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– Pero no recuerdo que me haya dicho nada después de que me dormí en el petate -protesté.

Clara vaciló y me escudriñó la cara, supongo que en busca de alguna chispa de reconocimiento. Meneó la cabeza para indicar que no encontraba ninguna, aunque traté de parecer lo más calmada y atenta posible e incluso sonreí para darle mayor seguridad.

– Te habló de todos los seres que vivimos en esta casa -empezó Clara-. Te dijo que todos somos brujos, incluyendo a Manfredo.

Al escuchar el nombre de Manfredo, algo encajó en mis pensamientos.

– Lo sabía -exclamé sin pensar. Me pareció perfectamente verosímil la idea de que Manfredo fuera brujo, pero no tenía la menor idea del por qué era así. Le dije a Clara que en algún momento ya debí haber pensado eso, aunque todavía no supiese exactamente qué era un brujo.

– Claro que lo sabes -me aseguró Clara con una ancha sonrisa.

– Te digo que no lo sé.

Clara me miró, perpleja.

– ¿Estás segura que no recuerdas cómo el nagual te lo explicó?

– No, realmente no me acuerdo.

– Para nosotros, un brujo es alguien capaz de romper, por medio de la disciplina y la perseverancia, los límites de la percepción natural -declaró Clara con un aire de formalidad.

– Bueno, eso no aclara nada -dije-. ¿Cómo le hace Manfredo para lograr todo eso?

Pareció darse cuenta de mi confusión.

– Creo que tenemos un malentendido otra vez, Taisha. No me refiero sólo a Manfredo. Aún no has comprendido que todos los que vivimos en esta casa somos brujos. No sólo el nagual, Manfredo y yo, sino también los otros catorce a los que aún no conoces. Todos somos brujos, pero brujos abstractos. Si quieres imaginarte la brujería como algo concreto que implica rituales y pociones mágicas, sólo puedo decirte que sí existen brujos concretos de ese tipo, pero no los encontrarás en esta casa.

Obviamente estábamos pensando en cosas diferentes. Yo hablaba de Manfredo y ella hablaba de unas personas que yo ni siquiera había visto aún. Pero sí entendí por fin que Clara, el señor Abelar y los otros esquivos a los que ambos aludían constantemente eran todos brujos. En lugar de hacer más preguntas, recordé su consejo y preferí guardar silencio.

A continuación se explayó en el hecho de que los brujos abstractos buscan la libertad por medio del acrecentamiento de su capacidad para percibir; mientras que los brujos concretos, como los tradicionales que vivieron en el antiguo México, buscan el poder y la gratificación personales por medio del acrecentamiento de su importancia personal.

– ¿Qué tiene de malo buscar la gratificación personal? -pregunté, tomando un sorbo de agua del vaso que había en la mesita de noche.

– Tenías que ser tú la que se pone del lado de los brujos concretos -dijo Clara, con mirada preocupada-. Con razón el nagual te dio esos dardos de cristal.

A pesar de mi promesa de mantener la calma, al oír mencionar los cristales me recorrieron unas olas de nerviosismo. El estómago se me acalambró con tal intensidad que estuve segura de haber contraído una gripa intestinal.

– Me resulta prácticamente imposible explicarte lo que hacemos; y aún más que imposible hacerte entender por qué hacemos lo que hacemos -afirmó Clara-. Tendrás que hacerle esas preguntas a tu maestra.

– ¿A mi maestra?

– No me estás haciendo caso, Taisha. Ya te dije que tienes una maestra. Aún no la conoces, porque no posees la energía suficiente. Conocerla requiere diez veces más energía que conocer al nagual, y todavía no te recuperas del encuentro con él. Tienes la cara verdosa y pálida.

– Creo que me dio gripa -dije, sintiéndome otra vez mareada.

Clara meneó la cabeza.

– Lo que tienes es que estar fija en ti misma -interpoló antes de continuar-. El nagual también podría contestar cualquier pregunta que le hicieras. El problema es que lo tratarías como a un hombre y si te hablara por más de unos cuantos minutos con toda certeza volverías a caer en tu patrón de mujer. Por eso te tiene que instruir una mujer.

– ¿No estás exagerando este asunto de los hombres y las mujeres? -pregunté, tratando de levantarme de la cama.

Me sentía débil y me temblaban las piernas. El cuarto empezó a dar vueltas y casi me desmayé. Clara me sujetó del brazo justo a tiempo.

– Pronto sabremos si lo estoy exagerando -dijo-. Vayamos afuera a sentarnos a la sombra de un árbol. Quizá el aire fresco te ayude a revivir.

Me hizo ponerme una chamarra larga y unos pantalones y me guió, como a una enferma, de la habitación al patio trasero.

Nos sentamos sobre unos petates debajo del enorme zapote cuya sombra abarcaba casi todo el patio. En cierta ocasión le había preguntado a Clara si podía comer de su fruta. Ella me calló e indicó: "Sólo come, pero no hables de ello." Obedecí, pero desde entonces me sentía culpable, como si hubiera ofendido al árbol.

Permanecimos en silencio, escuchando el murmullo del viento entre las hojas. Estaba fresco y apacible ahí y me sentí tranquila otra vez. Después de un rato, Manfredo apareció dando la vuelta lentamente a la esquina de la casa, donde tenía un pequeño cuarto con una gran puerta oscilante recortada en la pared, para poder entrar y salir a discreción. Se me acercó y me empezó a lamer la mano. Le miré los ojos llenos de sentimiento y supe que éramos los mejores amigos. Como en respuesta a una invitación tácita, se tendió sobre mi regazo, instalándose cómodamente. Le acaricié el pelo suave y sedoso y me llenó un profundo afecto por él. Asida por un arranque inexplicable de compasión, me incliné al frente y lo abracé. De súbito comencé a llorar, sentía tanta lástima por él.

