– ¡Oh! -dijo Kira-. ¿Y luego?
– Ya te explicaré. Todos los estudiantes rojos se unen en algún género de actividad social, ¿sabes? Y te conviene no inspirar sospechas de tendencias burguesas. He organizado el círculo marxista. Lo constituye un pequeño grupo de estudiantes jóvenes que yo presido, que quieren aprender la ideología proletaria que todos necesitamos cuando entramos en el mundo para servir al Estado proletario. En realidad, para esto estudiamos, ¿no es verdad?
– ¿Y no se os ha ocurrido -preguntó Kira- que quizás estoy aquí por la extraordinaria y casi increíble razón de que deseo aprender una profesión que me gusta, sólo porque me gusta? La camarada Sonia miró a los ojos de la camarada Argounova y comprendió que se había equivocado.
– Bien -dijo sin sonreír-, como quieras.
– Me parece que asistiré a la reunión -dijo Kira- y creo que voy a votar.
Un anfiteatro de bancos llenos de gente se levantaba como un dique, y las oleadas de estudiantes llenaban las gradas, los pasillos, los antepechos de las ventanas, y se aglomeraban en las aberturas de las puertas abiertas.
Un joven orador se inclinó solícito sobre la mesa de la tribuna, frotándose las manos como un dependiente detrás del mostrador. Su cara parecía haber permanecido largo tiempo detrás de un escaparate: le faltaba un poco de color para que sus ojos fuesen azules, rubios sus cabellos y fresca su tez. Sus pálidos labios no llegaban a encuadrar la oscura abertura de su boca, que se abría y cerraba al par que iba profiriendo gritos que parecían voces de mando militares a su atento auditorio.
– ¡Camaradas! ¡Las puertas de la ciencia están abiertas para todos nosotros, hijos del trabajo! La ciencia está ahora en nuestras callosas manos. Hemos superado el viejo prejuicio burgués de la ciencia objetiva e imparcial. La ciencia no es imparcial. La ciencia es un arma para la lucha de clases. No estamos aquí para apoyar nuestras míseras ambiciones personales. Ya hemos superado el viscoso egoísmo del burgués que lloriqueaba por una carrera individual. Nuestra única meta, nuestro único ideal para entrar en' el Instituto Rojo de Tecnología es ejercitarnos para llegar a ser combatientes plenamente eficaces, a la vanguardia de la cultura y de la constructividad proletaria.
El orador bajó de la tribuna frotándose las manos. Entre los oyentes, algunos aplaudieron ruidosamente, otros continuaron con las manos en los bolsillos de sus fríos gabanes. Kira se inclinó hacia la muchacha pecosa que estaba a su lado y preguntó: -¿Quién es?
– Pavel Syerov. De la célula comunista. Miembro del Partido. Anda con cuidado. Por todos lados está lleno de espías. Los estudiantes estaban formando una masa confusa que llegaba al techo, una masa de caras pálidas y de gabanes viejos y deformados. Pero les dividía una línea invisible; una línea que no iba recta entre los bancos, sino que corría en zigzag a través de la sala colmada de público, una línea que nadie podía ver, pero que todos sentían, una línea precisa y sin misericordia como una lanza afilada.
Un sector llevaba la gorra verde de los antiguos tiempos despreciados por los reglamentos recientes: la llevaba orgullosamente, con aire de desafío, como un distintivo honorífico y una amenaza; el otro sector llevaba pañuelos rojos y elegantes chaquetas militares de cuero. El primero, el más numeroso, envió a la tribuna oradores que recordaron al auditorio que los estudiantes habían tenido siempre buen olfato para reconocer la tiranía, de cualquier color que se vistiera, y un huracán de aplausos retumbó desde el techo hasta las gradas mismas de la tribuna, un aplauso demasiado fuerte, demasiado largo, enérgico, hostil y amenazador como la última palabra de la multitud, como si las manos dijeran más de lo que osaban decir las palabras. El otro sector observaba en silencio, con los ojos fríos y serios. Sus oradores vociferaban acerca de la Dictadura del Proletariado, como si no se dieran cuenta de la súbita carcajada que resonaba no se sabía dónde ni de las descaradas cascaras de semilla de girasol que llovían sobre la nariz del orador.
