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Después de manejar continuamente por más de tres horas, nos detuvimos a comer en la ciudad de Guaymas. Mientras esperaba que llegara la comida, eché un vistazo a la estrecha calle que bordeaba la bahía. Un grupo de muchachos sin camisas pateaba una pelota; más allá, unos obreros colocaban ladrillos en una obra; otros más tomaban su descanso de mediodía bebiendo refrescos de botella, apoyados en unos montones de sacos de cemento sin abrir. No pude menos que pensar que en México todo parecía más ruidoso y polvoriento.

– En este restaurante sirven un caldo de tortuga exquisito -dijo Clara, recuperando mi atención.

Justo en ese momento una sonriente mesera, dueña de un diente incisivo de color plateado, colocó dos tazones del caldo en la mesa. Clara intercambió unas palabras cordiales con ella en español, antes de que la mesera se apurara a atender a otros clientes.

– No he probado nunca el caldo de tortuga -comenté al tomar una cuchara y examinarla para ver si estaba limpia.

– Te espera un verdadero agasajo -replicó Clara, observando cómo limpiaba la cuchara con una servilleta de papel.

Con renuencia probé una cucharada de caldo. Los trocitos de carne blanca que flotaban en una cremosa base de jitomate en efecto eran deliciosos.

Tomé varias cucharadas de caldo antes de preguntar:

– ¿De dónde sacan las tortugas?

Clara señaló por la ventana.

– De esta bahía.

Un apuesto hombre de edad madura que estaba sentado a la mesa al lado de la nuestra volvió hacia mí y me guiñó el ojo. Su gesto me pareció más un intento por hacerse el gracioso que una insinuación sexual. Se inclinó hacia mí, como si le hubiéramos dirigido la palabra.

– La tortuga que está comiendo ahora era muy grande -dijo en inglés, con un marcado acento.

Clara me miró y alzó las cejas, como si no pudiera creer tanta audacia por parte de un desconocido.

– Esta tortuga era tan grande que alimentaría a una docena de personas hambrientas -prosiguió el hombre-. Las atrapan en el mar. Se requiere varios hombres para agarrar a una sola.

– Supongo que las arponean como a las ballenas -comenté.

El hombre hábilmente acercó su silla a nuestra mesa.

– No, creo que usan grandes redes -afirmó-. Luego las aporrean hasta dejarlas inconscientes, antes de abrirles los vientres. Así la carne no se pone demasiado dura.

Mi apetito se esfumó. Lo último que deseaba era que un agresivo e insensible desconocido se pasara a nuestra mesa, pero no sabía cómo manejar la situación.

– A propósito de comida, Guaymas tiene fama por sus camarones gigantes -continuó el hombre con una sonrisa cautivadora-. Permítanme pedirles unos.

– Ya lo hice -replicó Clara bruscamente.

En ese momento regresó nuestra mesera, cargando un plato rebosante de los camarones más grandes que había visto en mi vida. Hubieran bastado para un banquete y definitivamente era mucho más de lo que Clara y yo podríamos comer, por mucha hambre que tuviésemos.

Nuestro indeseable compañero me miró, a la espera de una invitación para compartir nuestra comida. De haber estado sola, hubiera logrado pegarse aun contra mi voluntad. Sin embargo, Clara tenía otros planes y reaccionó de manera decisiva. Se puso de pie con agilidad felina, enfrentó al hombre adoptando una actitud amenazadora y lo miró directamente a los ojos.

– ¡Vete a la chingada, pendejo! -vociferó en español-. ¡Cómo te atreves a sentarte en nuestra mesa! ¡Mi sobrina no es ninguna pinche puta!

Su actitud emanaba tal fuerza y el tono de su voz era tan ofensivo que se paralizó toda actividad en el lugar. Todos los ojos se clavaron en nuestra mesa. El hombre se encogió de manera tan lastimosa que sentí pena por él. Se escurrió de la silla y salió del restaurante casi reptando.

– Sé que has sido entrenada para dejar que los hombres te saquen ventaja por el simple hecho de ser hombres -comentó Clara una vez que se había vuelto a sentar-. Siempre has tratado con amabilidad a los hombres y te han chupado todo lo que tienes. ¡¿No sabías que los hombres se alimentan de la energía de las mujeres?!

Sentía demasiada vergüenza para discutir con ella. Percibía todas las miradas en el lugar fijas sobre mí.

– Dejas que te mangoneen porque les tienes lástima -prosiguió Clara-. En lo más recóndito de tu corazón ansías cuidar a un hombre, a cualquier hombre. Si ese idiota hubiera sido mujer, tú misma no hubieras permitido nunca que se sentara a nuestra mesa.

Había perdido el apetito por completo. Me enfurruñé, pensativa.

– Veo que toqué una llaga -indicó Clara, con una sonrisa vana.

– Armaste un escándalo; fuiste grosera -declaré con tono de reproche.

– Es cierto -replicó, riéndose-. Pero casi lo maté del susto.

Su expresión era tan franca y parecía tan feliz que por fin pude reír, al recordar el sobresalto del hombre.

– Soy igual que mi madre -rezongué-. Consiguió hacer de mí un ratón en lo que se refiere a los hombres.

En el instante en que di expresión a este pensamiento, desapareció mi depresión y volví a sentir hambre. Me acabé casi todo el plato de camarones.

– No hay nada que se compare a principiar una nueva etapa en la vida con la barriga llena y el corazón contento -declaró Clara.

