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Capítulo quinto

Galina Petrovna se lamentaba todas las mañanas: -¿Qué tienes, Kira? Unas veces comes, otras no… no sientes frío… no te das cuenta de cuando se te habla… ¿Qué te ocurre? Por la noche, Kira volvía a pie a su casa, y sus miradas iban siguiendo a todos los tipos altos, escrutaban ansiosamente bajo todos los cuellos de gabán levantados; su mismo anhelo la hacía contenerse la respiración. No esperaba encontrarle en la ciudad, ni lo deseaba tampoco. Nunca se preguntaba si habría o no regresado, si la querría. No tenía otro pensamiento que el de que él existía.

Todas las noches volvía del Instituto a casa a pie, sola. Una vez, Galina Petrovna, al abrirle la puerta, tenía los ojos hinchados y enrojecidos.

– ¿Te han dado el pan? -fue la primera pregunta que le hizo, en medio de la fría corriente de aire de la puerta abierta. -¿Qué pan? -preguntó Kira.

¡Qué pan! ¡El tuyo! El pan del Instituto. Hoy es día de reparto; no me digas que lo has olvidado. -¡Ay, Dios mío!

Galina se dejó caer en una silla, y sus brazos, desesperados, se abandonaron a lo largo de su cuerpo.

– Pero, Kira, ¿qué te pasa? La ración que te dan apenas bastaría para un gato y aún te olvidas de recogerla. ¡Estamos sin pan! ¡ Ay, misericordia divina!

En el oscuro comedor, Lidia estaba sentada junto a la ventana haciendo calceta a la luz de un farol de la calle. Alexander Dimitrievitch, con la cabeza apoyada sobre la mesa, dormitaba. -No hay pan -anunció Galina-. Su Alteza lo ha olvidado. Lidia sonrió amargamente. Alexander Dimitrievitch se levantó suspirando.

– Me voy a la cama -murmuró-; cuando se duerme no se siente el hambre.

– No tenemos qué comer esta noche. Ya no nos queda mijo. Las cañerías del agua están reventadas. No hay agua en casa. -Yo no tengo apetito -dijo Kira.

– Eres la única persona de la familia que tiene cartilla de racionamiento de pan, pero no parece que te preocupes mucho por nosotros.

– Lo siento, mamá. Lo pediré mañana.

Kira encendió la lamparilla. Lidia se acercó con su labor a la luz vacilante.

– Tu padre no ha vendido nada hoy, en la tienda -dijo Galina Petrovna.

La campanilla sonó con insistencia, ásperamente. Galina Petrovna se estremeció y se apresuró a abrir la puerta. Del recibimiento se oyeron las fuertes pisadas de unas gruesas botas. El Upravdom entró sin que lo invitasen, ensuciando de barro el suelo del comedor. Galina Petrovna le seguía arrebujándose convulsivamente en su chal. El Upravdom llevaba un papel en la mano.

– Respecto al asunto de las cañerías del agua, ciudadana Argounova -dijo dejando el papel sobre la mesa y sin quitarse la gorra-, se ha decidido que deberemos imponer a los inquilinos una cuota proporcional a su condición social, para las reparaciones. Ahí está la lista de los que deben pagar. El dinero debe estar en mi oficina mañana por la mañana, antes de las diez. Buenas noches, ciudadanos.

Galina Petrovna cerró la puerta y con mano trémula acercó el papel a la luz.

Doubenko, obrero, cuarto número 12, tres millones de rublos. Rilnikov, funcionario soviético, cuarto número 13, seis millones de rublos.

Argounov, comerciante privado, cuarto número 14, cincuenta millones de rublos.

El papel cayó al suelo: la mirada de Galina Petrovna cayó sobre sus manos cruzadas sobre la mesa.

– ¿Qué sucede, Galina? ¿Cuánto es? -preguntó desde su cuarto Alexander Dimitrievitch.

– Es… no es mucho. Duerme, ya te lo diré mañana. Como no tenía pañuelo, se secó la nariz con la punta del chal y entró arrastrando los pies en la habitación.

Kira se inclinó sobre el libro. La llave vacilaba danzando sobre las letras. La única cosa que lograba leer o recordar no estaba escrita en el libro: " si vivo… y si me acuerdo ".

Los estudiantes tenían ración de pan y pasaje gratuito en los tranvías.

