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Me armé de toda mi fuerza y con las dos manos me agarré del aire. Clara se colocó detrás de mí, me sostuvo los antebrazos y les dio un tremendo jalón hacia los lados. En el acto sentí que se habían abierto unas puertas corredizas. Exhalé con fuerza y me precipité a través de ellas; más bien, Clara me dio un empujón por detrás, impulsándome al frente. Me acordé de voltearme y respirar profundamente, pero por un instante me preocupó la idea de que no fuera a saber cuándo salir. Clara lo percibió y me indicó cuándo dejar de respirar y cuándo salir.

– Al practicar este pase brujo tú sola -dijo Clara-, aprenderás a realizarlo a la perfección. Pero ten cuidado. Puede pasar toda clase de cosas una vez que atravieses la abertura. Recuerda que debes ser cautelosa y al mismo tiempo audaz.

– ¿Cómo sabré distinguir entre las dos cosas? -pregunté. Clara se encogió de hombros.

– No lo sabrás así nomás. Desafortunadamente, sólo nos tornamos prudentes después de haber sufrido un descalabro.

Agregó que la cautela sin cobardía depende de nuestra capacidad para controlar la energía interior y dirigirla hacia los conductos de reserva, de modo que esté disponible cuando la necesitemos para realizar acciones extraordinarias.

– Al disponer de la suficiente energía interior es posible lograr cualquier cosa -afirmó Clara-, pero debemos ahorrarla y refinarla. Practiquemos juntas algunos de los pases brujos que has aprendido y veamos si puedes ser cautelosa sin ser cobarde y convocar el mundo de las sombras.

Percibí una ola de energía que empezó como una serie de pequeños círculos en mi vientre. Al principio pensé que era miedo, pero mi cuerpo no se sentía asustado. Era como si una fuerza impersonal, sin deseo ni sentimientos, estuviese despertando en mi interior, avanzando desde dentro hacia fuera. Conforme ascendió, la parte superior de mi espalda se sacudió involuntariamente.

Clara se dirigió al centro del patio y la seguí. Empezó a efectuar algunos pases brujos, despacio para que pudiese seguirla.

– Cierra los ojos -susurró-. Con los ojos cerrados es más fácil mantener el equilibrio, usando las líneas de energía que ya están ahí.

Cerré los ojos y empecé a moverme al unísono de Clara. No me costó trabajo seguir sus indicaciones de cambios de posición, pero tuve dificultades para mantener el equilibrio. Estaba consciente de que esto se debía a mi esfuerzo exagerado por efectuar los movimientos correctamente. Era como la vez que había tratado de caminar con los ojos cerrados y que tropecé continuamente, debido a mi desesperado deseo de hacerlo bien. Poco a poco mi deseo de sobresalir fue disminuyendo y mi cuerpo se tornó más flexible e impalpable. Conforme seguíamos moviéndonos, me relajé al grado de sentir que carecía de huesos y articulaciones. Al levantar los brazos sobre la cabeza, tenía la impresión de poder estirarlos hasta las copas de los árboles. Al doblar las rodillas y bajar mi peso, una ola de energía se precipitaba hacia abajo, a través de mis pies. Sentí que me habían salido raíces. Unas líneas se extendían desde las plantas de mis pies hasta las profundidades de la tierra, proporcionándome una estabilidad nunca antes sentida. Gradualmente se disolvió el límite entre mi cuerpo y sus alrededores. Con cada pase que realizaba, mi cuerpo parecía derretirse y fundirse con la oscuridad, hasta que empezó a moverse y respirar solo.

Escuchaba a Clara respirar a mi lado, efectuando los mismos pases. Con los ojos cerrados sentí su figura y posiciones. En un momento dado sucedió lo más insólito de todo. Percibí una luz que se encendía al interior de mi frente. No obstante, al levantar la vista cobré conciencia de que la luz en realidad no se encontraba en mi interior. Provenía de la cima de los árboles, como si se hubiese prendido un enorme tablero de luces eléctricas en la noche, para iluminar un estadio al aire libre. No tenía ningún problema para ver a Clara y todo lo que había en el patio y alrededor de éste.

La luz poseía un matiz sumamente extraño; no lograba determinar si estaba teñida de rosa azulado, rosa o durazno o si era un pálido color terracota. En algunos sitios parecía cambiar de intensidad, dependiendo del lugar que enfocaba con la vista.

– No muevas la cabeza -dijo Clara, mirándome de un modo extraño-. Y sigue con los ojos cerrados. Sólo concéntrate en tu respiración.

No comprendí por qué, si me veía que tenía los ojos muy abiertos, me pedía que los dejara cerrados. Traté de determinar la coloración de la luz, porque parecía cambiar con cada movimiento de mi cabeza. Su intensidad fluctuaba, de acuerdo con la concentración con que la miraba. El fulgor a mi alrededor me absorbió a tal grado que perdí el ritmo de la respiración. Luego, en forma tan repentina como se había prendido, la luz se apagó de nuevo y quedé sumida en la oscuridad total.

– Vayamos a la cocina a calentar un poco de caldo -dijo Clara, dándome un empujoncito.

Vacilé. Me sentía desorientada, fuera de lugar. Tenía el cuerpo tan pesado que debía estar sentada.

– Puedes abrir los ojos ya -indicó Clara.

No recordaba haber tenido nunca tantos problemas para abrir los ojos como en ese momento. Pareció tardar una eternidad. Justo cuando lograba abrirlos, otra vez se me caían los párpados hasta cerrarse. Este abrir y cerrar pareció prolongarse por mucho tiempo, hasta que sentí a Clara sacudiéndome los hombros.

– Taisha, ¡abre los ojos! -ordenó-. Ni te atrevas a desmayarte. ¿Me escuchas?

Sacudí la cabeza para despejarla y los ojos se me abrieron de golpe. Los había tenido cerrados todo el tiempo. Todo estaba oscuro alrededor, pero se filtraba suficiente luz de la luna a través del follaje para permitirme distinguir la silueta de Clara. Nos encontrábamos sentadas debajo del árbol, en las dos sillas de ratán del patio.

– ¿Cómo llegué aquí? -pregunté, ofuscada.

– Caminaste hasta aquí y te sentaste -respondió Clara en tono prosaico.

– ¿Pero qué pasó? Hace unos instantes había luz. Veía todo con claridad.

– Lo que pasó es que entraste al mundo de las sombras -dijo Clara en tono congratulatorio-. Supe por el ritmo de tu respiración que estabas allí. Pero no quise asustarte en ese momento pidiéndote que vieras tu sombra. De haberla mirado, hubieras sabido que…

En el acto comprendí lo que Clara estaba insinuando.

– No había sombras -exclamé-. Había luz, pero nada tenía sombra.

Clara asintió con la cabeza.

– Hoy has aprendido algo de auténtico valor, Taisha. ¡En los mundos fuera de éste no existen las sombras!

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