– ¿Dónde están tus cristales? -preguntó Clara en tono autoritario. Su voz dura me hizo volver a la realidad.

– En mi cuarto -contesté, soltando a Manfredo para secarme los ojos con la manga de mi chamarra.

Manfredo percibió la mirada desaprobatoria de Clara y de inmediato se quitó de mis piernas y cruzó el camino para sentarse debajo de un árbol cercano.

– Debes traerlos contigo todo el tiempo -indicó Clara bruscamente-. Ya sabes que unas armas, como lo son esos cristales, no tienen nada que ver con la guerra o la paz. Puedes amar la paz todo lo que quieras y no obstante necesitar armas. De hecho, las necesitas para luchar contra tus enemigos en este preciso momento.

– No tengo enemigos, Clara -dije lloriqueando-. Nadie sabe que vivo siquiera.

Clara se inclinó hacia mí.

– El nagual te dio esos cristales para ayudarte a destruir a tus enemigos -indicó con voz suave-. Si los trajeras contigo en este momento, podrías realizar tus pases brujos con ellos y te ayudarían a disipar esa insistente lástima que sientes por ti misma.

– No sentí lástima por mí misma, Clara -dije, a la defensiva-. Me causó lástima el pobre Manfredo.

Clara se rió y meneó la cabeza.

– No hay razón alguna para sentir lástima por el pobre Manfredo. Sea cual fuera su forma actual, es un guerrero. La lástima por ti misma, por el contrario, está presente en tu interior y se expresa de distintas formas. Ahora la estás llamando "sentir lástima por Manfredo".

Sentí que los ojos se me empezaban a llenar de lágrimas otra vez porque, además de mi inseguridad, en efecto había un pozo de autocompasión sin fin dentro de mí. Había avanzado lo suficiente en la recapitulación para comprender que se trataba de una reacción que me la pasó mi madre, la cual se tuvo lástima a sí misma todos los días de su vida, o al menos todos los días de mi vida con ella. Puesto que nunca conocí otra expresión personal en ella, eso fue lo que yo también aprendí a sentir.

– Tienes que sostener las armas de cristal entre tus dedos y apuntar tus pases brujos al corazón de tus escurridizos enemigos, como lo son la importancia personal, que se te aparece disfrazada de autocompasión, indignación moral, o tristeza virtuosa -continuó Clara.

No pude más que mirarla, desalentada. Me acusó de ser débil y de desmoronarme por completo a la menor presión ejercida sobre mí. Sin embargo, lo que más me dolió fue cuando me dijo que mis meses de recapitulación carecían de todo significado; que no eran más que fantasías superficiales, puesto que lo único que había hecho era sumirme en nostálgicos recuerdos acerca de mi maravilloso yo o revolcarme en la lástima de mí misma, al recordar mis momentos no tan maravillosos.

No entendí por qué me atacaba de manera tan cruel. Me zumbaban los oídos con la ola de furia que me arrebató. Rompí a llorar irrefrenablemente, odiándome a mí misma por haberle dado a Clara la oportunidad de devastarme emocionalmente. Escuché sus palabras como si vinieran desde muy lejos; estaba diciendo "…importancia personal, falta de decisión, ambición indomable, sensualidad no asimilada, cobardía; la lista de enemigos empeñados en impedir tu vuelo hacia la libertad no tiene fin y debes ser implacable en tu lucha contra ellos".

Me dijo que me calmara. Afirmó que sólo estaba tratando de ilustrar la forma en que nuestras actitudes y sentimientos son nuestros verdaderos enemigos, tan perjudiciales y peligrosos como cualquier bandido armado hasta los dientes que nos encontremos en la carretera.

– El nagual te dio esos cristales para que reunieras tu energía -indicó-. Son extraordinarios para atraer nuestra atención y fijarla. Se trata de una cualidad de los cristales de cuarzo en general y del intento específico de estos cristales en particular. A fin de lograrlo, sólo tienes que realizar tus pases brujos con ellos.

Desee tener los cristales conmigo; en cambio, miré los ojos brillantes y llenos de compasión de Manfredo. Se me ocurrió que reflejaban la luz de la misma manera que los cristales de cuarzo. Por un momento, sus ojos sostuvieron mi mirada y, al observarlos, una certeza irracional de súbito apareció en mi mente. Supe que Manfredo era un brujo perteneciente a la tradición antigua, el espíritu de un brujo que de algún modo había sido atrapado en el cuerpo de un perro. En cuanto lo hube pensado Manfredo soltó un ladrido corto y agudo, como de confirmación.

También me pregunté si no sería Manfredo quien encontró los cristales para mí en una cueva o, más bien, que condujo al nagual hasta ellos, en la misma forma en que me guió hasta mi mirador favorito en los cerros desde los cuales se dominaba la casa y el terreno.

– Una vez me preguntaste cómo era posible que supiese tanto acerca de los cristales -dijo Clara, interrumpiendo mis especulaciones-. No te lo pude decir entonces, porque aún no conocías al nagual. Pero ahora que lo has conocido, puedo decirte que… -respiró profundamente y se inclinó hacia mí-. Somos brujos pertenecientes a la misma tradición que los de la antigüedad. Hemos heredado todos sus rituales y conjuros esotéricos, pero no nos interesa ponerlos en práctica, aunque sepamos usarlos.

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