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La familia de Marisha se había marchado. Galina Petrovna estaba sentada en un rincón, esforzándose en no dejarse vencer por el sueño y en conservar erguida la cabeza. Alexander Dimitrievitch roncaba suavemente, con la cabeza apoyada en el brazo de un sillón. Asha no había querido irse a la cama; se había quedado dormida sobre un baúl, en el pasillo, con la cara sucia de chocolate. Irina, sentada en un rincón, observaba a toda aquella gente con indiferencia. La camarada Sonia, inclinada bajo la pantalla roja, leía un periódico. Víctor y Pavel Syerov estaban en el centro de un grupo que seguía brindando y esforzándose en entonar con ronca voz canciones revolucionarias. Marisha iba de grupo en grupo, con la nariz brillante y la rosa blanca manchada sobre el hombro de su vestido.

Lidia se acercó vacilando al piano y rodeó con su brazo el talle de Marisha.

– Es hermoso -dijo en voz baja-, es hermoso.

– ¿Qué es lo que es hermoso? -preguntó Marisha.

– El amor, el romanticismo. ¡Esto sí que es romántico! ¡Ah, en nuestros días el amor es tan raro! Son pocos los elegidos. Los demás andamos por un mundo sin alma, sin romanticismo… Ya no quedan en el mundo sentimientos hermosos. ¿Lo hubieras creído jamás?

– Es una lástima -dijo Marisha.

– Es triste -suspiró Lidia-. Esto es lo que es… triste… Pero tú eres una muchacha con suerte… sin embargo, es triste. Oye: voy a tocar algo hermoso para ti, algo hermoso y triste. Pasó vagamente la mano por el teclado. Luego tocó una canción de amor tzigan. Bajo sus dedos surgían trinos agudos y súbitos; luego la melodía se arrastraba en notas largas y tristes, que se resolvían en arpegios disonantes, mientras la cabeza de Lidia iba meciéndose al compás de la música.

Andrei dijo por lo bajo a Kira: -Vamonos; te acompañaré a tu casa.

– No puedo, Andrei; yo…

– Ya lo sé. Has venido con él, pero no creo que esté en condiciones de acompañarte a tu casa -dijo señalando a Leo, que, en el otro extremo de la habitación, estaba arrellanado en un sillón, rodeando con un brazo la cintura de Rita Eksler y con el otro los hombros de una hermosa rubia que sonreía sumisamente a todas sus palabras. La cabeza de Rita se apoyaba en su hombro y su mano le acariciaba los cabellos. Kira se dirigió hacia él y le dijo:

– Será mejor que nos vayamos a casa, Leo.

– ¡Déjame! ¡Vete! -replicó él, despidiéndola con un ademán. Kira se dio pronto cuenta de que Andrei la había seguido. Andrei dijo:

– Haría usted bien en fijarse en lo que dice, Kovalensky. Leo rechazó a Rita y a la rubia, y resbaló hasta el suelo, riendo.

– Y usted hará bien en alejarse de ella. Y hará bien en dejar de regalarle relojes y otras cosas. No quiero -dijo en tono irritado, señalando a Kira.

– ¿Con qué derecho pretende impedírmelo?

– preguntó Andrei. Ahora Leo se había puesto en pie, tambaleándose y sonriendo con aire amenazador.

– ¿Qué derecho? ¡Ya le daré yo derecho…! ¡Vaya…!

– ¡Leo! -le interrumpió Kira con firmeza, pesando las palabras, en alta voz y fijando los ojos en los de él-. La gente le está mirando.

¿Qué iba usted a decir?

– Nada -dijo Leo.

– Si no estuviera borracho… -decía Andrei.

– Si no estuviera borracho, ¿qué haría usted? No parece que usted lo esté, y, sin embargo, hace el tonto con una mujer a la que no tiene el derecho de acercarse.

– Oiga usted…

– Vale más que le haga usted caso, Leo. Andrei cree oportuno decirle algo.

– ¿De qué se trata, compañero G. P. U.?

– De nada -dijo Andrei.

– Entonces vale más que la deje usted tranquila.

– No, mientras no parezca que ha recobrado usted el sentido del respeto que le debe.

