Литмир - Электронная Библиотека

le con ojos febriles, brillantes.

– Cuando estés en el extranjero, me escribirás el primer día, ¿ver-

dad? Acuérdate bien: el primer día.

– Te lo prometo -dijo él sordamente.

– Entonces buscaré la manera de escaparme yo también. ¡Imagínate tú! ¡El extranjero! Iremos a los cabarets, ¡y tú estarás tan gracioso en traje de etiqueta! Estoy segura de que los sastres se negarán a vestir a un enorme oso ruso como tú.

– Es probable -intentó sonreír él.

– Y veremos bailarinas en trajes raros como aquellos que yo dibujo. ¡Figúrate! Podré dibujar figurines de modas y de teatro. ¡Se acabaron los manifiestos! ¡Ni uno más! En mi vida volveré a dibujar un proletario.

– ¡Ojalá!

– Pero, ¿sabes?, he de advertirte que soy una pésima ama de

casa. A la hora de comer, el asado se habrá quemado… porque ten-

dremos asado todos los días… y tus calcetines no estarán zurci-

dos… y no te dejaré quejar. Si lo intentas, te daré de garrotazos

hasta la muerte, ¡pobre criatura delicada! -y rió nerviosamente,

escondiendo la cabeza en su hombro y mordisqueándole la cami-

sa, para evitar que se oyera aquella risa que ya había dejado de

serlo.

El la besó en los cabellos y dijo valientemente: -No me quejaré si con tus dibujos logras hacerte un nombre. He aquí otra de las cosas que no perdono a este país. Creo que podrías ser un gran artista. Y, a propósito, ¿sabes que nunca me has dado ninguno de tus dibujos? ¡Con las veces que te lo he pedido!

– Oh, sí -suspiró ella-, he prometido a mucha gente, y nunca he tenido tiempo para dejar ninguno bien acabado. Pero te aseguro una cosa. Cuando estemos en el extranjero, pintaré una docena de cuadros, y los colgaremos en casa, ¡ en "nuestra casa"!

Los grandes brazos de Sasha se cerraron sobre un cuerpo tembloroso, mientras una cabeza despeinada se volvía hacia el lado opuesto.

– Esto está quemado -dijo Víctor.

– Lo siento -dijo Irina-, tal vez no lo vigilé bastante…

– ¿No hay otra cosa?

– No, Víctor; y lo lamento. No hay nada en casa, y… -¿No hay nada en casa? ¡Es extraordinario lo de prisa que desaparece la comida en casa en estos días!

– No más que de costumbre -dijo Marisha- y no olvides que esta semana no me dieron mi ración de pan.

¿Y por qué no?

– No tuve tiempo de hacer cola, y…

– ¿Y por qué no fue Irina a recogerlo en tu lugar?

– Víctor -dijo Vasili Ivanovitch-, no se encuentra bien.

– Ya lo veo.

– Ya me comeré yo lo tuyo, si no lo quieres -dijo Asha, probando de quitarle a su hermana el plato.

– Ya has comido bastante, Asha -protestó Irina-. Lo que tienes que hacer es irte corriendo a la escuela.

– ¡Ya me lo parece! -dijo Asha.

– Asha, ¿dónde aprendiste a hablar de esta manera?

– No quiero ir -lloriqueó la pequeña-. Esta tarde tenemos que decorar la "casa-cuna Lenin". ¡Me da una rabia tapar las manchas de sus viejas tapicerías rojas con recortes de periódico! Me han reñido dos veces, por haberlo hecho mal.

– Anda, termina y ponte el abrigo. Llegarás tarde.

Asha suspiró. Dio una mirada de resignación a los platos vacíos y salió arrastrando los pies.

Víctor se recostó en el respaldo de su silla, se metió las manos en los bolsillos y preguntó, mirando a Irina con fijeza:

– ¿No vas a trabajar hoy, Irina?

– No; ya he telefoneado. No me siento bien. Creo que tengo un poco de temperatura.

– Vale más que no se aventure a salir, con un tiempo tan horrible -añadió Marisha-. Mira: está nevando.

– Sí; vale más que Irina no se aventure -dijo Víctor.

– No tengo miedo -dijo Irina-, pero creo que valdrá más que me quede en casa.

– Ya sé que tú nunca has tenido miedo a nada -dijo Víctor-. Es una cualidad admirable; pero alguna vez puede llevarte demasiado lejos.

– ¿Qué quieres decir?

– Tendrías que andar con más cuidado… por tu salud. ¿Por qué no llamas al médico?

– ¡Oh! No es necesario, no estoy tan mal, dentro de unos días ya habrá pasado.

