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Después de más de ocho meses de practicar la recapitulación fielmente, ya lo podía hacer durante todo el día sin irritarme ni distraerme. Un día me estaba representando mentalmente los edificios, salones y maestros de mi último año de preparatoria. Me dejé llevar tanto por mi recorrido a lo largo de los pasillos y por ver dónde se sentaban mis compañeros que terminé hablando conmigo misma.

– Si hablas contigo misma, no podrás respirar correctamente -escuché decir a un hombre.

Me sobresalté tanto que pegué con la cabeza en la pared de la cueva. Abrí los ojos. La imagen del salón se desvaneció al voltearme para mirar hacia la desembocadura de la cueva. Había un hombre en cuclillas perfilado delante de ella. De inmediato supe que se trataba del maestro brujo, del hombre al que una vez había visto en los cerros. Llevaba el mismo rompevientos verde y los mismos pantalones, pero ahora pude distinguir su perfil; tenía la nariz protuberante y la frente ligeramente inclinada.

– No me mires fijamente -lo escuché decir. Su voz era baja y murmuraba como un arroyo al pasar sobre la grava-. Si quieres aprender más acerca de la respiración, permanece muy tranquila y recobra el equilibrio.

Seguí respirando profundamente hasta que su presencia dejó de asustarme y sentí alivio, en cambio, por llegar a conocerlo al fin. Se sentó con las piernas cruzadas a la entrada de la cueva y se inclinó del mismo modo en que Clara siempre lo hacía.

– Tus movimientos son demasiado erráticos -indicó con un bajo murmullo-. Respira así.

Inhaló profundamente al voltear la cabeza de manera suave a la izquierda. Luego exhaló el aire por completo mientras en forma continua volteaba la cabeza a la derecha. Finalmente movió la cabeza del hombro derecho al izquierdo y otra vez al derecho sin respirar, y luego al centro. Imité sus movimientos, inhalando y exhalando de la manera más completa posible.

– Así está mejor -dijo-. Al exhalar, arroja fuera de ti todos los pensamientos y sentimientos que estés repasando. Y no muevas la cabeza sólo con los músculos del cuello. Guíala con las líneas invisibles de energía que emanan de tu abdomen. Hacer que broten esas líneas es uno de los logros de la recapitulación.

Explicó que justo debajo del ombligo se encuentra un centro clave de poder y que todos los movimientos del cuerpo, la respiración inclusive, debían recurrir a ese punto de energía. Sugirió que sincronizara el ritmo de mi respiración con el giro de la cabeza, para en conjunto lograr que las líneas invisibles de energía de mi abdomen se extendiesen hacia el exterior, hasta el infinito.

– ¿Forman esas líneas parte de mi cuerpo o he de imaginarlas? -pregunté.

Cambió de posición antes de responder.

– Esas líneas invisibles forman parte de tu cuerpo blando, de tu doble -explicó-. Entre más energía hagas salir mediante la manipulación de esas líneas, más fuerza adquirirá tu doble.

– Lo que quiero saber es si son reales o sólo imaginarias.

– Al expandirse la percepción, ya nada es real y nada es imaginario -contestó-. Sólo existe la percepción. Cierra los ojos y entérate por ti misma.

No quería cerrar los ojos; quería ver qué estaba haciendo él, por si hacía algo repentino. Pero mi cuerpo se puso lacio y pesado y mis ojos empezaron a cerrarse, pese a mis esfuerzos por mantenerlos abiertos.

– ¿Qué es el doble? -logré preguntar antes de perderme en un estupor soñoliento.

– Es una buena pregunta -replicó-. Significa que una parte de ti aún está alerta y escuchando.

Lo sentí inhalar profundamente, inflando el pecho.

– El cuerpo físico es una envoltura, un envase, si tú quieres -dijo después de exhalar lentamente-. Al concentrarte en tu respiración, puedes lograr que el cuerpo sólido se disuelva, de manera que sólo quede la parte blanda y etérea.

Se corrigió, diciendo que el cuerpo físico no se disuelve sino que, al cambiar la fijación de nuestra conciencia, empezamos a entender que nunca fue sólido. Este entendimiento es la inversión exacta de lo que tuvo lugar conforme madurábamos. De bebés estábamos totalmente conscientes de nuestro doble; al crecer, aprendimos a poner un énfasis cada vez mayor en el lado físico, y menos en nuestro ser etéreo. De adultos ignoramos por completo que existe en nosotros un lado blando.

– El cuerpo blando es una masa de energía -explicó-. Sólo estamos conscientes de su dura envoltura exterior. Cobramos conciencia del lado etéreo al permitir que nuestro intento vuelva a él.

Recalcó que nuestro cuerpo físico se encuentra inextricablemente vinculado con su contraparte etérea, pero que este vínculo ha sido empañado por nuestros pensamientos y sentimientos, los cuales se enfocan de manera exclusiva en el cuerpo físico. A fin de desplazar la conciencia de nuestra apariencia dura a la contraparte fluida, primero debemos disolver la barrera que separa estos dos aspectos de nuestro ser.

Quise preguntar cómo se logra eso, pero me resultó imposible dar voz a mis pensamientos.

– La recapitulación ayuda a disolver nuestras ideas preconcebidas -dijo, respondiendo a mi pregunta-, pero se requiere habilidad y concentración para entrar en contacto con el doble.

En este momento estás usando tu parte etérea hasta cierto grado. Te encuentras medio dormida, pero una parte de ti está despierta y alerta; me escucha y percibe mi presencia.

