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Clara dijo que no haría falta que lavara los trastes, aunque ofrecí mi ayuda. Nos dirigimos a la sala, al parecer una de las habitaciones que en su opinión no requerían electricidad, porque estaba completamente a oscuras. Clara prendió un quinqué de gasolina. En mi vida había visto la luz de tal lámpara. Era brillante y misteriosa, pero al mismo tiempo suave y delicada. Sombras trémulas se proyectaban por todas partes. Me sentí inmersa en un mundo de ensoñación, lejos de la realidad exhibida por las luces eléctricas. Clara, la casa y la habitación parecían pertenecer a otro tiempo, a un mundo diferente.

– Prometí presentarte a nuestro perro -afirmó Clara al sentarse en el sofá-. Es un auténtico miembro de la familia. Debes tener mucho cuidado con lo que sientes o dices cerca de él.

Me senté a su lado.

– ¿Es un perro sensible y neurótico? -pregunté, temerosa ante la idea de conocerlo.

– Sensible, sí. Neurótico, no. Estoy convencida seriamente de que este perro es un ser altamente desarrollado, pero el hecho de ser perro le torna difícil a esta pobre alma, si no es que imposible, trascender la idea del yo.

Me reí en voz alta ante la absurda noción de que un perro tuviese un concepto de sí mismo. Hice ver a Clara el disparate que había dicho.

– Tienes razón -aceptó-. No debería usar la palabra "yo". Más bien debería decir que está perdido en el estado de sentirse importante.

Sabía que estaba burlándose de mí. Mi risa se tornó más reservada.

– Es posible que te rías, pero estoy hablando en serio -señaló Clara en voz baja-. Dejaré que tú misma lo juzgues.

Se acercó a mí y bajó la voz a un susurro.

– A sus espaldas le decimos 'sapo' porque eso parece, un enorme sapo. Pero no te atrevas a decirle eso en su cara; te atacaría y te haría pedazos. Ahora bien, si no me crees o si eres lo bastante temeraria o estúpida como para intentarlo y el perro se enoja, sólo hay una cosa que puedes hacer.

– Y ésa ¿cuál es? -pregunté, siguiéndole la corriente otra vez, aunque en esta ocasión con auténtico temor.

– Tienes que decir muy rápido que yo soy la que parece un sapo blanco. Le encanta escuchar eso.

No iba a dejarme engañar por sus trucos. Me creía demasiado sofisticada como para creer tales tonterías.

– Has de haber entrenado a tu perro para reaccionar en forma negativa a la palabra sapo -argumenté-. Tengo cierta experiencia con las cuestiones del entrenamiento canino. Estoy segura de que los perros no tienen la inteligencia suficiente como para saber qué es lo que la gente dice de ellos. Y mucho menos para ofenderse por ello.

– Entonces hagamos lo siguiente -sugirió Clara-. Deja que te lo presente; luego buscaremos ilustraciones de sapos en un libro de zoología y las comentaremos. En algún momento tú me dirás, en voz muy baja, "definitivamente parece un sapo", y veremos qué pasa.

Antes de que tuviese oportunidad de aceptar o rechazar su propuesta, Clara salió por una puerta lateral y me dejó sola. Me aseguré a mí misma que la situación estaba bajo control y que no permitiría a esa mujer persuadirme de cosas absurdas, como la existencia de perros dueños de una conciencia altamente desarrollada.

Estaba animándome mentalmente para incrementar mi confianza cuando Clara volvió con el perro más grande que había visto en mi vida. Era macho, macizo, con unas patas gordas del tamaño de platillos para el café. Tenía el pelo negro y lustroso y ojos amarillos que mostraban una expresión de mortal aburrimiento. Sus orejas eran redondas; y su cara, abultada y arrugada a los lados. Clara tenía razón; decididamente se parecía a un gigantesco sapo. El perro se me acercó sin vacilar, se detuvo y luego miró a Clara, como esperando a que dijera algo.

– Taisha, permíteme presentarte a mi amigo Manfredo. Manfredo ella es Taisha.

Me dieron ganas de alargar la mano y estrecharle la pata, pero Clara me señaló con la cabeza que no lo hiciera.

– Me da mucho gusto conocerte, Manfredo -dije, esforzándome por no reír ni mostrar miedo.

El perro se acercó más y empezó a oler mi entrepierna. Asqueada, brinqué hacia atrás. En el acto el animal se volteó y me pegó justo en la corva con sus cuartos traseros, de modo que perdí el equilibrio. En un santiamén quedé de rodillas y luego a gatas en el piso, mientras la bestia me lamía un lado de la cara. Luego, antes de que pudiera ponerme de pie o apartarme siquiera, el perro soltó un pedo justo en mi nariz.

Me levanté gritando. Clara estaba riéndose con tal fuerza que no podía hablar. Hubiera jurado que Manfredo se reía también. Se encontraba regocijadísimo, instalado detrás de Clara y mirándome de reojo mientras rascaba el piso con sus enormes patas delanteras.

Sentí tal furia que vociferé:

– ¡Carajo! ¡Sapo de mierda!

El perro saltó instantáneamente y me embistió con la cabeza. Caí de espaldas en el piso, con el animal encima de mí. Su mandíbula quedó a centímetros de mi cara. Percibí una expresión de rabia en sus ojos amarillos. El olor de su fétido aliento bastaba para hacer vomitar a cualquiera, y yo definitivamente estaba a punto de hacerlo. Entre más fuertes las voces de auxilio que dirigía a Clara, para que quitase al maldito perro de encima, más feroces se hicieron sus gruñidos. Estaba a punto de desmayarme del miedo cuando escuché a Clara gritar, por encima de los gruñidos del perro y mis voces:

– ¡Dile lo que te dije, díselo pronto!