– También lo creo -dijo Víctor, poniéndose en pie.

– ¿Qué haces hoy, Víctor? -preguntó su mujer.

– ¿Por qué quieres saberlo?

– ¡Oh, por nada…! Es que… ¿ves tú?, pensaba que, si tienes tiempo, me gustaría que nos dieses una conferencia en el Centro. Todo el mundo ha oído hablar de mi famoso marido, y no he tenido más remedio que prometerles que irías a hablarles de la electrificación, o de los aviones modernos, o de algo parecido.

– Lo siento -dijo Víctor-, pero tendrá que ser otro día. Hoy tengo que hacer una visita. Para un empleo. Para hablar de aquel empleo en las presas del salto hidroeléctrico.

– ¿Puedo ir contigo, Víctor?

– Claro está que no. ¿Qué te pasa? ¿Acaso vas a seguirme los pasos? ¿Estás celosa?

– Oh, no, de ningún modo, querido.

– Bien; entonces cállate. No quiero estar llevando a mi mujer continuamente a cuestas.

– ¿Buscas un nuevo empleo, Víctor? -preguntó su padre.

– Pues ¿qué te figuras? ¿Crees que estoy dispuesto a resignarme a la esclavitud de una cartilla de racionamiento para todo el resto de mi vida? ¡Ya lo veréis!

¿Está usted seguro? -preguntó el funcionario. -Absolutamente -replicó Víctor.

– ¿Quién más es responsable? -Nadie más, excepto mi hermana.

– ¿Quién más vive con ustedes, camarada Dunaev? -Mi mujer, mi padre y mi hermana menor, una niña. Mi padre no sospecha nada. Mi mujer es una tonta que no ve más allá de su nariz. Por otra parte, es miembro del Komsomol. Hay otros inquilinos, pero no tienen ninguna relación con nosotros.

– Comprendido. Gracias, camarada Dunaev.

– No he hecho más que cumplir con mi deber.

– Camarada Dunaev, en nombre de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas le doy las gracias por su valor. Aprecio su manera de obrar. Todavía son pocos los que anteponen el sentimiento de sus deberes con el Estado a los lazos de la sangre y la familia. Esta es una de nuestras aspiraciones para el porvenir, y en este sentido nos esforzamos en educar a nuestro anticuado pueblo. Esta es la más alta prueba de lealtad que puede dar un miembro del Partido. Procuraré que su heroísmo no permanezca ignorado.

– No merezco tales elogios, camarada -dijo Víctor-. El único mérito de mi acto es el de servir de ejemplo para el Partido, para que se considere a la familia como una institución del pasado que no debe tenerse en cuenta para nada al juzgar la lealtad de un miembro de nuestra gran colectividad.

Capítulo octavo

Sonó la campanilla.

Irina se estremeció y dejó caer el periódico.

Marisha dejó el libro.

– Ya voy yo -dijo Víctor.

Irina miró al reloj del comedor. Faltaba una hora para la salida del tren, y Víctor no había ido a la reunión del Partido. No había querido alejarse de casa.

Vasili Ivanovitch, sentado junto a la ventana, cincelaba una plegadera, y Asha, debajo de la mesa, chillaba, mientras iba hojeando antiguas revistas:

– Dime, ¿éste es Lenin? Tengo que recortar diez para la casa-cuna y no llego a encontrarlos. ¿Es Lenin, éste, o es el general checoslovaco? ¡Maldita sea…!

En el recibidor se oyeron los pasos de unas pesadas botas. Se abrió la puerta y en el umbral apareció un hombre que vestía chaqueta de cuero y llevaba en la mano una hoja de papel; a su lado estaban dos soldados con gorro de pico y la mano en la culata de la pistola que pendía de su cinturón. En la puerta del piso, apostado en el rellano, estaba un tercer soldado que llevaba un fusil con la bayoneta calada.

Se oyó un grito: era Marisha, que se puso en pie, cubriéndose la boca con una mano. Vasili Ivanovitch se levantó también poco a poco. Asha, sin moverse de debajo de la mesa, contemplaba la escena con los ojos muy abiertos. Irina permanecía erguida, muy erguida, casi doblegada hacia atrás.

– Tengo orden de registrar la casa -dijo el hombre de la chaqueta de cuero arrojando el papel encima de la mesa. Y añadió, haciendo una seña a sus soldados-: Por aquí. Siguieron por el pasillo hasta el cuarto de Irina. Abrieron el cuartito de al lado. Sasha estaba en el umbral, mirándoles con una desdeñosa sonrisa.

93
{"b":"125327","o":1}