– ¿La defiende usted contra mí?

– Leo prorrumpió en una carcajada, más insultante aún que su sonrisa o que una bofetada.

– Vamos, Kira -dijo Andrei-, la acompañaré a su casa.

– Bien -dijo Kira.

– No la va usted a acompañar a ninguna parte -gritó Leo-, es usted un…

– Sí; es todo eso -interrumpió Irina poniéndose de pronto entre los dos. Leo la contempló estupefacto. Con una fuerza que nadie hubiera sospechado en ella, le empujó hacia la ventana, al par que hacía a Andrei seña de marcharse de prisa. Andrei tomó a Kira del brazo y la acompañó a la calle. Kira le siguió en silencio, obedientemente, mirando fijamente a Leo hasta que estuvieron fuera de la habitación. Irina murmuró, mirando a Leo cara a cara.

– ¿Estás loco? ¿Qué ibas a hacer? ¿Quieres proclamar a gritos que es tu amante, para que todos se enteren?

– Bien; que se vaya, pues -dijo Leo encogiéndose de hombros con aire indiferente-. Que vaya con quien quiera. Si se figura que estoy celoso, se equivoca.

Kira estaba sentada en el coche, en silencio, con la cabeza reclinada hacia atrás y los ojos cerrados.

– Kira -murmuró Andrei-, ese hombre no es amigo tuyo. No deberías frecuentarlo. Ella no contestó.

Cuando pasaron junto al jardín del palacio, él preguntó:

– Kira, ¿estás demasiado cansada para… detenerte en mi casa?

– No. Subamos -dijo ella con indiferencia.

Cuando Kira llegó a su casa, Leo estaba dormitando en un diván.

Levantó la cabeza y la miró.

– ¿Dónde has estado, Kira? -preguntó algo avergonzado.

– De paseo… por ahí -contestó ella.

– Temía que te hubieras marchado para siempre… ¿Qué te he dicho esta noche, Kira?

– Nada -contestó ella arrodillándose a su lado.

– Deberías separarte de mí, Kira… Quisiera que me dejaras…pero tú no quieres dejarme, ¿verdad, Kira?

– No -murmuró Kira-. Leo, ¿por qué no dejas tu trabajo?

– Es demasiado tarde. Pero antes… antes de que me cojan… te tengo todavía a ti, Kira… Kira… Kira… te quiero… todavía eres mía.

– Sí -murmuró ella, apretando el rostro de Leo contra el negro terciopelo de su vestido.

Capítulo sexto

"Camaradas, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas está rodeada por un círculo hostil de enemigos que acechan y traman su ruina. Pero ningún enemigo exterior, ninguna odiosa conspiración capitalista resulta tan peligrosa para nosotros como el enemigo interno, como las disensiones en nuestras filas mismas."

Las altas ventanas, con sus cristales divididos en pequeños cuadros, estaban cerradas contra la gris extensión de un cielo otoñal. Las altas bóvedas se apoyaban en esbeltas columnas de pálido mármol dorado. Cinco retratos de Lenin, oscuros como iconos, contemplaban desde lo alto una multitud inmóvil de chaquetas de cuero y pañuelos rojos. En el fondo de la sala se elevaba una alta tribuna semejante a una antorcha; y sobre ella, como la llama de la antorcha, surgía hasta el techo una enorme bandera de terciopelo escarlata, con la inscripción en letras de oro: "La unión general del partido comunista ocupa el primer puesto en la lucha mundial por la libertad."

El local había sido en otro tiempo la sala de un palacio; ahora parecía un templo, y los que lo ocupaban parecían un ejército silencioso y rígido, pronto a recibir órdenes. Se estaba celebrando una asamblea del Partido. Un hombre hablaba desde el estrado. Llevaba una barba negra y unos lentes que brillaban en la penumbra; agitaba sus largos brazos terminados en unas manos diminutas. Nada se movía en la sala delante de él; sólo se oía el tamborileo de las gotas de lluvia sobre el cristal de la ventana.

