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El hombre se paró a su vez. Nunca había oído una súplica que se pareciera tanto a una orden. Le preguntó, guiñando un ojo con aire de asentimiento: -¿Cuánto necesita? Ella se lo dijo.

– ¿Cómo? -replicó él, asombrado-. ¿Por una noche? ¡Pero si sus iguales no llegan a ganar tanto en toda su vida! Y no pudo explicarse por qué la extraña muchacha dio la vuelta y escapó a todo correr, sin fijarse en los charcos, como si él la persiguiera.

Dirigió una última súplica al Estado.

Necesitó varias semanas de visitas, cartas de presentación a secretarios y empleados, pero por fin obtuvo una audiencia de uno de los más poderosos funcionarios de Petrogrado. El podía ayudarla; entre él y su poder no había más que la habilidad de Kira en convencerle.

El funcionario estaba sentado detrás de su escritorio. Detrás de él había una ventana por la que entraba un estrecho rayo de luz, como en una catedral. Delante de él estaba Kira. Ella le miraba: sus ojos no eran ni hostiles ni suplicantes; eran limpios, confiados, serenos; su voz era tranquila, joven, clara.

– ¿Ve usted, camarada comisario? Yo le amo, y él está enfermo. ¿Sabe usted lo que es la enfermedad? Es algo extraño que ocurre en nuestro cuerpo y que no se puede detener. Y entonces viene la muerte. Ahora, la vida de él depende de un pedazo de papel. Si se mira así, ¡todo se va tan sencillo! No quieren enviarlo a un sanatorio porque no escribió su nombre en un papel, entre otros muchos nombres, y no pertenece a ningún sindicato. Se trata únicamente de tinta, papel, y en suma de algo que, bien considerado, puede escribirse, rasgarse, volverse a escribir. Pero aquello otro, lo que sucede en nuestro cuerpo, aquello no se puede detener. No es cuestión de presentar instancias. Camarada comisario, ya sé que aquellas cosas son muy importantes, el dinero, los sindicatos, los papeles y todo lo demás. Y si hay que sufrir, si hay que hacer algún sacrificio por ello, no me importa. No me importa tener que trabajar todas las horas del día. No me importa que mi vestido sea viejo. No lo mire, camarada comisario; ya sé que es feo; pero no me importa. Tal vez alguna vez no les he comprendido a ustedes ni tantas cosas como hay que comprender, pero puedo ser obediente y aprenderlas. Pero… pero cuando se trata de la vida, camarada comisario, entonces hay que ser serios, ¿no es verdad? No hemos de permitir que estas cosas cuesten una vida. Una firma suya, y él podrá ir al sanatorio y no morírrCamarada comisario, pensemos en las cosas con la calma y la simplicidad que merecen… ¿Sabe usted lo que es la muerte? ¿Sabe que la muerte quiere decir… nada… nada…, nunca más… irremediablemente? ¿No comprende que él no puede morir? Le amo. Todos tenemos que sufrir; todos debemos perder cosas queridas. Bien. Pero, desde el momento que vivimos, en nosotros hay algo, algo que es como el verdadero corazón de la vida, y este algo no se puede tocar. Es algo muy sagrado, de que no se debe decir el nombre, algo de que no se puede ni hablar. Usted me comprende, ¿no es cierto? Bien; él es esto para mí, y usted no puede quitármelo, porque no puede dejarme ahí delante de usted, mirándole, hablándole, respirando y viviendo, para decirme después que se lo lleva. No estamos locos, ¿no es verdad, camarada comisario? El camarada comisario contestó:

– Cien mil obreros murieron en la guerra civil. ¿Por qué no puede morir un aristócrata frente a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas?

Kira volvió a casa poco a poco, contemplando la oscura ciudad. Veía los relucientes pavimentos, hechos para millares de zapatos; veía los tranvías, hechos para que los hombres pudieran recorrer las calles más de prisa; veía las casas en que los hombres entraban furtivamente por las noches; los pasquines que proclamaban aquello de que los hombres vivían, aquello que los hombres soñaban, y se preguntó si alguno de aquellos miles de ojos que la rodeaban veía lo mismo que ella, y por qué había de ser ella sola quien lo viese.

– ¿Por qué?