Hacían cola en las húmedas y destartaladas oficinas del Instituto de Tecnología para recoger sus cartillas, y luego, en la cooperativa, volvían a hacer cola para que les dieran el pan. Kira llevaba una hora aguardando. El empleado que despachaba iba dando duros pedazos de pan a los de la fila que, lentamente, iba avanzando; luego hundía los dedos en un barril para pescar los arenques, se limpiaba las manos sobre el pan y, por último, recogía los billetes de Banco llenos de mugre. El pan y los arenques, sin envolver, desaparecían en las carteras llenas de libros. Los estudiantes silbaban alegremente, y andaban marcando pasos de baile por el pavimento lleno de polvo.

La joven que estaba junto a Kira en la fila se apoyó súbitamente, sonriendo, sobre su hombro, con una familiaridad que sorprendió a Kira, que nunca la había visto antes. La joven, de anchas espaldas, llevaba una chaqueta de piel de foca, tenía las piernas cortas y gruesas, calzaba zapatos masculinos sin tacón, cubría sus cabellos cortos y lacios con un pañuelo rojo atado de cualquier manera, y tenía los ojos muy apartados uno de otro, la cara pecosa y redonda, los labios delgados y apretados con tal aire de determinación que casi lograba hacerlos invisibles, y los hombros de su negra chaqueta estaban cubiertos de caspa. Señalando un gran pasquín pegado a la pared en el que se convocaba a todos los estudiantes a una reunión para la elección del Consejo estudiantil, preguntó a Kira: -¿Vas a la reunión esta tarde, camarada? -No -respondió Kira.

– Pues hay que ir, camarada. De todos modos, es algo muy importante. Tienes que votar, ¿sabes? -Nunca en mi vida he votado. -¿Eres de primer año, camarada? -Sí.

– ¡Maravilloso, maravilloso! ¿No lo encuentras maravilloso? -¿Qué?

– El empezar tu educación en un momento glorioso como éste, en que la ciencia es libre y los caminos están abiertos a todos. Ya lo comprendo, todo esto es nuevo para ti y debe parecerte muy extraño. Yo soy de las veteranas; podría ayudarte. -Agradezco el ofrecimiento, pero… -¿Cómo te llamas, querida? -Kira Argounova.

– Yo me llamo Sonia. Sólo camarada Sonia. Todo el mundo me llama así. Seremos buenas amigas, ¿sabes? Lo adivino. Mi mayor alegría es ayudar a las estudiantes jóvenes e inteligentes como tú. -Pero -objetó Kira- yo no tengo idea de haber dicho nada particularmente inteligente. La camarada Sonia prorrumpió en una carcajada. -¡Ah, pero yo conozco a las muchachas! ¡Conozco a las mujeres! Nosotras, las mujeres nuevas que deseamos vivir una vida útil, tener una carrera y ocupar el puesto que nos corresponde junto a los hombres en el trabajo positivo de este mundo, en lugar de las antiguas ocupaciones culinarias, tenemos que unirnos.

Nada me gusta tanto como una estudiante nueva. La camarada Sonia será siempre tu amiga. La camarada Sonia es amiga de todos.

La camarada Sonia sonrió. Sonrió mirando francamente a los ojos de la muchacha que tenía delante, como si, gentilmente, de una manera irrevocable, tomase en sus manos aquellos ojos y la mentalidad que había detrás de ellos. La sonrisa de la camarada Sonia era amistosa, de una cordialidad cortés, insistente y perentoria, que se aprovechaba de la primera palabra pronunciada para apoderarse de uno.

_ Gracias -dijo Kira-, ¿qué es lo que queréis que haga?

– Para empezar, camarada Argounova, tienes que asistir a la reunión. Debemos elegir el Consejo de estudiantes más antiguos. Son nuestros enemigos de clase, ¿sabes? Los estudiantes jóvenes como tú tenéis que apoyar la candidatura de nuestra célula comunista, que tutela vuestros intereses. -¿Eres una de las candidatas de la célula, camarada Sonia? La camarada Sonia sonrió.

– ¿Lo ves? ¡Ya decía yo que eras una muchacha inteligente! Sí, soy una de ellas. He formado parte del Consejo durante dos años. Trabajo duro. Pero ¿qué se le va a hacer? Los camaradas estudiantes parecen tener necesidad de mí y yo tengo que cumplir con mi deber. Ven conmigo y te diré por quién debes votar.

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