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El señor Abelar me miró, a la espera de que hiciese una pregunta. Pero mi mente se encontraba muy ocupada tratando de recordar más detalles acerca de lo sucedido esa noche, cuando irrumpió en el cuarto.

– ¿No vas a preguntarme cómo te marqué? -preguntó, fijando en mí una mirada intensa.

Se me destaparon los oídos, la habitación se llenó de energía y todo encajó. No tuve que preguntar al señor Abelar cómo lo había hecho; ya lo sabía.

– ¡Me marcó cuando me pegó con la escoba! -exclamé. Resultaba perfectamente claro, pero cuando lo pensé no tuvo ningún sentido, porque no explicaba nada.

El señor Abelar asintió con la cabeza, complacido de que hubiera llegado a esa conclusión yo sola.

– Así es. Te marqué al pegarte en la parte superior de la espalda con la escoba, cuando te saqué por la puerta. Deposité una energía especial dentro de ti. Y esta energía ha estado alojada dentro de ti desde aquella noche.

Clara se acercó y me escudriñó.

– ¿No te has fijado, Taisha, en que tienes el hombro izquierdo más alto que el derecho?

Había notado que uno de mis omóplatos sobresalía más que el otro, provocando tensión en mi cuello y hombros.

– Pensé que había nacido así -indiqué.

– Nadie nace con la marca del nagual -dijo Clara, riéndose-. Tienes la energía del nagual alojada debajo del omóplato izquierdo. Piénsalo; tus hombros se desalinearon después de que el nagual te pegó con la escoba.

Tuve que admitir que, más o menos por la época de ese trabajo de verano en el autocinema, mi madre se dio cuenta por primera vez de que algo andaba mal con la parte superior de mi espalda. Al medirme un vestido ligero que me estaba cosiendo, observó que no ajustaba correctamente. Se espantó al notar que el defecto no era cosa del vestido sino de mis omóplatos; uno de ellos definitivamente estaba más arriba que el otro. Al día siguiente hizo que el médico de la familia me examinara la espalda; concluyó que tenía la espina ligeramente desviada hacia un lado. Diagnosticó mi condición como escoliosis congénita, pero le aseguró a mi madre que la curvatura era tan ligera que no debíamos preocuparnos.

– Qué bueno que el nagual no depositó demasiada energía dentro de ti -bromeó Clara- o estarías jorobada.

Me volví hacia el señor Abelar. Sentí que se tensaban los músculos de mi espalda, como solía pasar cuando estaba nerviosa.

– Ahora que me trajo aquí, ¿cuáles son sus intenciones? -pregunté.

El señor Abelar dio un paso hacia mí. Me examinó con mirada fría.

– Lo único que he deseado, desde el día en que te encontré, es repetir lo que hice por ti aquella noche -replicó solemnemente-, abrir la puerta y sacarte por la fuerza. Esta vez quiero abrir la puerta del mundo cotidiano y sacarte a la libertad.

Sus palabras y estado de ánimo desencadenaron un caudal de sentimientos dentro de mí. Desde que tenía uso de razón, recordaba haber andado siempre buscando, asomada a las ventanas, escudriñando las calles, como si algo o alguien estuviese esperándome a la vuelta de la esquina. Siempre tuve premoniciones, sueños con escapar, aunque no sabía de qué. Ese anhelo fue el que me obligó a seguir a Clara hacia un destino desconocido. Y también era eso lo que me había impedido irme, pese a la imposibilidad de mis tareas. Al sostener la mirada del señor Abelar, una ola indescriptible de bienestar me envolvió. Supe que por fin había encontrado lo que estaba buscando. Obedeciendo al impulso del más puro afecto, me incliné y le besé la mano. Desde profundidades insospechadas en mi interior, brotaron unas palabras que no tenían significado racional, sólo emocional.

– Usted es el nagual para mí también -murmuré.

Le brillaban los ojos con la felicidad de que por fin hubiéramos logrado un entendimiento. Me despeinó afectuosamente y todos mis temores y frustraciones contenidos se soltaron en un diluvio de lágrimas afligidas.

Clara se puso de pie y me dio un pañuelo.

– La única manera de sacarte de esta tristeza es haciéndote enojar o pensar -indicó-. Haré las dos cosas contándote lo siguiente. No sólo supe dónde encontrarte en el desierto, sino que ¿te acuerdas del departamentito caliente y sofocante del que me pediste que sacara tus cosas? Bueno, pues, mi primo es dueño del edificio.

Miré a Clara escandalizada, incapaz de pronunciar una sola palabra. La risa de Clara y del señor Abelar fue como una gigantesca explosión que reverberaba dentro de mi cabeza. Ninguna cosa que dijeran o me revelaran hubiera podido sorprenderme más. Al desvanecerse mi estupor inicial, en lugar de ofenderme por haber sido manejada de ese modo, me llené de admiración ante la increíble precisión de sus maniobras y la inmensidad de su control, que por fin comprendí no era control sobre mí sino sobre sí mismos.

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