Me encontraba demasiado aterrada para hablar. Exasperada, Clara trató de mover al perro jalándolo de las orejas, pero sólo logró enfurecer más a la bestia.

– ¡Díselo! ¡Dile lo que te dije! -gritó Clara.

Mi terror me impidió recordar lo que debía decirle. Estaba a punto de perder el conocimiento cuando me escuché gritar:

– Mil perdones. Clara es la que parece un sapo.

En el acto el perro dejó de gruñir y se quitó de mi pecho. Clara me ayudó a levantarme y me llevó al sofá. El perro nos acompañó, como si quisiera ayudarla. Clara me hizo beber un poco de agua tibia, la cual me dio más náuseas todavía. Apenas conseguí llegar al baño, antes de volver el estómago en forma violenta.

Más tarde, mientras descansaba en la sala, Clara sugirió que viéramos el libro sobre sapos con Manfredo, para darme la oportunidad de repetir que Clara era la que parecía un sapo blanco. Advirtió que debía borrar todo vestigio de confusión de la mente de Manfredo.

– El ser perro lo hace muy mezquino -explicó-. ¡Pobrecito! No quiere ser así, pero no puede evitarlo. Se le inflama el ánimo cada vez que cree percibir una burla en su contra.

Le dije que en mi estado no sería capaz de realizar más experimentos en psicología canina. No obstante, Clara insistió en llevar el juego hasta el final. En cuanto hubo abierto el libro, Manfredo se acercó para ver las ilustraciones. Clara bromeó y se burló del extraño aspecto de los sapos; algunos de ellos eran definitivamente feos. Reaccioné y le seguí la corriente. Pronuncié la palabra sapo y "toad", en inglés, las más veces y lo más fuerte que pude en el contexto de nuestra absurda conversación. Sin embargo, no hubo ninguna reacción por parte de Manfredo. Parecía tan aburrido como cuando primero entró en la sala.

Cuando con voz fuerte dije, según habíamos acordado, que Clara decididamente parecía un sapo blanco, Manfredo de inmediato se puso a mover la cola y dio indicios de auténtica animación. Repetí la frase clave varias veces; entre más la repetía, más se excitaba el perro. Entonces me llegó una repentina inspiración y afirmé que yo era un sapo flaco empeñado en ser algún día un sapo gordo igual que Clara. Al escucharme, el perro saltó como si le hubieran asestado una descarga eléctrica. Clara indicó:

– Estás llevando esto demasiado lejos, Taisha.

Manfredo en verdad no pareció capaz de aguantar más su exaltación y salió corriendo del cuarto.

Aturdida, me recosté en el sofá. En lo más profundo de mi ser, a pesar de toda la evidencia circunstancial que apoyaba el hecho, aún no me convencía de que un perro pudiese reaccionar a un apodo despectivo en la forma en que Manfredo lo había hecho.

– Dime, Clara -pedí-, ¿cuál es el truco? ¿Cómo entrenaste a tu perro para reaccionar en esa forma?

– Lo que presenciaste no es ningún truco -replicó-. Manfredo es un misterio, un ser desconocido. Sólo hay un hombre en el mundo quien puede decirle sapo o sapito en la cara sin incitar su ira. Lo conocerás un día de estos. Es el responsable del misterio de Manfredo. Por lo tanto, sólo él puede explicártelo.

Clara se puso de pie abruptamente.

– Has tenido un día pesado -afirmó, entregándome el quinqué-. Creo que es hora de que te acuestes.

Me acompañó al cuarto que me había asignado.

– Adentro encontrarás todo lo que puedas necesitar -indicó-. La bacinica está debajo de la cama, por si te da miedo salir al baño. Espero que estés cómoda.

Tras darme una palmadita en el brazo desapareció en la oscuridad del pasillo. Yo no tenía la menor idea de dónde se encontraba su recámara. Me pregunté si estaría en el ala de la casa que tenía prohibido pisar. Se había despedido de una manera tan extraña que por un momento me quedé sosteniendo el tirador de la puerta, infiriendo toda clase de cosas.

Entré a mi cuarto. El quinqué de gasolina lo salpicó todo de sombras. En el piso había un dibujo de remolinos proyectado por el florero que había visto en la sala y que Clara debió colocar sobre la mesa. El baúl tallado en madera formaba una masa de tenues matices de gris; los postes de la cama eran líneas serpenteantes que subían por la pared como culebras. En el acto entendí la presencia del juguetero de caoba lleno de figurillas y objetos de esmalte tabicado. La luz del quinqué los había transformado por completo, creando un mundo fantástico. Se me ocurrió que el esmalte tabicado y la porcelana no van con la luz eléctrica.

Quería explorar el cuarto, pero estaba agotadísima. Puse el quinqué sobre la pequeña mesa junto a la cama y me desvestí. Sobre el respaldo de una silla estaba tendido un camisón blanco de muselina que me puse. Pareció quedarme; al menos no colgaba en el piso.

Me metí a la cama blanda y me acosté con la espalda apoyada en las almohadas. No apagué la luz de inmediato; me quedé intrigada, observando las sombras surrealistas. Recordé el juego al que de niña solía entregarme a la hora de ir a la cama: contaba el número de sombras que podía identificar en las paredes de mi cuarto.

La brisa que entraba por la ventana medio abierta hizo revolotear las sombras sobre las paredes. Agotada como estaba, me imaginé ver figuras de animales, árboles y pájaros volando. Enmedio de un haz de luz grisácea, distinguí el tenue perfil de la cara de un perro. Tenía las orejas redondas y un hocico chato y arrugado. Pareció guiñarme el ojo. Sabía que era Manfredo.

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