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– Mi tía de Berlín -dijo Leo- me odia, pero quería a mi padre, y mi padre… murió.

– Sacúdete la nieve de las botas, Leo -dijo ella-. Se está derritiendo por el pavimento.

– De no haber sido tú, hubiera embarcado hace tres días. Pero no podía marcharme sin verte. Por esto aguardé. Aquel barco desapareció. Naufragado o capturado, nadie lo sabe. No llegaron a Alemania. ¡De modo que me salvaste la vida… quizá! Cuando oyeron un ruido sordo y los maderos crujieron más fuertemente y la llama de la linterna vaciló contra el viento. Leo se puso en pie, apagó la luz y abrió la ventanilla. Juntos los rostros, observaron cómo la luz roja de la ciudad se iba alejando. Por fin desapareció. Sólo quedaban algunas llamitas entre cielo y tierra, que no se movieron, sino que poco a poco se transformaban en estrellas, luego en puntos y por fin desaparecían. Kira miró a Leo: los ojos de éste estaban desmesuradamente abiertos, llenos de una emoción que ella no había visto nunca. Lentamente, triun-falmente, le preguntó:

– ¿Te das cuenta de lo que estamos abandonando? Luego sus manos agarraron los hombros de Kira y sus labios se apoderaron de los de ella. Kira tuvo la sensación de caerse de espaldas en el vacío: cada uno de sus músculos sentía el peso de cada uno de los de él.

Luego él la dejó. Cerró la ventana y encendió la linterna. La cerilla crepitó con una llama azul. Leo encendió el cigarrillo y se paró junto a la puerta, sin mirar a Kira, fumando. Ella se sentó junto a la mesa, sumisa, sin una pregunta, sus ojos fijos en los de él.

Leo aplastó el cigarrillo contra la pared y se acercó a Kira; con las manos en los bolsillos, permaneció silencioso. Su boca dibujaba un arco irónico, su cara no tenía expresión.

Kira se levantó, dócil, como si los ojos de él arrastrasen. Leo dijo:

– Desnúdate.

Kira no dijo una palabra, y sin apartar sus ojos de los de él, obedeció.

Capítulo diez

Cuando Kira despertó, la cabeza de Leo descansaba sobre su pecho y un marinero les estaba contemplando. Se subió la sábana hasta la barbilla, y Leo despertó a su vez. Los dos se quedaron atónitos.

Era por la mañana. La puerta estaba abierta y el marinero estaba en el umbral. Sus hombros eran demasiado anchos para la puerta y su puño se cerraba sobre una pistola que llevaba al cinto: su chaqueta de cuero se abría sobre una camiseta rayada, y su boca se abría en una amplia sonrisa sobre dos hileras de dientes blanquisimos. Se inclinaba ligeramente, porque su gorra azul tocaba al dintel de la puerta; en la gorra se veía la estrella roja de cinco puntas de los soviets. Murmuró, sin dejar de sonreír: -Siento estorbaros, ciudadanos.

Kira con los ojos clavados en la estrella roja, aquella estrella que le entraba por los ojos, pero que pugnaba en vano por llegar hasta su cerebro, murmuró inconscientemente, suavemente, como una chiquilla:

– Por favor, márchese. Nosotros…

Su voz se quebró. La estrella roja había llegado a su cerebro. El marinero prosiguió con cinismo:

– No habría usted podido elegir un momento peor, ciudadana. Verdaderamente no lo podía elegir peor. Leo sólo dijo: -Salga, déjenos vestir.

Su voz no era ni arrogante ni de súplica; era una orden tan implacable que el marinero obedeció como si se lo hubiera mandado un superior. Leo cerró la puerta tras él.

– Estáte quieta -dijo a Kira- hasta que te dé tu ropa; hace frío. Saltó de la cama y se inclinó para recoger los vestidos de Kira, desnudo como una estatua y con la misma indiferencia que si lo fuera. A través de una hendidura del postigo cerrado llegaba hasta ellos una luz gris.

Se vistieron en silencio. El techo temblaba sobre sus cabezas, bajo pasos precipitados. En algún punto lejano una voz de mujer chillaba como un animal enfurecido. Cuando se hubieron vestido dijo Leo:

– Todo va bien, Kira. No tengas miedo.

