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– No… -susurró Irina- todavía no.

El estudiante de la ventanilla cantó, como si sonriese amargamente, al ritmo de las ruedas:

Manzanita - ¿hacia dónde vas rodando?

y fue repitiendo lentamente el estribillo, acentuando cada palabra como si cada palabra fuera una respuesta a una pregunta, o como si fuera la pregunta misma, y expresase la mortal certidumbre de una respuesta no formulada:

Oh, manzanita… ¿hacia dónde… vasrodando?

Irina murmuraba:

– Oye, podemos hacer una cosa. De vez en cuando podemos mirar a la luna; la luna ¿sabes? es la misma en todas partes. De este modo los dos veremos una misma cosa, ¿comprendes?

– Sí -dijo Sasha-. Será muy hermoso.

– Iba a decir el sol, pero supongo que no habrá mucho. La interrumpió un acceso de tos: tosió sordamente, a sacudidas, cogiéndose la garganta con la mano.

– Irina -gritó él-, ¿qué tienes?

– No es nada -contestó ella sonriendo, parpadeante e intentando recobrar el aliento-. No es más que un poco de resfriado. Las celdas de la G. P. U. no están muy bien caldeadas. Una linterna brilló a través de la ventanilla. Luego no hubo más que silencio, el lento caer de los húmedos copos contra el cristal. Irina y Sasha se quedaron inmóviles, con los ojos fijos en la ventanilla.

Irina murmuró:

– Creo que nos vamos acercando.

Sasha se irguió: su cara bronceada parecía más oscura que sus cabellos. Dijo, con voz enérgica:

– Si nos permiten escribir, Irina, ¿me escribirás… todos los días?

– ¡Claro! -contestó ella en tono alegre.

– ¿Y me dibujarás algo en cada carta?

– Con mucho gusto. Mira -dijo tomando un poco de carbón del marco de la ventana-, ahora mismo voy a hacer un dibujo. Con pocos trazos ligeros y seguros como los movimientos del bisturí de un cirujano, dibujó una cara en el respaldo de su asiento; la cara de un diablillo, con las orejas en alto, y guiñando maliciosamente un ojo: una risa loca, contagiosa, irresistible, que no se podía mirar sin sonreír.

– Ya está -dijo Irina-. Te hará compañía después… después de la estación.

Sasha sonrió, respondiendo a la sonrisa del diablillo y de pronto, echando la cabeza hacia atrás, cerrando los puños, gritó, de tal modo que el estudiante del gorro verde le miró sobresaltado-: ¿Por qué hablan de honor, de ideales, de deberes para con la Pa tria? ¿Por qué nos enseñan…?

– No grites de ese modo, amor mío. No pienses en cosas inútiles. ¡Tantas veces se piensa en balde, en este mundo!

En la estación, otro tren estaba ya aguardando en una vía paralela. Unos centinelas con bayoneta calada escoltaron a los presos fuera del coche. Sasha estrechó a Irina sobre su pecho, y los huesos de ella crujieron bajo su abrazo; la besó en los labios, en la barbilla, en los cabellos, en el cuello, con un grito que no era ni un gemido ni un rugido. Murmuró roncamente, furiosamente, junto a su cuello, ruborizándose, sofocado, las palabras que nunca había sabido decir:

– ¡Te… te quiero!