"Camaradas, durante estos últimos años ha surgido contra nosotros un nuevo y grave peligro: le llamaremos el peligro del super-idealismo. Todos hemos oído las acusaciones de sus víctimas desengañadas. Andan gritando que el comunismo ha fracasado, que hemos renegado de nuestros principios, que desde la introducción de la N. E. P. el Partido Comunista ha retrocedido ante una nueva forma de capitalismo victorioso que domina a nuestro país. Claman que nosotros detentamos el poder por amor al poder en sí mismo, y que hemos olvidado todos los principios comunistas. Esos son los gemidos de los débiles y los cobardes que no saben encararse con la realidad. Es cierto que hemos tenido que abandonar la política del comunismo militar de los tiempos de la guerra civil. Es cierto que hemos debido hacer concesiones a los comerciantes privados y a los capitalistas extranjeros. ¿Y qué? ¿Qué significa esto? Una retirada no es una derrota. Un compromiso temporal no es una capitulación. Constituimos un oasis en un mundo regido por el capitalismo. Hemos sido traicionados por los socialistas de los países extranjeros, hombres sin espina dorsal, sin fuerza en las rodillas, anémicos, que venden sus masas obreras a la burguesía. La revolución mundial que tenía que hacer posible el establecimiento de un comunismo mundial puro ha quedado retrasada, y de aquí que nosotros, de momento, nos hayamos visto obligados a acceder a determinados compromisos. ¿Qué significa el que haya en la U. R. S. S. comercios privados? ¿Qué significa el que empleemos los métodos capitalistas de producción? ¿Qué significa el que mantengamos la desigualdad de salarios? ¿Qué significa el que haya entre nosotros especuladores desaprensivos y criminales que realicen ganancias fabulosas, a pesar de nuestra lucha implacable contra ellos? Nuestros tiempos son un período transitorio de construcción del Estado proletario. Hemos tenido que abandonar nuestras bellas teorías militantes de comunismo puro y bajar hasta la tierra para la tarea prosaica de organizar nuestra reconstrucción económica. Habrá tal vez quienes consideren que ésta es una tarea lenta, pesada y poco digna, pero los comunistas leales no ignoran la épica grandeza de nuestro nuevo frente económico. Los comunistas leales saben muy bien cuál es el valor revolucionario y el significado profundo de nuestras cartillas de racionamiento, de nuestros "Primus", de las colas ante las cooperativas, de las privaciones y de los sacrificios. Los comunistas leales no temen nuestra lealtad. Nuestro gran jefe, el camarada Lenin, con su habitual clarividencia, ya nos puso en guardia hace años contra los peligros del super-idealismo. Esa peligrosa manía ha sido la ruina de algunas de nuestras mejores inteligencias. Ha alejado de nosotros al hombre que en otro tiempo fue uno de nuestros primeros jefes: me refiero a León Trotzky. Ninguno de los precedentes servicios prestados por él al proletariado pueden redimir su aserción de que nosotros hemos traicionado el comunismo. Sus secuaces han sido expulsados de nuestras filas; ésta es la razón de la depuración del Partido, y ésta es la razón de que todavía sigamos depurándolo. Somos un ejército y nuestra disciplina debe ser la de un ejército. Seguiremos todos unidos nuestro programa, y no nos dejaremos llevar por las miserables y lacrimosas dudas y opiniones personales de unos pocos que todavía piensan en sí mismos y en la que ellos llaman su conciencia en los términos del individualismo burgués. No necesitamos a los que no saben servir más que con un fusil o una bayoneta en la mano; necesitamos a los que no temen hacerse comerciantes, a los que no temen llegar a un compromiso si las necesidades del momento así lo aconsejan. No necesitamos al comunista de hierro, duro, obstinado e intransigente: el comunista de nuestros días debe ser de goma. El idealismo, camaradas, es algo hermoso, pero dentro de los límites oportunos. En demasía, es como el buen vino: puede hacer perder la cabeza. Que esto sea una advertencia para quienquiera que tácitamente simpatice con Trotzky dentro de nuestro Partido: ningún servicio prestado, ninguna gloria pasada lo salvará de la guadaña en la próxima depuración del Partido. ¡Será un traidor, y como a un traidor se le expulsará, quinquiera que sea, quienquiera que haya sido!"

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