Estaba tan sereno que por un momento ella se alegró del desastre que le permitía verle así. Sus ojos se encontraron por un segundo en una silenciosa sanción de lo que los dos recordaban. El abrió luego la puerta. El marinero aguardaba fuera. Leo dijo sencillamente:

– Todas las confesiones que queráis. Firmaré cualquier cosa a condición de que la dejéis marchar.

Kira abrió la boca. Leo se la cerró brutalmente con la mano, clavándole las uñas en las mejillas. Siguió diciendo: -Ella no tiene nada que ver en esto. La he raptado. Podéis procesarme por ella, si queréis.

– ¡Miente! -chilló Kira.

– ¡Cállate! -dijo Leo.

– A callarse los dos -tronó el marinero.

Le siguieron. Los chillidos de aquella mujer continuaban, ensordecedores. La vieron arrastrarse de rodillas detrás de dos marineros que llevaban su caja de madera; ésta estaba abierta y las joyas resplandecían ante los ojos de los marineros, mientras la mujer hería el espacio con sus gritos y los cabellos le caían sobre la cara. Al pasar por delante de una puerta abierta Leo empujó a Kira de tal modo que ella pasó sin ver nada. En el camarote había algunos hombres inclinados sobre un cuerpo inmóvil tendido en el suelo; la mano de aquel cuerpo estrechaba la empuñadura de una daga clavada en su corazón, junto a la cruz de San Jorge. Sobre el puente el cielo gris bajaba hasta lo alto del palo mayor, y el vapor salía al mismo tiempo que las órdenes de los labios de los hombres que habían tomado el mando del barco; los hombres del negro guardacostas que subía y bajaba en medio de la niebla como una sombra enorme: sobre el palo mayor del guardacostas ondeaba ligeramente una bandera roja.

Dos marineros tenían cogido por los brazos al capitán, que mantenía la mirada fija en la punta de sus zapatos. Los marineros aguardaban las órdenes de un gigante en chaqueta de cuero.

El gigante sacó de su bolsillo una lista y la puso bajo la barba del capitán; con el pulgar señaló por detrás de sus hombros a Leo y preguntó: -¿Quién es?

El capitán señaló un nombre. Kira vio abrirse los ojos del gigante, con una extraña expresión que no supo definir.

– ¿Y la muchacha? -preguntó.

– No lo sé -contestó el capitán-. No está en la lista de pasajeros. Llegó con él en el último momento.

– Dieciséis serpientes contrarrevolucionarias que intentaban huir al extranjero, camarada Timoshenko -dijo un marinero. -¿Creías poder escapar? ¿De las manos de Stepan Timoshenko de la flota del Báltico?

El capitán seguía con la mirada fija en sus zapatos. -Abrid bien los ojos y tened los fusiles preparados -dijo el camarada Timoshenko- y a la más pequeña dificultad disparad contra ellos y destripadlos.

Miró a la niebla guiñando un ojo, con su deslumbrante dentadura y su cuello bronceado expuesto al frío, y luego se alejó silbando.

Cuando los dos buques empezaron a moverse el camarada Timoshenko volvió atrás. Pasó junto a Leo y Kira que estaban en el grupo de los prisioneros, sobre el puente húmedo y resbaladizo, y se detuvo a mirarles un segundo, con una expresión inexplicable en sus negros ojos redondos. Pasó, y luego volvió atrás y dijo en voz alta, sin dirigirse especialmente a nadie, pero señalando con el pulgar a Kira:

– La muchacha no tiene nada que ver. El la ha raptado.

– Pero si yo digo… -intentó decir Kira.

– Haga callar a su mujercita -dijo Timoshenko cambiando con Leo una mirada que casi parecía de complicidad. Vieron cómo Petrogrado se dibujaba en el cielo, como una larga e informe hilera de casas alineadas en el límite de un cielo inmenso y helado. La cúpula de la catedral de San Isaac, como media bola de oro pálido, parecía una luna cansada que remontase su curso en medio del humo que salía de los tejados. Leo y Kira se sentaron sobre un rollo de cuerda. Detrás de ellos un marinero picado de viruela fumaba un cigarrillo, con una mano sobre la pistola.

No se dieron cuenta de que el marinero se alejaba. Stepan Timoshenko se les acercó y murmuró, mirando a Kira: -Cuando bajemos a tierra, habrá un camión aguardándoles. Los muchachos estarán ocupados. Tengo la impresión de que se volverán de espaldas. Aproveche el momento para marcharse… y siga su camino.

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