Eran jóvenes, y confiaban demasiado en que nada tenían que temer. Era la primera vez que hablaban alto, mientras el país, en torno a ellos, había dicho ya hacía tiempo su última palabra. Eran correctos y amables con sus enemigos, como sus enemigos eran correctos y amables con ellos: unos y otros se llamaban "camaradas". De uno y otro lado se sabía bien el silencioso duelo a vida o muerte; pero sólo por un lado, el menos numeroso, se sabía quién se llevaría la victoria. Jóvenes y confiados, en sus chaquetas de cuero y sus pañuelos rojos, éstos contemplaban con implacable tolerancia a los otros, también jóvenes y confiados; y su tolerancia tenía el frío centelleo de una bayoneta escondida que -lo sabían muy bien- no tardaría en aparecer. Pavel Syerov fue a sentarse en el estrado. Se volvió hacia su vecino, un joven esbelto, de cara alargada y flaca, y murmuró:
– ¡Ah! ¡De modo que ésos son los discursos que se pronuncian aquí! ¡Vaya una tarea que nos aguarda! Si en el frente alguien se hubiera atrevido…
– El frente, camarada Syerov -respondió la débil voz incolora de su compañero-, ha cambiado. El frente exterior está conquistado. Ahora tenemos que abrir trincheras en el frente interior -y se inclinó todavía más hacia el camarada Syerov. Sus largas y flacas manos se apoyaban sobre la mesa; levantó apenas un dedo y lo agitó lentamente señalando al auditorio por uno y otro lado-. En el frente interior -susurró- no hay bombas ni cañones; cuando nuestros enemigos caen no se de'rrama sangre ni lágrimas. El mundo no sabe nunca cuándo han sido suprimidos. A veces no lo saben ni ellos mismos. El mundo de hoy, camarada Syerov, pertenece a los combatientes de la cultura roja. Cuando se hubo pronunciado el último discurso llegó la votación. Algunos candidatos salieron de la sala, por turno, mientras otros hablaban brevemente de ellos, se alzaban manos y algunos estudiantes, de pie sobre las mesas y empuñando sus lapiceros, contaban los votos.
Kira vio a Víctor que salía y escuchó el discurso de su mantenedor sobre la prudencia del camarada Víctor Dunaev, que actuaba bajo impulsos del espíritu de comprensión y cooperación: los dos partidos aplaudieron y uno y otro votaron por el camarada Víctor Dunaev. Kira, no.
– Se ruega al camarada Pavel Syerov que salga un momento -dijo el presidente-; tiene la palabra Presniakova. En medio de los aplausos, la camarada Sonia subió a la tribuna, se arrancó el pañuelo rojo y sacudió, desenvuelta y enérgica, su corta melena.
Exactamente, la "camarada Sonia" dijo a modo de saludo al auditorio:
– Saludos proletarios muy cordiales a todos, y muy especialmente a nuestras camaradas femeninas. Nada me gusta tanto como una estudiante nueva. Una mujer emancipada de la vieja esclavitud de los platos y de la colada. Aquí me tenéis, vuestra "camarada Sonia", dispuesta a serviros a todos. Aguardó a que cesasen los aplausos y prosiguió: -¡Camaradas estudiantes! Debemos permanecer unidos para sostener nuestros derechos. Tenemos que aprender a expresar nuestra voluntad proletaria y a darla a conocer a nuestros enemigos. Tenemos que imprimir nuestra bota proletaria sobre sus blancos pechos, descubrir sus intenciones de traición. Nuestras escuelas rojas son para los estudiantes rojos. Nuestro Consejo de estudiantes debe montar la guardia en torno a nuestros intereses proletarios. En vuestras manos está el elegir a aquellos cuya lealtad proletaria no ofrece duda. Ya habéis oído al camarada Pavel Syerov. Yo estoy aquí para deciros que es un veterano combatiente de las filas comunistas, un miembro del Partido desde la Revolu ción, un soldado del Ejército rojo. Votemos por un buen proletario, un soldado rojo, el héroe de Melitopol, el camarada Pavel Syerov.
A través de una tempestad de aplausos sus pesados zapatos bajaron de la tribuna, mientras ella, jadeante, con la cara abierta en una ancha sonrisa, se pasaba el dorso de la mano por debajo de la nariz.