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Después de haber devorado la mitad de un sandwich de jamón, me apuré a ponerme la chaqueta y los botines que Clara me había dado y salimos de la casa, armada cada una de una pesada linterna eléctrica. Los botines me quedaban demasiado apretados y el izquierdo me rozaba el talón; estaba segura de que se me haría una ampolla. Sin embargo, me daba gusto contar con la chaqueta, porque la noche era fría. Subí el cuello para que me cubriera las orejas.

– Vamos a dar la vuelta al terreno -indicó Clara-. Quiero que veas la casa desde la distancia y a la luz del crepúsculo. Te señalaré algunas cosas que debes recordar, así que pon mucha atención.

Tomamos por un sendero estrecho. A lo lejos en dirección del Este distinguí la silueta mellada y oscura de los cerros ante el cielo color púrpura. Cuando hice un comentario acerca de su apariencia siniestra, Clara replicó que esos cerros parecían tan ominosos porque su esencia etérea era antiquísima. Me explicó que todo lo contenido en los reinos de lo visible y lo invisible posee una esencia etérea y que uno debe ser receptivo a ella a fin de saber cómo proceder.

Sus palabras me recordaron mi táctica de mirar el horizonte del Sur en busca de iluminación y consejo. Antes de poder hacerle una pregunta al respecto, siguió hablando acerca de las montañas, los árboles y la esencia etérea de las piedras. Me dio la impresión de haber absorbido la cultura china hasta el grado de hablar con acertijos, tal como se retrata a los hombres iluminados en la literatura oriental. De súbito cobré conciencia de que en un nivel subyacente le había seguido la corriente todo el día. La sensación resultó extraña, puesto que Clara era la última persona a la que hubiera querido tratar de manera condescendiente. Estaba acostumbrada a seguirles la corriente a las personas débiles o altaneras en el trabajo o la escuela, pero Clara no era ni débil ni altanera.

– Ahí es -afirmó Clara al señalar un espacio despejado y plano un poco arriba de nosotras-. Podrás ver la casa desde ahí.

Nos apartamos del sendero para dirigirnos al área plana que había señalado. Desde ahí se dominaba una soberbia vista del valle. Pude distinguir un extenso grupo de altos árboles verdes rodeado por áreas cafés más oscuras pero no la casa misma, pues los árboles y los arbustos la camuflaban por completo.

– La casa se orienta perfectamente según los cuatro puntos cardinales -explicó Clara al señalar la masa de follaje-. Tu recámara da al Norte; y la parte prohibida de la casa, al Sur. La entrada principal se encuentra en el Este; la puerta trasera y el patio dan al Oeste.

Clara señaló la ubicación de todas las secciones con la mano, pero por más esfuerzo que hacía no las podía ver; sólo distinguía una mancha verde oscura.

– Se necesita una vista de rayos X para ver la casa -rezongué-. Está completamente escondida por los árboles.

– Y son árboles muy importantes -añadió Clara, haciendo caso omiso de mi mal humor-. Cada uno de esos árboles es un ser individual con un propósito específico en la vida.

– ¿No es obvio que cada ser vivo sobre esta Tierra tiene un propósito específico? -pregunté, malhumorada.

Había algo en la forma entusiasta en que Clara presumía su propiedad que me caía mal. El hecho de no poder ver lo que estaba señalando me irritaba aún más. Una fuerte ráfaga de viento me infló la chaqueta como un globo alrededor de la cintura; de repente se me ocurrió que mi irritación posiblemente era un simple producto de la envidia.

– No quise hacer un comentario trivial -se disculpó Clara-. Me refería a que todas las cosas y todas las personas en mi casa se encuentran ahí por una razón peculiar. Eso incluye a los árboles, a mí y por supuesto también a ti.

Quise cambiar el tema y, por falta de algo mejor qué decir, pregunté:

– ¿Compraste la casa, Clara?

