Caminé hasta un lugar solitario, alejado de la carretera y el paso de la gente, para dibujar las sombras que las primeras horas de la mañana proyectaban sobre los extraordinarios cerros de lava que bordean el Gran Desierto en el sur de Arizona. Las rocas dentadas de color café oscuro centelleaban al estallar sobre sus picos los rayos del sol. El suelo a mi alrededor estaba salpicado de enormes trozos de piedra porosa, vestigios de la lava derramada por una gigantesca erupción volcánica. Poniéndome cómoda sobre una gran peña, me olvidé de todo dejándome absorber por el trabajo, como a menudo me ocurría en ese lugar austero y hermoso. Había terminado de esbozar los promontorios y las depresiones de los cerros distantes cuando reparé en una mujer que me estaba observando. Me irritó sobremanera que alguien se atreviese a invadir mi soledad y me esforcé al máximo por hacer caso omiso de ella. Sin embargo, cuando se acercó para observar mi trabajo me volví enfadada para encararla.
Los altos pómulos y el cabello negro que le llegaba a los hombros le daban un aspecto eurasiático. Su cutis era terso y cremoso, lo cual dificultaba calcular su edad; podía tener cualquier cosa entre treinta y cincuenta años. Medía tal vez unos cinco centímetros más que yo, es decir, aproximadamente un metro con setenta y cinco centímetros, pero debido a su complexión robusta daba la impresión de ser mucho más alta. Sus pantalones de seda negros y la chaqueta estilo oriental que llevaba parecían cubrir un cuerpo en excelentes condiciones físicas.
Me fijé en sus ojos, que eran verdes y resplandecientes. Bajo su destello amistoso se esfumó mi enojo y de improviso me hallé haciéndole una pregunta tonta:
– ¿Usted vive por aquí?
– No -replicó, avanzando hacia mí-. Voy camino al puesto fronterizo de Sonoyta. Me detuve a estirar las piernas y llegué hasta este sitio desolado. El encontrar a una persona aquí, tan lejos de todo, me sorprendió tanto que no pude más que entrometerme de esta manera. Permita que me presente. Me llamo Clara Grau.
Alargó la mano. Se la estreché y sin la menor vacilación empecé a contarle que al nacer yo había recibido el nombre de Taisha, pero que posteriormente no les pareció a mis padres lo bastante típico de los Estados Unidos. Comenzaron a decirme Martha, por mi madre. Por mi parte, ya que detestaba este nombre, decidí adoptar el de Mary.
– ¡Qué interesante! -dijo la mujer, pensativa-. Tiene tres nombres muy diferentes. La llamaré Taisha, puesto que es su nombre original.
Me dio gusto que hubiera seleccionado ese nombre. Era el que yo misma había terminado por elegir. Aunque al principio estuve de acuerdo con mis padres en que sonaba demasiado extranjero, sentí tal aversión por el nombre de Martha que acabé por hacer de Taisha mi nombre secreto.
Con tono severo, que de inmediato ocultó tras una sonrisa benigna, la mujer me bombardeó con una serie de afirmaciones disfrazadas de preguntas.
– Usted no es de Arizona -empezó.
Respondí con la verdad, lo cual resultaba insólito en vista de mi costumbre de tratar con cautela a las personas, sobre todo a los desconocidos.
– Vine a Arizona hace un año para trabajar.
– No ha de tener más de veinte años.
– Cumpliré veintiuno en un par de meses.
– Tiene un ligero acento. No parece ser de los Estados Unidos, pero no consigo identificar su nacionalidad exacta.
– Soy estadounidense, pero de niña viví en Alemania -indiqué-. Mi padre es de aquí y mi madre de Hungría. Dejé mi casa al ir a la universidad y no he vuelto. Es extraño, pero no quiero tener nada que ver con mi familia.
– Me imagino que no se llevaba bien con ellos.
– No. Me sentía muy infeliz. No veía la hora de irme de casa.
Sonrió y asintió con la cabeza, como si también conociera ese deseo de escapar.
– ¿Es casada? -preguntó.
– No. No tengo a nadie en el mundo.
Pronuncié la frase con el dejo de autocompasión que siempre me invadía al hablar sobre mí misma.
No hizo ningún comentario al respecto. Sólo siguió hablando con calma y precisión, como para darme confianza y al mismo tiempo comunicar toda la información posible acerca de sí misma con cada una de sus frases.
Mientras hablaba guardé los lápices para dibujar en su estuche, aunque sin apartar los ojos de su rostro. No quería darle la impresión de no estarle haciendo caso.
– Fui hija única y mis padres han muerto -señaló-. La familia de mi padre es mexicana, de Oaxaca. La de mi madre es estadounidense de ascendencia alemana. Son del este del país, pero ahora viven en Phoenix. Acabo de asistir a la boda de uno de mis primos.
– ¿Usted también vive en Phoenix? -pregunté.
– Pasé la mitad de mi vida en Arizona y la otra en México -replicó-. Desde hace algunos años tengo mi casa en el estado mexicano de Sonora.
Me puse a cerrar mi portafolio. Conocer y hablar con esa mujer me había impresionado a tal grado que definitivamente no podría trabajar más ese día.
– También he viajado al Lejano Oriente -afirmó, con lo que reconquistó mi atención-. Ahí aprendí el arte de la acupuntura, además de las marciales y curativas. Incluso estuve varios años en un templo budista.
– ¿De veras?
Eché una mirada a sus ojos. Su expresión era propia de una persona que meditaba mucho. Eran ardientes y al mismo tiempo serenos.
