No volví a ver a Clara hasta la mañana siguiente en el desayuno. La tarde anterior, a la mitad de nuestra conversación en el patio, de repente su mirada se tornó vaga y distante, como si hubiese visto algo o a alguien a un costado de la casa. Se levantó apresuradamente y se disculpó, dejándome a solas para ponderar la importancia de todo lo dicho.
Al sentarnos ante nuestro desayuno de carne deshebrada y arroz, le dije que al volver de la cueva el día anterior confirmé su indicación de que estaba a poca distancia de la casa.
– ¿Cuál es el verdadero motivo por el que dimos tantas vueltas para llegar ahí, Clara? -pregunté.
Clara rompió a reír.
– Estaba tratando de conseguir que te quitaras los botines, por eso pasamos por el arroyo -replicó.
– ¿Por qué debía quitarme los botines? ¿Por mi ampolla?
– No fue por la ampolla -indicó Clara, contundente-. Necesitaba picar unos puntos muy cruciales en las plantas de tus pies a fin de despertarte del letargo de toda tu vida. De otro modo no me hubieras escuchado.
– ¿No estás exagerando, Clara? Te hubiera escuchado aunque no me picaras los pies.
Meneó la cabeza y esbozó una sonrisa sagaz.
– Todos fuimos educados para vivir en una especie de limbo, en el que nada importa excepto gratificaciones insignificantes e inmediatas -declaró-. Y las mujeres somos unas verdaderas maestras de ese estado. Hasta que no recapitulemos, no podemos superar nuestra educación. Y a propósito de la recapitulación…
Clara reparó en mi expresión afligida y se rió.
– ¿Tengo que volver a la cueva, Clara? -interrumpí, anticipándome a lo que creía iba a decirme-. Preferiría quedarme aquí contigo. Si posaras para mí, podría hacer unos bosquejos y luego pintar tu retrato.
– No, gracias -replicó, sin interés alguno-. Lo que haré es darte unas instrucciones preliminares acerca de cómo proseguir con la recapitulación.
Cuando terminamos de comer, Clara me pasó un cuaderno y un lápiz. Pensé que había cambiado de opinión acerca de que le hiciera su retrato. No obstante, al acercarme los materiales para escribir indicó que comenzara por hacer una lista de todas las personas que había conocido, empezando desde el presente y regresando hasta mis recuerdos más remotos.
– ¡Eso es imposible! -exclamé-. ¿Cómo diablos voy a recordar a todas las personas con las que he entrado en contacto desde el primer día de mi vida?
Clara apartó los platos a fin de darme espacio para escribir.
– Es difícil, cierto, pero no imposible -dijo-. Es una parte necesaria de la recapitulación. La lista forma una matriz para que en ella se enganche la mente.
Afirmó que la fase inicial de la recapitulación consiste en dos cosas. La primera es la lista; la segunda es armar la escena. Y armar la escena consiste en representarse mentalmente todos los detalles relacionados con los sucesos que van a recordarse.
– Una vez que tengas todos los elementos en su lugar, usa la respiración que barre; el movimiento de la cabeza es como un abanico que remueve todo en esa escena -explicó-. Si estás recordando una habitación, por ejemplo, inhala las paredes, el techo, los muebles y a la gente que ves. Y no te detengas hasta que hayas absorbido hasta el último tris de energía que dejaste ahí.
– ¿Cómo sabré cuándo lo he logrado? -pregunté.
– Tu cuerpo te dirá cuándo ha sido suficiente -aseguró-. Recuerda: trata de inhalar la energía que dejaste en la escena que estás recapitulando, y dirige tu intento a exhalar la energía ajena introducida en ti por otros.
Abrumada por la tarea de hacer la lista y empezar a recapitular, no pude pensar en absoluto. Mi mente tuvo la reacción perversa e involuntaria de ponerse completamente en blanco; a continuación, fue inundada por un torrente de pensamientos y me resultó imposible saber dónde empezar. Clara explicó que debemos comenzar la recapitulación enfocando nuestra atención primero en la actividad sexual que hayamos tenido en el pasado.
– ¿Por qué hay que empezar ahí? -pregunté, recelosa.
– Ahí es donde está atrapada la mayor parte de nuestra energía -explicó Clara-. ¡Por eso debemos liberar esos recuerdos primero!
– No creo que mis encuentros sexuales hayan sido tan importantes.
– No importa. Quizá estuviste mirando el techo, muerta de aburrimiento, o viste estrellas fugaces o fuegos artificiales; como sea, alguien depositó su energía dentro de ti y se fue con una tonelada de la tuya.
Su afirmación me molestó mucho. Volver ahora a mis experiencias sexuales me parecía repugnante.
– Ya es bastante difícil -afirmé- revivir los recuerdos de mi infancia. Pero me niego a sacar otra vez lo que me pasó con los hombres.
Clara me estaba observando con una ceja levantada.
– Además -argumenté-, probablemente esperas confidencias de mi parte. Pero en verdad, Clara, no creo que lo que yo haya hecho con los hombres sea asunto de nadie.
Pensé que había establecido mi posición terminantemente, pero Clara meneó la cabeza, decidida, y preguntó:
– ¿Quieres que los hombres que tuviste sigan alimentándose de tu energía? ¿Quieres que esos hombres se hagan más fuertes conforme tú adquieres más fuerza? ¿Quieres constituir su fuente de energía por el resto de tu vida? No. Me parece que no entiendes la importancia del acto sexual ni el alcance de la recapitulación.