Me advirtió que la liberación de la energía encerrada en nuestro interior entraña un considerable peligro, porque el doble es vulnerable y resulta fácil lastimarlo en el proceso de desplazar nuestra conciencia hacia él.

– Es posible crear una abertura en la red etérea, inadvertidamente, y perder vastas cantidades de energía -me advirtió-, energía valiosa necesaria para mantener cierto grado de claridad y control sobre la vida.

– ¿Qué es la red etérea? -balbucí, como si estuviera hablando dormida.

– La red etérea es la luminosidad que rodea al cuerpo físico -explicó-. Esta malla de energía es desgarrada por completo en el curso de la vida diaria. Enormes porciones de ella se pierden o se entrelazan con las bandas de energía de otras personas. Si alguien pierde demasiada fuerza vital, se enferma o muere.

Su voz me arrulló a tal grado que me encontré respirando desde el abdomen, como si estuviese profundamente dormida. Estaba recostada en la pared de la cueva, pero no sentía su dureza.

– La respiración funciona tanto en el nivel físico como en el etéreo -explicó-. Repara cualquier daño sufrido por la red etérea y la mantiene fuerte y flexible.

Quise preguntar algo acerca de mi recapitulación, pero no pude encontrar las palabras; parecían demasiado remotas. Sin que yo hiciera la pregunta, otra vez me proporcionó la respuesta.

– Es esto lo que has hecho con tu recapitulación durante todos estos meses. Estás recuperando los filamentos de energía que se perdieron de tu red etérea o que quedaron enredados a consecuencia de tu interacción con tus semejantes en tu vida cotidiana. Al encontrarse en esta interacción, estás recuperando todo lo que dejaste disperso a lo largo de veinte años y en miles de lugares.

Quise preguntar si el doble tenía una forma o color específicos. Estaba pensando en las auras. No respondió. Tras un largo silencio, abrí los ojos a la fuerza y vi que me encontraba sola en la cueva. Desde la oscuridad, me esforcé por penetrar la luz en la desembocadura frente a la cual lo había visto perfilado. Sospeché que se había apartado y que se encontraba cerca, esperando a que yo saliera. Mientras seguía atenta, apareció una mancha brillante de luz que se cernía a unos sesenta centímetros de mí. La ilusión me sobresaltó, pero al mismo tiempo me cautivó, de manera que no pude apartar los ojos de ella. Tenía la certeza irracional de que la luz estaba viva y consciente y sabía que yo tenía la atención puesta en ella. De súbito la esfera resplandeciente se expandió al doble de su tamaño y la envolvió un aro de intenso color morado.

Asustada, apreté los ojos fuertemente con la esperanza de que la luz desapareciera, a fin de que pudiese salir de la cueva sin tener que atravesarla. Estaba sudando, y el corazón me latía con fuerza. Sentía la garganta seca y oprimida. Con enorme esfuerzo hice disminuir el ritmo de mi respiración. Cuando abrí los ojos, la luz había desaparecido. Sentí la tentación de explicar todo lo sucedido como un sueño, porque con frecuencia me dormía durante mi recapitulación. Sin embargo, el recuerdo del maestro brujo y de lo dicho por él era tan vivo que estaba casi segura de que todo había sido verdad.

Cautelosamente me salí de la cueva, me puse los zapatos y me dirigí a la casa por el atajo. Clara se encontraba a la puerta de la sala, como si me estuviera esperando. Sin aliento, solté bruscamente que acababa o de hablar con el maestro brujo o de tener un sueño sumamente intenso acerca de él. Sonrió y, con un sutil movimiento de la barbilla, señaló el sillón. Quedé boquiabierta. Ahí estaba el mismo hombre que estuvo conmigo en la cueva unos pocos minutos antes, sólo que vestido de otra manera. Ahora llevaba un suéter gris de botones, una camisa sport y pantalones de vestir.

Era mucho más viejo de lo que me pareció antes, pero también mucho más vital. Me fue imposible precisar su edad; podía tener, de igual manera, cuarenta o setenta años. Parecía ser dueño de una fuerza extraordinaria, y no era ni flaco ni corpulento. Era moreno y de rasgos indígenas. Tenía la nariz aguileña, la boca fuerte, una barbilla cuadrada y brillantes ojos negros, con la misma intensa mirada que había observado en la cueva. Una mata gruesa y lustrosa de cabello blanco acentuaba sus facciones. El efecto extraordinario de su cabello era que no lo convertía en un anciano, como suelen hacerlo las canas. Recordé lo viejo que empezó a verse mi padre cuando su cabello adquirió un tono plateado y cómo lo ocultó con tintes y sombreros, pero fue en vano, porque tenía la vejez grabada en el rostro, en las manos y en todo el cuerpo.

– Taisha, permíteme presentarte. Este es el señor Juan Miguel Abelar -me dijo Clara.

El hombre se puso de pie cortésmente y alargó la mano.

– Me da mucho gusto conocerte, Taisha -dijo en un inglés perfecto mientras me estrechaba la mano fuertemente.

Quise preguntarle qué hacía ahí, cómo pudo cambiarse de ropa tan rápidamente y si realmente había estado en la cueva o no. Otra docena de preguntas también daba vueltas a mi cabeza, pero me encontraba demasiado alterada e intimidada para dar voz a alguna de ellas. Fingí estar calmada y ni por un instante creí revelar lo perturbada que en realidad me sentía. Comenté sobre lo bien que hablaba el inglés y la claridad con la que se había expresado al hablar conmigo en la cueva.

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