En una cocina de un quinto piso, una mujer se inclina sobre una estufa y menea una maloliente pitanza en una cazuela, gimiendo de dolor de espalda y rascándose la cabeza con la cuchara.

¿Porqué?

A la esquina de un café, un hombre se apoya en un banco y levanta una copa rebosante de espuma. Y la espuma se vierte sobre su pantalón y cae al suelo, mientras él canta en voz ronca una alegre canción. -¿Por qué?

En una camita blanca, entre blancas sábanas manchadas, un niño duerme y lloriquea en sueños.

– ¿Por qué?

En el silencio de unos muros de piedra que dejan chorrear lentamente la humedad, una figura está arrodillada ante un Crucifijo dorado y levanta los brazos trémulos de exaltación y da con su frente contra la fría piedra del pavimento.

– ¿Por qué?

En medio del estrépito de máquinas que giran, entre destellos de acero y goteo de grasa hirviendo, unos hombres agitan sus fuertes brazos y se fatigan el torso de músculos duros y rojos, relucientes de sudor, para fabricar jabón.

¿Por qué?

En unos baños públicos hay unos calderos de cobre que despiden vapor, y unos cuerpos gelatinosos y encarnados se frotan con jabón, suspirando y refunfuñando mientras se esfuerzan en dejar limpia su espalda que humea y el agua sucia y jabonosa cae al suelo hasta la cañería de desagüe. Leo Kovalensky tenía que morir.

Capítulo diecisiete

Era su última esperanza y había que intentarlo. No dijo a Leo adonde iba. Escribió las señas de Andrei en un papel y lo escondió en uno de sus guantes. Era a última hora de la tarde, de modo que Andrei tenía que estar de vuelta del Instituto. Era una casa modesta en una calle modesta. La vieja patrona abrió la puerta con aire desconfiado; el camarada Taganov no recibía visitas femeninas. Pero no dijo nada y, arrastrando los pies, acompañó a Kira por un corredor. Se paró, le indicó una puerta, y se fue. Kira llamó.

– ¡Adelante! -contestó la voz de Andrei.

Ella entró.

Andrei estaba sentado en su escritorio; hizo ademán de levantarse, pero no se levantó en seguida. La miró un momento y luego, poco a poco, se levantó, tan poco a poco que ella se preguntó cuánto tiempo llevaba allí, en el umbral, mientras él se levantaba sin dejar de mirarla.

Luego dijo:

– Buenas tardes, Kira.

– Buenas tardes, Andrei.

– Quítese el abrigo.

Ella se sintió de pronto asustada, turbada, insegura; sintió desvanecerse toda la seguridad amarga y hostil que la había llevado hasta allí; pero le obedeció y se quitó el abrigo y el sombrero, que dejó encima de la cama. La habitación era grande y desnuda, con paredes encaladas, un camastro de hierro, un escritorio, una silla, una cómoda; pero ni un cuadro, ni una estampa; sólo libros, un mar de libros, papeles y periódicos, encima del escritorio, encima de la cómoda, por el suelo.

Andrei dijo:

– Hace frío esta tarde, ¿no es verdad?

– Sí; hace frío-contestó ella.

– Siéntese usted.

Kira se sentó junto al escritorio y él lo hizo encima de la cama, con las rodillas entre las manos. Ella hubiera querido que no la mirase de aquel modo, segundo tras segundo, minuto tras minuto. Pero él le preguntó con calma:

– ¿De dónde viene, Kira? Parece cansada.

– Lo estoy un poco. -¿Cómo va su empleo?

– Lo perdí.

– ¿Cómo?

– Reducción de personal.

– ¡Cuánto lo siento, Kira! Le buscaré otro.

– Gracias, pero no sé si lo necesitaré. ¿Cómo va su trabajo?

¿ La G. P. U.? He trabajado mucho. Registros, detenciones.

¿No me tiene usted miedo, verdad?

– No.

– No me gustan los registros.

– ¿Y las detenciones?

– Si son necesarias, no me importan.

Se callaron; luego ella dijo:

– Si le estorbo, Andrei, me marcharé.

– No, no se vaya. Por favor, no se vaya -intentó sonreír

– . ¿Estorbarme? ¿Por qué lo dice? Estoy… un poco confuso… mi cuarto… no merece recibir su visita.

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