– Tengo mucho interés en el Lejano Oriente -señalé-, sobre todo en Japón. También estudié budismo y artes marciales.
– ¿De veras? -respondió, en el mismo tono que yo-. Ojalá pudiera revelarle mi nombre budista, pero los nombres secretos no deben darse a conocer salvo en las circunstancias apropiadas.
– Yo le revelé mi nombre secreto -dije, apretando las correas de mi portafolio.
– Sí, Taisha, lo hizo y eso significa mucho para mí -replicó con excesiva seriedad-. Como sea, por lo pronto sólo caben las introducciones.
– ¿Trae coche? -pregunté, escudriñando los alrededores.
– Estaba a punto de hacerle la misma pregunta -contestó.
– Dejé mi coche como a medio kilómetro de aquí al lado de un camino de terracería. ¿Y el suyo?
– ¿Tiene un Chevrolet blanco? -preguntó alegremente.
– Sí.
– Entonces mi carro está estacionado junto al suyo.
Soltó una risita entrecortada, como si hubiera dicho algo gracioso. Me sorprendió la irritación que me causó su risa.
– Tengo que irme -indiqué-. Me dio mucho gusto conocerla. ¡Adiós!
Eché a caminar hacia mi coche, pensando que ella se quedaría a admirar el paisaje.
– No nos despidamos todavía -protestó-. La acompaño.
Nos fuimos caminando. Junto a mis cuarenta y nueve kilos, aquella mujer parecía una enorme roca. Su región abdominal era redonda y llena de fuerza. Causaba la sensación de haber podido fácilmente ser obesa, pero no lo era.
– ¿Puedo hacerle una pregunta personal, señora Grau? -dije, sólo para interrumpir el incómodo silencio.
Se detuvo para volverse hacia mí.
– No soy la señora de nadie -replicó bruscamente-. Soy Clara Grau. Y no me trates tan formalmente. Dime Clara y sí, pregúntame lo que quieras.
– El matrimonio no parece agradarte mucho -comenté ante el tono de su respuesta.
Por un instante me dirigió una mirada temible, pero la suavizó en el acto.
– Definitivamente no me agrada la esclavitud -explicó-; pero no sólo en lo que atañe a las mujeres. ¿Qué era lo que querías preguntarme?
Su reacción había sido tan inesperada que me hizo olvidar lo que iba a preguntar, y la observé con tal insistencia que me dio vergüenza.
– ¿Por qué caminaste tan lejos, hasta este sitio en particular? -me apuré a preguntar.
– Vine aquí porque este es un lugar de mucha energía.
Señaló las formaciones distantes de lava.
– Esos cerros fueron arrojados desde el corazón de la Tierra, como sangre. Siempre que estoy en Arizona me doy una vuelta para venir aquí. Este sitio rezuma una energía terrestre muy especial. Ahora permíteme que te haga la misma pregunta. ¿Por qué elegiste este lugar?
– Vengo aquí a menudo. Es mi lugar preferido para dibujar.
No lo había dicho como chiste, pero ella rompió a reír.
– ¡Ese detalle lo decide todo! -exclamó; luego continuó en tono más sosegado-. Voy a proponerte algo que quizá te parezca disparatado o incluso arriesgado, pero escúchame. Me gustaría que me acompañaras a mi casa a pasar unos días conmigo como mi invitada.
Alcé la mano para dar las gracias y rechazar su invitación, pero me instó a pensarlo. Aseveró que nuestro interés común por el Lejano Oriente y las artes marciales merecía un serio intercambio de ideas.
– ¿Dónde vives? -pregunté.
– Cerca de la ciudad de Navojoa.
– Pero eso está a más de seiscientos kilómetros de aquí.
– Sí, queda bastante lejos. Pero es tan hermoso y tranquilo que seguramente te gustaría.
Guardó silencio por un momento, como si esperase una respuesta.
– Además, tengo la impresión de que no estás ocupada con nada definido por el momento -prosiguió-, y que te es difícil encontrar qué hacer. Bueno, tal vez venir a mi casa sea justo lo que te ayude.
Tenía razón con respecto al hecho de que yo no tenía la menor idea de qué hacer con mi vida. Acababa de dejar un empleo de secretaria a fin de ponerme al día con mis trabajos artísticos. Por otra parte, definitivamente no sentía ningún deseo de ir como invitada a la casa de nadie.
Miré a mi alrededor, escudriñando el terreno en busca de algún indicio que me revelara qué hacer. Nunca había podido explicar de dónde saqué la idea de que era posible recibir ayuda o pistas del medio ambiente, pero normalmente solía obtenerla en esta forma. Aplicaba una técnica que parecía haber aparecido de la nada; por medio de ella, había conseguido muchas veces hallar opciones antes ignoradas por mí. Por lo común dejaba vagar mis pensamientos mientras fijaba los ojos en el horizonte meridional, aunque no tenía la menor idea de por qué elegía siempre el Sur. Tras unos minutos de silencio, por lo general me llegaba una revelación que me ayudaba a decidir qué hacer o cómo proceder en una determinada situación.
Fijé la mirada en el horizonte del Sur al caminar. De súbito vi el tenor de mi vida tendido delante de mí, igual que el desierto árido. Puedo afirmar sinceramente que, a pesar de saber que el desierto de Sonora abarcaba todo el sur de Arizona, un poco de California y la mitad del estado mexicano de Sonora, nunca antes había reparado en lo solitario y desolado que era ese páramo.