– No, la heredamos. Ha pertenecido a la familia desde hace muchas generaciones, aunque debido a los trastornos sufridos por México ha sido destruida y reconstruida en varias ocasiones.

Me di cuenta de que me sentía más cómoda al hacerle preguntas simples y directas y recibir respuestas claras de su parte. Su exposición de las esencias etéreas fue tan abstracta que me hacía falta el descanso de hablar sobre algo mundano. No obstante, para mi mortificación Clara puso fin de inmediato a nuestra conversación trivial y volvió a caer en sus misteriosas insinuaciones.

– Esta casa es la fiel expresión de todas las acciones de la gente que vive ahí -indicó, casi con reverencia-. Su mejor aspecto es su posición oculta. Ahí está para que todo mundo la mire, pero nadie la ve. Recuérdalo. ¡Es muy importante!

Cómo se me va a olvidar, pensé. Llevaba veinte minutos forzando la vista en la semioscuridad para tratar de distinguir la casa. Hubiera querido contar con unos binoculares para poder satisfacer mi curiosidad. Antes de que pudiera hacer comentario alguno, Clara empezó a bajar el cerro. Me hubiera gustado quedarme a solas un rato más, para respirar el aire fresco de la noche. Sin embargo, tenía miedo de no encontrar el camino de regreso en la oscuridad. Decidí volver a ese sitio en el día, para determinar por mí misma si de veras era posible ver la casa, según aseguraba Clara.

El camino de regreso nos llevó en un santiamén hasta la entrada trasera de la propiedad. La oscuridad era total; sólo veía la pequeña área iluminada por nuestras linternas. Clara dirigió la suya sobre una banca de madera; indicó que me sentará para quitarme los botines y la chaqueta y que los colgara en la percha junto a la puerta.

Estaba famélica. En mi vida recordaba haber sentido tanta hambre, pero me pareció impertinente preguntar a Clara de sopetón si iba a haber cena o no. Quizá ella suponía que la espléndida comida en Guaymas debía durarnos todo el día. Por otra parte, a juzgar por su tamaño no era de los que escatiman la comida.

– Vayamos a la cocina a ver qué hay de comer -dijo, tomando la iniciativa-. Pero primero te mostraré dónde se guarda el dínamo y cómo se enciende.

Con su linterna me guió por un sendero que daba la vuelta a una barda, hasta llegar a un cobertizo de ladrillos techado con láminas de acero corrugado. El cobertizo alojaba un pequeño generador de diesel. Ya sabía cómo encenderlo, porque había vivido anteriormente en un área rural, en una casa que contaba con un generador semejante para el caso de fallas en la electricidad. Al jalar la palanca observé, desde la ventana del cobertizo, que sólo un lado de la casa principal y una parte del pasillo parecían provistos de alambrado para luz eléctrica; éstas se iluminaron, en tanto que todo lo demás permanecía a oscuras.

– ¿Por qué no pusieron cables en toda la casa? -pregunté a Clara-. No tiene sentido dejar la mayor parte del edificio a oscuras.

Obedeciendo a un impulso, agregué:

– Si gustas, puedo hacer las conexiones.

Clara me miró sorprendida.

– ¿De veras? ¿Estás segura de que no incendiarías la casa?

– Segurísima. En mi casa decían que soy una maga con las conexiones eléctricas. Trabajé de aprendiz con un electricista por un tiempo, hasta que empezó a propasarse conmigo.

– ¿Qué hiciste? -preguntó Clara.

– Le dije dónde podía meter sus cables y renuncié.

Clara soltó una risa gutural. No entendí qué encontraba tan gracioso, el hecho de que hubiera trabajado de electricista o que éste me hiciera proposiciones amorosas.

– Gracias por la oferta -dijo Clara cuando recuperó la voz-, pero la casa tiene justo el alumbrado que queremos. Sólo usamos electricidad donde hace falta.

