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Un día, varios meses después de que conocí al señor Abelar, Clara, en lugar de enviarme a la cueva para recapitular, me pidió que le hiciera compañía mientras trabajaba en el jardín. Cerca del huerto, más allá del patio trasero de su casa, observé cómo meticulosamente rastrillaba las hojas hasta formar un montón. Encima de éste acomodó cuidadosamente, en forma elíptica, varias hojas secas y quebradizas color café.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunté, acercándome para ver mejor.

Me sentía tensa y melancólica, porque había pasado toda la mañana en la cueva recapitulando los recuerdos de mi padre. Siempre lo había creído un ogro bombástico y arrogante. Darme cuenta de que en realidad era un hombre triste y derrotado, deshecho por la guerra y por sus ambiciones frustradas, me había agotado emocionalmente.

– Estoy preparando un nido para que te sientes en él -replicó Clara-. Debes empollar como una gallina que incuba sus huevos. Quiero que estés descansada, porque tal vez recibamos una visita esta tarde.

– ¿De quién? -pregunté indiferente.

Desde hacía meses, Clara me venía prometiendo que me presentaría a los otros miembros del grupo del nagual a sus misteriosos parientes que por fin habían regresado de la India, pero aún no lo hacía. Cada vez que expresaba mi deseo de conocerlos, afirmaba que debía purificarme primero mediante una recapitulación más minuciosa, porque en mi estado actual no me encontraba apta para conocer a nadie. Le creía. Entre más examinaba los recuerdos de mi pasado, más sentía la necesidad de purificarme.

– No has contestado mi pregunta, Clara -dije, irritada-. ¿Quién vendrá?

– No te preocupes por eso -contestó, pasándome un puñado de secas hojas cobrizas-. Póntelas sobre el ombligo y amárralas con tu faja de recapitulación.

– Dejé la faja en la cueva -indiqué.

– Espero que la estés usando correctamente -comentó-. La faja nos apoya al recapitular. Debes envolverte el estómago con ella y amarrar uno de sus extremos a la estaca que enterré en el suelo dentro de la cueva. De esta manera, no te caerás ni te golpearás la cabeza si te duermes o en caso de que tu doble decida despertar.

– ¿Voy por ella?

Chascó la lengua, exasperada.

– No, no hay tiempo. Nuestra visita puede llegar en cualquier momento y quiero que estés descansada y en tus mejores condiciones. Puedes usar mi faja.

De prisa, Clara entró a la casa y regresó casi enseguida con una tira de tela color azafrán. Era verdaderamente hermosa. Estaba entretejida con un diseño casi imperceptible. La tira de seda brillaba tenuemente a la luz del sol, cambiando su matiz de un dorado oscuro a un suave ámbar.

– Si alguna parte de tu cuerpo está herida o adolorida, envuélvela con esta faja -explicó Clara-. Te ayudará a recuperarte. Tiene un poco de poder, porque hace años que he recapitulado con ella puesta. Algún día podrás decir lo mismo de la tuya.

– ¿Por qué no puedes decirme quién va a venir? -insistí-. Sabes que odio las sorpresas. ¿Es el nagual?

– No, es otra persona -indicó-, pero igualmente poderosa, si no es que más. Cuando la conozcas, debes estar calmada y vacía de todo pensamiento, o no sacarás provecho de su presencia.

Con exagerada solemnidad, Clara dijo que ese día, como cuestión de principios, debía usar todos los pases brujos que me había enseñado, no porque alguien fuera a examinarme para asegurarse de que los dominaba sino porque había llegado a una encrucijada y tenía que empezar a avanzar en una nueva dirección.

– Espera, Clara, no me asustes hablando de cambios -supliqué-. Me aterrorizan las nuevas direcciones.

– Asustarte es lo que menos quiero -aseveró-. Lo que pasa es que yo también estoy un poco preocupada. ¿Traes tus cristales?

Desabroché mi chaleco y le enseñé la doble funda de hombro que había fabricado de cuero, con su ayuda, para guardar los dos cristales de cuarzo. Los traía uno debajo de cada brazo, como dos cuchillos en sus respectivas vainas, que tenían hasta una solapa sujeta con un broche de presión.

– Sácalos y manténlos listos -dijo-. Y úsalos para reunir tu energía. No esperes a que ella te indique que lo hagas. Hazlo con base a tu propio criterio, cada vez que creas necesitar un refuerzo adicional de energía.

Fue fácil deducir dos cosas de lo que dijo Clara: sería un encuentro serio y nuestra misteriosa visita era una mujer.

– ¿Es una de tus parientes? -pregunté.

– Sí, así es -replicó Clara con una sonrisa fría-. Esta persona es mi pariente, un miembro de nuestro grupo. Ahora ponte tranquila y no hagas más preguntas.

Quería saber dónde se quedaban sus parientes. Era imposible que estuviesen alojados en la casa, porque me los hubiera encontrado o al menos hubiera descubierto alguna señal de su presencia. No ver a nadie había hecho de mi curiosidad una obsesión. Empecé a creer que los parientes de Clara se escondían deliberadamente o incluso me espiaban. Esto me enfurecía y al mismo tiempo acrecentaba mi resolución de sorprenderlos. El motivo de mi agitación era la inconfundible sensación de que alguien me observaba constantemente.