Un guardia tocó a Irina en el codo. La joven, desprendiéndose de Sasha, siguió al guardia en el pasillo. Al llegar a la puerta, Sasha empujó al guardia a un lado, con un movimiento salvaje, furioso, y agarrando de nuevo a Irina la abrazó sin besarla, mirándola como si hubiera perdido el sentido, mientras sus grandes manazas estrechaban el cuerpo de la esposa que no había poseído jamás. El centinela le arrancó de sus brazos y la empujó hacia la puerta. Irina se volvió por un segundo a dar a Sasha una última mirada, y le sonrió con la sonrisa franca y maliciosa del diablillo, arrugando la nariz y guiñando un ojo. Luego se cerró la puerta. Los dos trenes salieron juntos. Sasha, aplicando el rostro al cristal de la ventanilla, pudo ver el oscuro contorno de la cabeza de Irina destacándose sobre el fondo amarillo de la iluminada ventanilla de otro coche, en una vía paralela. Ambos trenes siguieron un rato uno al ladn de otro, mientras iba aumentando la velocidad del rítmico martilleo de las ruedas sobre los rieles y las luces de la estación iban desapareciendo lentamente, por encima de la oscura techumbre del coche en que Sasha tenía clavada la vista. Luego, las verdosas franjas de nieve que separaban un tren del otro se fueron ensanchando; Sasha pensó que si la ventanilla hubiese estado abierta tal vez le hubiera bastando extender el brazo para llegar al otro coche; luego pensó que tendría que sacar todo el cuerpo fuera de la ventanilla. Apartó la mirada del tren para fijarla ferozmente en la blanca extensión que aumentaba entre ellos, y sus dedos se crisparon sobre el cristal, como si, con la tensión de todos sus músculos, quisiera agarrar y detener aquella masa de nieve. Los rieles iban distanciándose: al nivel de sus ojos, Sasha veía ahora el brillo azulado de las ruedas del tren que se llevaba a Irina, corriendo a lo largo de las oscuras cintas tendidas sobre la nieve.

Luego no miró más a la nieve; lanzó una mirada, como quien arroja un garfio, a aquel cuadradito amarillo en que se destacaba una sombra negra que era una cabeza lejana. Y sus ojos se negaron a abandonarla, mientras el cuadradito amarillo desaparecía rápidmente, y Sasha sentía que tras él se le iba la mirada, tensa en un agudo e intolerable sufrimiento. En medio de una amplia llanura nevada, dos negras orugas se arrastraban alejándose cada vez más una de otra; dos sutiles hilos de plata las precedían como si tirasen de ella, para desaparecer en un negro abismo. Por fin Sasha no pudo ver ya el cuadro amarillo, y sí únicamente una hilera de puntos que conservaban la forma cuadrada, y por encima de ellos algo negro que se movía sobre el fondo del cielo y que se parecía al techo de unos vagones. Luego, no hubo más que una serie de puntitos amarillos que caían en un pozo negro, y por fin sólo quedó el polvoriento cristal de su ventanilla, con aquel hule negro pegado al otro lado; pero Sasha no sabía si aún seguía viendo en alguna parte una hilera de luces, o si era algo que ardía en sus ojos absortos y dilatados.

No quedó más que el diablillo, en el respaldo del asiento vacío junto al suyo, sonriéndole con su boca de media luna y guiñándole maliciosamente un ojo.

Capítulo noveno

"El camarada Víctor Dunaev, uno de nuestros más jóvenes e inteligentes ingenieros, ha sido destinado al Volkhovstroy, la gran construcción hidroeléctrica de la Unión Soviética. Se trata de un cargo de responsabilidad que nunca se había confiado a ninguna persona de su edad."

El recorte de la Pravda estaba en la nueva y reluciente cartera de Víctor junto con otro parecido de la Krasnaia Gazeta y, cuidadosamente doblado entre los dos, uno de la Izvestia de Moscú, siquiera en este último sólo se dedicaba una línea al "camarada Dunaev".

Víctor llevaba esta cartera consigo al dirigirse a los trabajos de construcción de la presa del lago Volkhov, a pocas horas de distancia de Petrogrado. Una comisión de su Centro del Partido fue a despedirle a la estación. Desde la plataforma del coche pronunció un breve, pero interesante discurso sobre el porvenir de las construcciones proletarias, y, al arrancar el tren, se olvidó de besar a su esposa. Al día siguiente, su discurso fue publicado en el Diario Mural de su Centro.

Marisha tuvo que quedarse en Petrogrado; tenía que terminar el curso en la Rabfac y no podía descuidar sus actividades sociales. Ella había insinuado tímidamente que hubiera podido dejarlas para ir con su" marido, pero éste había insistido para que se quedase en la ciudad.

– Querida -le había dicho-, no hay que olvidar que nuestros deberes sociales deben anteponerse a todas las consideraciones de comodidad personal.

Le prometió que cada vez que su trabajo le llamase a la ciudad, iría a su casa. Pero Marisha le vio una vez, inesperadamente, en una asamblea del Partido. Víctor se apresuró a explicarle que no podía acompañarla porque debía tomar el tren de medianoche para regresar al trabajo, y Marisha, aunque sabía que no había ningún tren de medianoche, no replicó nada.

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