas ramas más altas; subieron las rodillas para columpiarse, bajando los pies sólo a fin de empujarse en el suelo y cobrar impulso para columpiarse de nuevo.

En cuanto la escena llegó a su fin, inhalé todo lo que había revivido: la alegría, la risa, los sonidos, los sentimientos que tenía por mis hermanos. Barrí el pasado con un movimiento giratorio de la cabeza. Gradualmente se me pusieron pesados los párpados. Me repantigué sobre el nido de hojas y caí en un profundo sueño.

Me despertó algo duro que me picaba las costillas. El cuidador me estaba empujando con un bastón.

– Despierta, ya es de tarde -dijo-. ¿No dormiste bien en la casa del árbol anoche?

En el momento en que abrí los ojos, un rayo de luz encendió la copa del árbol con tonos anaranjados. La cara del cuidador también se iluminó con un brillo sobrecogedor que le daba un aspecto siniestro. Vestía los mismos overoles azules del día anterior y llevaba tres calabazas atadas al cinturón. Me incorporé y observé cómo extraía cuidadosamente el tapón de la calabaza más grande, se la llevaba a la boca y tomaba un trago. Luego produjo un chasquido de satisfacción con los labios.

– ¿No dormiste bien anoche? -repitió, mirándome con curiosidad.

– Para qué le digo nada -gemí-. Sinceramente fue una de las peores noches de mi vida.

Un torrente de quejas lastimeras empezó a brotar de mí. Me interrumpí, horrorizada, al darme cuenta de que sonaba igual que mi madre. Siempre que le preguntaba cómo había dormido, daba un discurso de descontento semejante. La odiaba por ello, ¡y ahora yo estaba haciendo lo mismo!

– Por favor, Emilito, perdone mi arranque mezquino -dije-. Es cierto que no pegué el ojo, pero estoy bien.

– Te escuché aullar como alma que lleva el diablo -se aventuró a comentar-. Pensé que tenías pesadillas o que te estabas cayendo del árbol.

– Creí que me estaba cayendo del árbol -indiqué, deseosa de su compasión-. Casi me muero del miedo. Pero luego sucedió algo extraño y pude pasar la noche.

– ¿Qué cosa extraña sucedió? -preguntó con curiosidad, sentándose en el suelo a poca distancia de mí.

No tenía motivos para ocultárselo, de modo que describí los sucesos de la noche con el mayor detalle posible, culminando con la luz que llegó a salvarme. Emilito me escuchó con auténtico interés, asintiendo con la cabeza en los momentos justos, como si conociera los sentimientos que estaba describiendo.

– Me da mucho gusto oír que dispones de tantos recursos -afirmó-. Realmente no pensé que soportarías la noche. Creí que te desmayarías. A lo que todo esto se reduce es a que no estás tan mal como me lo habían dicho.

– ¿Quién dijo que estaba mal?

– Nélida y el nagual. Me dejaron instrucciones específicas para no interferir con tu curación. Por eso no salí a ayudarte anoche, pero tuve muchas ganas de hacerlo, aunque sólo fuese para lograr un poco de paz y tranquilidad.

Tomó otro trago de su calabaza.

– ¿Quieres un trago? -me ofreció, alargándola hacia mí.

– ¿Qué tiene ahí? -pregunté, pensando que tal vez era alcohol. En ese caso, me hubiera gustado un trago.

Vaciló por un momento antes de voltear la calabaza de cabeza y sacudirla fuertemente unas cuantas veces.

– Está vacía -exclamé-. Me quería engañar.

Meneó la cabeza.

– Sólo parece estar vacía -replicó-, pero en realidad está llena hasta el borde de la bebida más extraña de todas. Ahora bien, ¿quieres o no quieres beber de ella?

– No lo sé -contesté. Por un instante, me pregunté si estaría jugando conmigo. Con sus overoles azules perfectamente planchados y las calabazas atadas al cinturón, parecía haberse escapado de un manicomio.

Se encogió de hombros y me miró con los ojos muy abiertos. Observé cómo tapaba la calabaza de nuevo y se la amarraba firmemente al cinturón con una delgada correa de cuero.

– Está bien, deja tomar un traguito -dije, impulsada por la curiosidad y la repentina urgencia de descubrir su juego.

Volvió a destapar la calabaza y me la pasó. La sacudí y me asomé al interior. En efecto estaba vacía. No obstante, cuando me la acerqué a los labios recibí una sensación oral muy extraña. Lo que se vertió en mi boca era de algún modo líquido, pero no se parecía en nada al agua. Se trataba, más bien, de una presión seca, casi amarga, que me sofocó por un instante y luego me inundó la garganta y todo el cuerpo de una fresca calidez.

Se me ocurrió que la calabaza tal vez contenía un fino polvo que se había introducido en mi boca. Para averiguar si era cierto, la sacudí sobre la palma de mi mano, pero no salió nada.

– La calabaza no contiene nada que los ojos puedan ver -dijo el cuidador al notar mi asombro.

Tomé otro trago imaginario y me estremecí tanto que casi perdí los zapatos. Algo eléctrico fluyó por todo mi cuerpo y me puso a hormiguear los dedos de los pies. El hormigueo subió por mis piernas hasta mi columna, como un rayo, y cuando penetró en mi cabeza casi perdí el conocimiento.