De manera deliberada traté de atrapar a quienquiera que fuese; dejaba por ahí uno de mis lápices para dibujar, para ver si alguien lo recogía, o abría una revista en cierta página y la revisaba después para ver si le habían cambiado la página. En la cocina examinaba los trastes cuidadosamente, en busca de señales de uso. Incluso llegué al extremo de alisar la tierra apisonada delante de la puerta trasera y regresar después para revisar el suelo en busca de pisadas o huellas desconocidas. Pese a todos mis esfuerzos detectivescos, las únicas huellas que encontraba eran las de Clara, Manfredo y las mías. Si alguien se hubiera ocultado de mí, estaba convencida de que lo habría notado. Sin embargo, tal como estaban las cosas, no parecía haber nadie más en la casa, pese a que la presencia de otras personas era un hecho seguro para mí.

– Perdóname, Clara, pero tengo que preguntártelo -solté finalmente de manera brusca-, porque me está volviendo loca. ¿Dónde se están quedando tus parientes?

Clara me miró, sorprendida.

– Esta es su casa. Se están quedando aquí, por supuesto.

– ¿Pero dónde exactamente? -insistí. Estaba a punto de confesar cómo les había puesto trampas inútilmente, pero decidí no hacerlo.

– ¡Oh! Veo a qué te refieres -dijo-. No has encontrado ninguna señal de su presencia, pese a tus esfuerzos por hacerla de detective. Pero eso no es ningún misterio. Nunca los ves porque se están quedando del lazo izquierdo de la casa.

– ¿Y nunca salen?

– Sí salen, pero evitan el lado derecho, porque tú estás alojada aquí y no quieren molestarte. Saben cuánto valoras tu privacía.

– ¿Pero no mostrarse nunca? ¿No es llevar demasiado lejos la idea de privacía?

– De ninguna manera -contestó Clara-. Necesitas la soledad total para poder concentrarte en tu recapitulación. Cuando dije que tendrías una visita hoy, quise decir que una de mis parientes vendrá del lado izquierdo de la casa adonde nosotras estamos, para conocerte. Ha tenido mucho interés en hablar contigo, pero debió esperar a que te purificaras en forma mínima. Ya te dije que conocerla será aún más agotador que conocer al nagual. Necesitas acumular poder suficiente o de otro modo perderás el dominio de ti, como te pasó con el nagual.

Clara me ayudó a colocar las hojas en mi estómago y a amarrarlas con la faja.

– Estas hojas y esta faja te protegerán de los embates de la mujer -indicó Clara; me miró y agregó con voz suave- y de otros golpes también. Hagas lo que hagas, no te la quites.

– ¿Qué me pasará? -pregunté, mientras nerviosamente metía más hojas.

Clara se encogió de hombros.

– Eso dependerá de tu poder -dijo y dio un firme jalón al nudo de la tela-. Pero a juzgar por tu aspecto, sólo Dios sabrá.

Con dedos temblorosos volví a abrocharme la camisa y me la metí en los pantalones holgados. Me veía abotagada con la ancha faja color azafrán ciñéndome la cintura. Las hojas me cubrían el abdomen como un quebradizo y rasposo cojín. Sin embargo, gradualmente mi estómago agitado dejó de temblar; se calentó y todo mi cuerpo se calmó.

– Ahora siéntate en el montón de hojas y has lo que hacen las gallinas -ordenó Clara.

Debo haberla mirado con sorpresa, porque me preguntó:

– ¿Qué crees que hacen las gallinas al empollar?

– Realmente no sabría decirte, Clara.

– La gallina permanece quieta y escucha a los huevos que tiene debajo de ella, dirige hacia ellos toda su atención. Escucha y no permite que su concentración se desvíe. De esta manera inflexible dirige su intento a la incubación de los pollos. Se trata de un escuchar sosegado que los animales hacen en forma natural, pero que los seres humanos hemos olvidado y que por lo tanto debemos cultivar.

Clara se sentó en una piedra gris grande y pálida, de cara hacia mí. La piedra tenía una depresión natural y parecía un sillón.

– Ahora dormita como lo hace la gallina y escúchame hablar con tu oído interno. Concéntrate en la calidez del interior de tu matriz y no te dejes distraer. Debes estar consciente de los sonidos a tu alrededor, pero no permitas que tu mente los siga.

– ¿De veras tengo que estar sentada aquí de esta manera, Clara? Digo, ¿no sería mejor que simplemente me echara una vigorizante siesta?

– Me temo que no. Como te dije, la presencia de nuestra visita es terriblemente agotadora. Si no reúnes energía suficiente, te hundirás lastimosamente. Créeme, yo soy un pan de azúcar comparada a ella. Es más parecida al nagual, despiadada y dura.

– ¿Por qué es tan agotadora su presencia?

– No puede evitarlo. Se encuentra tan retirada de los seres humanos y las preocupaciones de éstos que su energía podría desmoronarte por completo. A estas alturas ya no hay diferencia entre su cuerpo físico y su doble etéreo. Lo que quiero decir es que es una bruja maestra.

Clara me dirigió una mirada escrutadora y comentó acerca de mis oscuras ojeras.

– Has estado leyendo por la noche a la luz del quinqué, ¿verdad? -me reprendió-. ¿Por qué crees que no hay electricidad en las recámaras?

Le dije que no había leído una sola página desde el día en que llegué a su casa, porque la recapitulación y todas las demás cosas que me pedía no me dejaban tiempo para nada más.

– De todas maneras no soy muy aficionada a la lectura -admití-. Pero de vez en cuando curioseo por los libreros que tienes en los pasillos -no le dije que en realidad iba ahí a husmear, para ver si sus parientes habían retirado alguno de los libros.

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