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– Pero Clara dijo que todos los que vivimos en esta casa nos encontramos aquí por algún motivo especial. ¿Por qué fui elegida? -pregunté-. ¿Por qué yo en particular?

– Es una pregunta muy difícil de contestar -indicó el señor Abelar con una sonrisa-. Digamos que nos vimos obligados a incluirte. ¿Recuerdas la noche, hace unos cinco años, cuando te sorprendieron en una situación comprometedora con un joven?

De inmediato empecé a estornudar, mi reacción usual al sentirme amenazada. Durante mi recapitulación había recordado, una y otra vez, situaciones comprometedoras. Desde los catorce años me obsesionaban los muchachos y los perseguía en forma agresiva, de la misma manera en que de niña había perseguido a mis hermanos. Sentía el desesperado deseo de ser amada por cualquiera, porque sabía que ninguno de los miembros de mi familia me querían. Sin embargo, siempre terminaba por espantar a mis supuestos pretendientes, antes de que lograran acercarse mucho. Mi agresividad convenció a todos de que era una mujer fácil, capaz de cualquier cosa. Por consiguiente, tenía la peor reputación imaginable, pese a no haber hecho ni la mitad de las cosas que me atribuían mis amigos y familia.

– Te encontraron subida en la mesa donde se preparaba la comida, en el autocinema de California, donde trabajabas. ¿Lo recuerdas? -escuché decir al señor Abelar.

¿Cómo iba a olvidarlo? Esa fue una de las peores experiencias de mi vida. Puesto que se trataba de un asunto tan delicado, había pospuesto recapitularlo a fondo, limitándome a rozarlo apenas. En aquel entonces, estaba estudiando la preparatoria y tenía un trabajo de verano vendiendo comida y refrescos en un autocinema. Hacia el final de la temporada Kenny, el joven que administraba el negocio, me dijo que me amaba. Hasta ese momento me había sido indiferente, porque tenía las miras puestas en el dueño, un hombre apuesto y rico. Por desgracia a él le interesaba Rita, mi enemiga de diecinueve años, pelirroja y bellísima. Todas las noches, unos minutos después de empezar la película, se metía a la oficina del jefe y cerraba la puerta con llave. Al salir justo antes del intermedio, tenía arrugado el uniforme a cuadros rosas y blancos y traía el pelo aplastado y enredado. Yo envidiaba intensamente a Rita. Lo peor fue su promoción a cajera, mientras que yo debí seguir repartiendo palomitas y sirviendo refrescos en el mostrador.

Cuando Kenny me dijo que me creía hermosa y deseable, empecé a mirarlo con otros ojos. Pasé por alto el hecho de que tenía un severo caso de acné, tomaba litros de cerveza, escuchaba música ranchera, calzaba botas y hablaba con un fuerte acento tejano. De repente me pareció varonil y cariñoso, y lo único que me importó saber de él fue que sus padres eran católicos y no estaban enterados de que fumaba mariguana. Empecé a enamorarme y no quería que los detalles personales fueran un obstáculo.

Cuando le dije que yo iba a dejar de trabajar al finalizar la semana, porque mis padres se irían de vacaciones a Alemania y tenía que acompañarlos, Kenny se puso furioso. Acusó a mis padres de querer separarnos deliberadamente. Me tomó de la mano y juró que no podía vivir sin mí. Me propuso matrimonio, pero yo estaba apenas entrando a los dieciséis años. Le dije que debíamos esperar. Me abrazó con pasión y dijo que por lo menos teníamos que hacer el amor. No entendí si se refería a algún momento antes de mi salida para Alemania o a ese mismo instante. Yo estaba completamente de acuerdo con él y opté por ese mismo instante. Contábamos con unos veinte minutos antes de que terminara la función. Retiré los panes de la mesa de trabajo y procedí a quitarme la ropa.

Kenny tuvo miedo. Temblaba como un niñito, a pesar de sus veintidós años. Nos abrazamos y nos besamos, pero antes de que pudiera suceder otra cosa nos detuvo un viejo que irrumpió en el cuarto. Al descubrirnos en esa situación tan comprometedora, agarró una escoba, me pegó en la espalda con la parte de la paja y me sacó media desnuda al vestíbulo, a la vista de toda la gente formada delante del merendero. Todos se rieron y se burlaron de mí. Lo peor fue que reconocí a dos maestros de mi escuela. Se escandalizaron tanto al verme como yo me espanté al verlos a ellos. Uno de mis maestros le reportó el incidente al director, quien a su vez informó a mis padres. Para cuando todos terminaron de chismear, yo era el hazmerreír de la escuela. Durante años recordé con odio al horrible viejo que se erigió en mi juez moral. Estaba convencida de que de hecho arruinó mi vida, porque me fue prohibido volver a ver a Kenny nunca más.

– Yo fui ese hombre -dijo el señor Abelar, como si hubiera estado siguiendo el hilo de mis pensamientos.

En ese momento me golpeó todo el impacto de haber recordado mi humillación pública. Y tener delante de mí a la persona responsable de ésta fue más de lo que pude soportar. Me puse a llorar de la frustración. Lo peor fue que el señor Abelar no parecía en absoluto arrepentido de lo que había hecho.

– Te he buscado desde aquella noche -dijo el señor Abelar con una sonrisa maliciosa.

Creí descubrir todo tipo de perversos matices sexuales en su mirada y sus palabras. Mi corazón estuvo a punto de explotar del coraje y el miedo. En ese momento supe que Clara me había llevado a México por razones siniestras relacionadas con un plan secreto que ambos concibieron desde el principio, el cual incluía, sin duda alguna, sexo aberrante. Ahí supe por qué no creí sus declaraciones de celibato ni por un momento.