El cuidador se puso a dar de brincos, riéndose como para celebrar una broma. Apoyé las manos en el suelo para estabilizarme. Cuando más o menos hube recobrado el equilibrio lo confronté, enfadada.

– ¿Qué diablos hay en esta calabaza? -pregunté con brusquedad.

– Lo que contiene se llama intento -dijo con voz seria-. Clara te platicó un poco al respecto. Ahora me corresponde a mí platicarte un poco más.

– ¿Qué quiere decir con que ahora le corresponde a usted, Emilito?

– Quiero decir que soy tu nuevo maestro. Clara hizo parte del trabajo y yo debo terminarlo.

Mi primera reacción simplemente fue no creerle. Él mismo había dicho que sólo era un empleado y que no formaba parte del grupo. Evidentemente se trataba de una broma y no iba a dejarme engañar por otro truco suyo.

– Sólo me está tomando el pelo, Emilito -dije, obligándome a reír.

– Ahora sí lo estoy haciendo -contestó, dio un paso hacia mí y en efecto me jaló el pelo.

Antes de que pudiera ponerme de pie, celebró su propia broma jalándome otra vez el pelo. Estaba tan animado que se puso a brincar en cuclillas como un conejo, riéndose con espíritu juguetón.

– ¿No te gusta que tu maestro te tome el pelo? -preguntó, riéndose.

No me gustaba que me tocara, punto. Y mucho menos el pelo. No me había gustado tampoco que Clara me tocara. Empecé a dar vueltas a la idea de por qué no me agradaba que me tocasen. Pese a que había recapitulado todos mis encuentros con las personas, mis sentimientos con respecto al contacto físico seguían siendo tan fuertes como siempre. Guardé el problema en mi memoria para un futuro examen, puesto que el cuidador se había calmado y comenzaba a explicar algo que exigía toda mi atención.

– Soy tu maestro -lo escuché decir-. Además de Clara, Nélida y el nagual, me tienes a mí para guiarte.

– Es usted una fuente de pura información falsa, eso es lo que es -repliqué bruscamente-. Usted mismo me dijo que sólo es un cuidador a sueldo. Entonces, ¿de qué se trata todo esto de ser mi maestro?

– Es cierto. Realmente soy tu otro maestro -indicó seriamente.

– ¿Qué demonios puede usted enseñarme? -grité; la idea me suscitaba una aversión descomunal.

– Lo que debo enseñarte se llama acechar con el doble -dijo, parpadeando como un pájaro.

– ¿Dónde están Clara y Nélida? -pregunté en un tono imperioso.

– Se fueron. Así lo dice Nélida en su recado, ¿no?

– Sé que se fueron, pero ¿a dónde fueron exactamente?

– Oh, fueron a la India -contestó con una sonrisa que parecía traslucir el desagradable deseo de echarse a reír.

– Entonces no regresarán por meses -dije con rencor.

– Cierto. Tú y yo estamos solos. Ni siquiera el perro está aquí. Cuentas, por lo tanto, con dos opciones. Puedes empacar tus mugres e irte o puedes quedarte aquí conmigo y ponerte a trabajar. No te recomiendo lo primero, porque no tienes adónde ir.

– No tengo la intención de irme -le informé-. Nélida me dejó a cargo del cuidado de la casa y eso es lo que voy a hacer.

– Bien. Me da gusto que hayas decidido seguir el intento de los brujos -dijo.

Debió ser obvio que no lo entendía, y explicó que el intento de los brujos se distingue del de las personas comunes y corrientes en el sentido de que los brujos han aprendido a enfocar su atención con una fuerza y precisión infinitamente mayores que aquéllas.

– Si usted es mi maestro, ¿puede darme un ejemplo concreto para ilustrar a qué se refiere? -pregunté, mirándolo fijamente.

Reflexionó por un momento, mirando a su alrededor. Entonces se le iluminó el rostro y señaló la casa.

– Esta casa es un buen ejemplo -afirmó-. Es el resultado del intento de un sinnúmero de brujos, quienes acumularon energía y la amalgamaron a lo largo de muchas generaciones. A estas alturas, la casa ya no es sólo una estructura física sino un fabuloso campo de energía. El edificio mismo podría ser destruido diez veces seguidas, lo cual ha sucedido, pero la esencia del intento de los brujos sigue intacta, porque es indestructible.

– ¿Qué pasa si los brujos quieren irse? -pregunté-. ¿Queda su poder atrapado aquí para siempre?

– Si el espíritu les indica que se vayan -contestó Emilito-, son capaces de retirar el intento del sitio donde la casa se encuentra ahora y colocarlo en otro lugar.

– Debo admitir que la casa da miedo -afirmé, y le conté cómo se había resistido a dejarse fijar por mis medidas y cálculos detallados.

– Lo que hace que la casa dé miedo no es la disposición de los cuartos, las paredes o los patios -comentó el cuidador-, sino el intento que las generaciones de brujos han vertido en ella. Dicho de otra manera, el misterio de esta casa es la historia de los innumerables brujos cuyo intento colaboró en su construcción. Verás, no sólo enfocaron su intento en ella sino que la construyeron ellos mismos, ladrillo por ladrillo, piedra por piedra. Incluso tú has aportado tu intento y trabajo.

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