Supuse que se necesitaría en la cocina y que ésa debía ser la parte de la casa que contaba con luz. Automáticamente eché a andar hacia el área iluminada. Clara me jaló de la manga para detenerme.

– ¿A dónde vas? -preguntó.

– A la cocina.

– Vas al revés -indicó-. Este es el México rural; ni la cocina ni el baño se encuentran dentro de la casa principal. ¿Qué crees que tenemos aquí? ¿Refrigeradores eléctricos y estufas de gas?

Me guió por un costado de la casa, pasando de largo su gimnasio, hasta otro edificio pequeño que no había visto antes. Se encontraba casi totalmente oculto por árboles espinosos en flor. La cocina resultó ser una sola y enorme habitación provista de un piso de losetas, paredes recién encaladas y en el cielo raso, una brillante hilera de focos de luz concentrada. Alguien se había tomado muchas molestias para instalar accesorios modernos. No obstante, los utensilios eran viejos; de hecho, parecían antigüedades. De un lado de la habitación había una gigantesca estufa de hierro para madera, la cual sorprendentemente parecía estar encendida. Contaba con un fuelle de pie y un tubo de escape que salía por el techo. Enfrente había dos largas mesas estilo campestre flanqueadas por sendas bancas a cada lado. Junto a ellas había una mesa de trabajo rematada con una tabla de carnicero de diez centímetros de grueso. La superficie de la madera parecía gastada, como si se hubiera picado interminablemente ahí.

Colgados de ganchos colocados en sitios estratégicos a lo largo de las paredes había canastas, ollas y sartenes de hierro y diversos utensilios de cocina. El lugar tenía el aspecto de una cocina bien equipada, rústica pero cómoda, como aparecen retratadas en ciertas revistas.

Había tres cazuelas de barro con tapa sobre la estufa. Clara me indicó que me sentara a una de las mesas. Dándome la espalda, se dirigió a la estufa y se puso a mover y a revolver la comida con un cucharón. En unos cuantos minutos me sirvió una cena que consistía en caldo de carne, arroz y frijoles.

– ¿A qué hora preparaste esta comida? -pregunté con auténtica curiosidad, porque no podría haber tenido tiempo para ello.

– Lo hice todo rapidísimo hace rato y lo dejé cociéndose en la estufa antes de que nos fuéramos -replicó alegremente.

"¿Qué tan crédula crees que soy? -pensé-. Hacen falta horas para preparar una comida así." Clara se rió con cierto empacho ante mi mirada de incredulidad.

– Tienes razón -indicó, como si quisiera dejar de fingir-. Hay un cuidador que a veces guisa para nosotros.

– ¿Y está aquí ahora?

– No, no. Debió venir por la mañana, pero ya se fue. Come tu cena y no te preocupes por detalles tan insignificantes como de dónde salió.

"Clara y su casa están llenas de sorpresas", fue la idea que cruzó mi mente, pero estaba demasiado cansada y hambrienta como para hacer más preguntas o meditar cualquier cosa que no fuese de interés inmediato. Comí en forma voraz; no quedaba rastro alguno de los camarones gigantes que había engullido a mediodía. Para una persona que normalmente era melindrosa para comer, estaba yo devorando mi comida. De niña siempre fui demasiado nerviosa como para descansar y disfrutar la comida. Siempre pensaba en todos los trastes que tendría que lavar después. Cada vez que alguno de mis hermanos usaba un plato adicional o una cuchara innecesaria, yo me achicaba. Estaba segura de que deliberadamente usaban el mayor número de trastes posible, con el único fin de hacerme lavar más. Por encima de todo, mi padre solía aprovechar la oportunidad brindada por cada comida para discutir con mi madre. Sabía que los buenos modales de ella le impedirían abandonar la mesa hasta que todos hubiéramos terminado de comer. Por lo tanto, aprovechaba para ventilar todas sus quejas y resentimientos.

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