– ¿Qué me van a hacer? -pregunté, con la voz entrecortada por el miedo.

Clara me miró, perpleja, y luego se echó a reír, como si hubiera entendido todo lo que pasó por mi mente. El señor Abelar imitó mi voz entrecortada haciéndole la misma pregunta a Clara:

– ¿Qué me van a hacer? -su carcajada resonante se unió a la de Clara, reverberando por toda la casa. Escuché los aullidos de Manfredo desde su cuarto; parecía estarse riendo también. Me sentí más que desdichada; estaba desolada. Me puse de pie para irme, pero el señor Abelar me empujó, obligándome a tomar asiento de nuevo.

– La vergüenza y la importancia personal son unos compañeros terribles -indicó en tono serio-. No has recapitulado el incidente o no te encontrarías en este estado ahora. -A continuación suavizó su mirada fija y feroz, adoptando una expresión que casi era amabilidad, y agregó-, Clara y yo no queremos hacerte nada. Te has hecho más que suficiente tú misma. Aquella noche buscaba el baño y abrí una puerta reservada para empleados. Puesto que un nagual siempre está consciente de lo que hace, y nunca comete errores por simple descuido, supuse que estaba predestinado a encontrarte y que tú tenías un significado especial para mí. Al verte ahí, medio desnuda y a punto de entregarte a un hombre débil que tal vez hubiera destruido tu vida, actué en forma muy específica y te pegué con la escoba.

– Lo que hizo fue convertirme en el hazmerreír de mi familia y amigos -grité.

– Quizá. Pero también me apoderé de tu cuerpo etéreo y le até una línea de energía -indicó-. Desde ese día, siempre he sabido dónde andas, pero tardé cinco años en crear una situación en la que estarías dispuesta a escuchar lo que tengo que decirte.

Por primera vez, comprendí lo que estaba diciendo. Fijé la mirada en él con incredulidad.

– ¿Quiere usted decir que durante todo este tiempo ha sabido dónde andaba yo? -pregunté.

– He estado siguiendo cada uno de tus movimientos -dijo en tono concluyente.

– Quiere usted decir que anduvo espiándome -las implicaciones de lo que me estaba diciendo cobraban forma lentamente.

– Sí, en cierto modo -admitió.

– ¿Clara también sabía que yo vivía en Arizona?

– Naturalmente. Todos sabíamos dónde estabas.

– Entonces no fue por casualidad que Clara me encontró en el desierto ese día -exclamé. Me volví hacia Clara, furiosa-. Sabías que estaría ahí, ¿verdad?

Clara asintió con la cabeza.

– Lo admito. Ibas con tanta regularidad que no fue difícil seguirte.

– Pero me dijiste que estabas ahí por casualidad -grité-. Me mentiste; me engañaste para que viniera a México contigo. Y me has estado mintiendo desde entonces, riéndote a mis espaldas por sólo Dios sabe qué razones -todas las dudas y sospechas que no había expresado en meses por fin salieron a la superficie y explotaron-. Esto no ha sido más que un juego para ustedes -grité-, para ver qué tan estúpida y crédula soy.

El señor Abelar me dirigió una mirada feroz, pero eso no me impidió devolvérsela igual. Me dio unos golpecitos en la cabeza para tranquilizarme.

– Estás completamente equivocada, jovencita -dijo con severidad-. Esto no ha sido un juego para nosotros. Es cierto que nos hemos reído bastante de tus idioteces, pero ninguna de nuestras acciones son mentiras o trucos. Son totalmente serias; de hecho, se trata de un asunto de vida o muerte para nosotros.

Sonaba tan sincero y se veía tan autoritario que la mayor parte de mi ira se disipó, dejando en su lugar un inevitable aturdimiento.

– ¿Qué quería Clara conmigo? -pregunté, mirando al señor Abelar.

– Confié a Clara una misión sumamente delicada: traerte a casa -explicó-. Y lo logró. La seguiste, obedeciendo a tu propio impulso interior. Es sumamente difícil lograr que aceptes invitaciones, y una de alguien completamente desconocido es prácticamente imposible. Sin embargo, lo logró. ¡Fue una jugada maestra! Para un trabajo tan bien hecho, sólo caben elogios y admiración.

Clara se incorporó de un salto e hizo una reverencia llena de gracia.

– Fuera ya de toda broma -indicó, adoptando una expresión solemne al sentarse de nuevo-, el nagual tiene razón; fue lo más difícil que he hecho en mi vida. Hubo momentos en que pensé que te ganaría tu naturaleza recelosa, que me mandarías a la goma. Incluso tuve que mentir y decirte que tengo un nombre budista secreto.

– ¿No lo tienes?

– No, no lo tengo. Mi deseo de libertad ha consumido todos mis secretos.

– Pero aún no entiendo cómo Clara supo dónde encontrarme -dije, mirando al señor Abelar-. ¿Cómo supo que estaba en Arizona en ese momento en particular?

– Por tu doble -replicó el señor Abelar, como si fuera lo más obvio.

En el instante en que lo dijo, se me despejó la mente y entendí exactamente a qué se refería. De hecho, supe que era la única forma posible en que hubieran podido mantenerse al tanto de mis pasos.

– Amarré una línea de energía a tu cuerpo etéreo la noche que te sorprendí -explicó-. Puesto que el doble está hecho de pura energía, es fácil marcarlo. Sentí que, dadas las circunstancias de nuestro encuentro, era lo menos que podía hacer por ti. Como una especie de protección.

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