Una punzada de temor me confirió una sensación de pesadez en el estómago. A causa de toda la emoción se me había pasado por completo interrogar a Clara acerca de su casa. Tal vez era una choza, como las que había visto al lado del camino durante todo el viaje. ¿Qué clase de comida me serviría? Quizá ésa sería mi última comida buena. ¿Podría tomar el agua? Me imaginé enferma de agudos problemas intestinales. No sabía cómo preguntar a Clara acerca del alojamiento, sin parecer ofensiva o malagradecida. Clara me miró con ojos críticos. Pareció percibir mi agitación.

– México es un lugar duro -afirmó-. No es posible bajar la guardia ni por un instante. Pero ya te acostumbrarás.

"El norte del país es aún más severo que el resto. La gente llega en tropel en busca de trabajo o para hacer escala antes de cruzar la frontera con los Estados Unidos. Vienen por trenes enteros. Algunos se quedan y otros viajan al interior en vagones de carga, para trabajar en las gigantescas empresas agrícolas pertenecientes a corporaciones privadas. Sin embargo, la comida y el trabajo simplemente no alcanzan para todos, de modo que la mayoría de ellos se van de braceros a los Estados Unidos.

Me acabé cada gota de caldo; de dejar algo, me hubiera sentido culpable.

– Cuéntame más acerca de esta región, Clara.

– Todos los indígenas de aquí son yaquis reubicados en Sonora por el gobierno mexicano.

– ¿Quieres decir que no han estado aquí siempre?

– Esta es su tierra ancestral -explicó Clara-, pero en los años veinte y treinta fueron desarraigados y enviados por decenas de miles al centro de México. Luego, a fines de la década de los cuarenta, los trajeron de regreso al desierto de Sonora.

Clara se sirvió un poco de agua mineral; también llenó mi vaso.

– La vida es dura en el desierto de Sonora -prosiguió-. Como pudiste observar en el camino, esta tierra es austera e inhóspita. Los indígenas no tuvieron otra opción que poblar la zona del que fuera el río Yaqui. Ahí, en la antigüedad, los primeros yaquis construyeron sus pueblos sagrados y los habitaron por cientos de años, hasta que llegaron los españoles.

– ¿Pasaremos por esos pueblos? -pregunté.

– No. No tenemos tiempo. Quiero llegar a Navojoa antes de que oscurezca. Quizá algún día hagamos una excursión para visitar los pueblos sagrados.

– ¿Por qué son sagrados?

– Según los indígenas, la ubicación de cada pueblo a lo largo del río simbólicamente corresponde a un sitio en su mundo mítico. Al igual que los montes de lava en Arizona, esos sitios son lugares de poder. Los indígenas poseen una mitología muy rica. Creen que pueden entrar a un mundo de sueños y salir de él de un momento a otro. Verás, su concepto de la realidad es distinto al nuestro.

"De acuerdo con los mitos yaquis, esos pueblos también existen en el otro mundo -continuó Clara- y es de ese reino etéreo que reciben su poder. Se dicen la gente sin razón, para diferenciarse de nosotros, la gente con razón.

– ¿Qué clase de poder reciben? -pregunté.

– Su magia, brujería y conocimiento. Todo eso proviene directamente del mundo de los sueños. Y ese mundo se encuentra descrito en sus leyendas y cuentos. Los yaquis poseen una rica y extensa historia oral.

Miré el restaurante atestado a mi alrededor. Me pregunté cuáles de las personas sentadas ante las mesas serían indígenas, y cuáles mexicanas. Algunos de los hombres eran altos y nervudos; otros, bajos y regordetes. Toda la gente tenía un aspecto extranjero para mí; en secreto me sentía superior y definitivamente fuera de lugar.

Clara se acabó los camarones, los frijoles y el arroz. Yo me sentía abotagada, pero a pesar de mis protestas insistió en pedir flan como postre.

– Será mejor que te llenes -indicó con un guiño del ojo-. No se sabe nunca cuándo se podrá comer otra vez o en qué consistirá esa comida. Aquí en México siempre consumimos la caza del día.

Sabía que se estaba burlando de mí y con todo reconocí cierta verdad en sus palabras. Había visto un burro muerto antes, debido a un choque con un coche en la carretera. Sabía que las áreas rurales carecían de refrigeración y que por lo tanto la gente comía la carne que tuviese a su disposición. No pude más que preguntarme en qué consistiría mi próxima comida. Sin decir nada, decidí limitar mi estancia con Clara a sólo un par de días.

En un tono más serio, Clara continuó su exposición.

– Las cosas fueron de mal en peor para los indígenas aquí -indicó-. Cuando el gobierno construyó una presa, como parte de un proyecto hidroeléctrico, modificó en forma tan drástica el rumbo del río Yaqui que la gente tuvo que empacar sus cosas y establecerse en otra parte.

El rigor de esa clase de vida contrastaba con mi propia infancia, en la que siempre hubo suficiente alimento y comodidades. Me pregunté si el venir a México tal vez no fuese expresión de un profundo deseo por obrar un cambio completo en mi vida. Siempre había buscado aventuras, pero ahora que me hallaba inmersa en una me llenó el pavor a lo desconocido.

Comí un poco de flan y desterré de mi mente el pavor que se había establecido en mí desde que conocí a Clara. A pesar de ello, me agradaba su compañía. Por el momento me encontraba bien alimentada con camarones gigantes y caldo de tortuga, aunque tal vez fuese mi última comida sustanciosa, según diera a entender la propia Clara; decidí confiar en ella y permitir que se desarrollara la aventura.

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