– Tienes razón, Clara. No entiendo el motivo de tu extraña petición. ¿Y qué es eso de que los hombres se hacen más fuertes porque soy su fuente de energía? No soy la fuente de nadie ni mantengo a nadie. Te lo prometo.
Sonrió y afirmó haber cometido un error al forzar una confrontación de ideologías en ese momento.
– Ten paciencia -suplicó-. Se trata de una creencia que he elegido sostener. Conforme progreses con tu recapitulación, te hablaré del origen de esa creencia. Baste con decir que es una parte crítica del arte que te estoy enseñando.
– Si es tan importante como tú dices, Clara, quizá sería mejor que me lo explicaras ahora mismo -pedí-. Antes de proseguir con la recapitulación, quisiera saber en qué me estoy metiendo.
– De acuerdo, si tú insistes -accedió, inclinando la cabeza.
Vertió un poco de té de manzanilla en nuestras grandes tazas y agregó una cucharada de miel a la suya.
Con la voz autoritaria de una maestra que ilustra a la neófita, explicó que las mujeres, más que los hombres, son los auténticos soportes del orden social y que a fin de cumplir con este papel han sido educadas de manera uniforme en todo el mundo para estar al servicio de los hombres.
– No importa que se les compre directamente en el mercado de esclavos o que sean cortejadas y amadas -subrayó-. Su propósito fundamental sigue siendo el mismo: alimentar, proteger y servir a los hombres.
Clara me miró para evaluar, según me pareció, si estaba siguiendo su razonamiento. Creía que sí, pero mi reacción básica fue que toda su premisa parecía equivocada.
– Tal vez sea cierto en algunos casos -acepté-, pero no creo que sea posible establecer generalizaciones tan amplias como para incluir a todas las mujeres.
Clara manifestó su desacuerdo con vehemencia.
– El aspecto diabólico de la posición servil de las mujeres es que no parece tratarse simplemente de una prescripción social -declaró-, sino de un imperativo biológico fundamental.
– Aguarda un minuto, Clara -protesté-. ¿De dónde sacaste eso?
Explicó que cada especie cuenta con un imperativo biológico a fin de perpetuarse y que la naturaleza proporciona las herramientas idóneas para asegurar que la fusión de energías femenina y masculina tenga lugar de la manera más eficiente. Afirmó que en el ámbito humano, si bien la función primaria del coito es la procreación, asimismo tiene una función secundaria y encubierta, la cual es garantizar el flujo continuo de energía de las mujeres a los hombres.
Clara puso tal énfasis en la palabra "hombres" que me vi obligada a preguntar:
– ¿Por qué lo dices como si sólo ocurriese en un solo sentido? ¿No implica el acto sexual un intercambio parejo de energía entre el hombre y la mujer?
– No -replicó, contundente-. Los hombres depositan líneas específicas de energía en el cuerpo de las mujeres. Son como tenias luminosas que se mueven dentro del útero, chupando la energía.
– Eso suena definitivamente siniestro -comenté, para seguirle la corriente.
Prosiguió su exposición con toda seriedad.
– Son colocadas ahí por una razón aún más siniestra -afirmó, haciendo caso omiso de mi risa nerviosa-, eso es, para asegurar que una provisión constante de energía llegue al hombre que las depositó. Estas líneas de energía, establecidas por medio del coito, reúnen y roban la energía del cuerpo femenino, en beneficio del hombre que las dejó ahí.
Clara se mostró tan convencida acerca de lo que estaba diciendo que no pude hacer una broma al respecto, sino tuve que tomarla en serio. Al escuchar, sentí que mi sonrisa nerviosa se convertía en un refunfuño.
– No es que acepte ni por un momento lo que estás diciendo, Clara -afirmé-, pero por simple curiosidad dime cómo fue que llegaste a una noción tan absurda. Alguien te aleccionó sobre todo esto, ¿verdad?
– Sí, mi maestro me explicó todo ello. Al principio tampoco le creí -admitió-, pero también me enseñó el arte de la libertad, y eso significa que aprendí a ver el flujo de energía. Ahora sé que sus apreciaciones eran ciertas, porque yo misma puedo distinguir los filamentos parecidos a gusanos en los cuerpos de las mujeres. Tú, por ejemplo, tienes varios, y todos siguen activos.
– Supongamos que sea verdad, Clara -dije, desasosegada-. Aunque sólo sea para continuar la discusión, déjame preguntarte por qué habría de ser posible una cosa así. ¿No es este flujo unilateral de la energía injusto con las mujeres?
– ¡El mundo entero es injusto con las mujeres! -exclamó-. Pero no se trata de eso.
– ¿De qué se trata, Clara? Sé que no lo he entendido.
– En nuestro caso, el imperativo de la naturaleza es perpetuar la especie humana -explicó-. A fin de asegurar esto, las mujeres deben soportar una carga excesiva en el nivel básico de su energía. Y eso significa un flujo de energía que las agota.
– Pero aún no explicas por qué tiene que ser así -protesté, aunque la fuerza de sus convicciones ya comenzaba a hacerme vacilar.
– Las mujeres constituyen el fundamento para la perpetuación de la especie humana -replicó Clara-. La mayor parte de la energía proviene de ellas, no sólo al gestar, parir y alimentar a su prole, sino también para asegurar que el hombre juegue el papel que le corresponde en todo este proceso.