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– Oh, por nada… pero ya comprendes que… en fin. ¿La destruíste, sí o no?

Morozov miró al diario, sonrió siniestramente y respondió:

– Desde luego, la destruí. No tiene usted que pensar más en ella.

Durante toda la noche no soltó el periódico.

– ¡Qué tonto! -murmuró una vez, con tal expresión que Antonina Pavlovna le miró con aire interrogativo, adelantando la barbilla-. ¡Qué tonto! ¡La perdió! ¡Dios sabe por dónde anduvo toda la noche, el muy imbécil, y la perdió!

Morozov ignoraba que Stepan Timoshenko, al regresar a su casa, se había sentado ante una vacilante mesa y, penosamente, había logrado escribir sobre un pedazo de papel de envolver, a la moribunda luz de una bujía encajada en el gollete de una botella, verde, una carta que luego había doblado cuidadosamente y metido en un sobre junto con un arrugado pedazo de papel; que había escrito en el sobre las señas de Andrei Taganov y que luego, con paso seguro, había vuelto a salir de casa y había echado la carta al correo. Aquella carta decía:

Querido amigo Andrei, te prometí decirte adiós y dejarte un recuerdo: ahí está. No es exactamente lo que te prometí, pero espero que me perdones. Estoy harto de ver lo que veo y no puedo resistirlo más. A ti, como único heredero mío, te dejo la carta que encontrarás adjunta. Ya sé que es una herencia difícil, pero tengo la esperanza de que no me seguirás… demasiado pronto.

Tu amigo,

Stepan Timoshenko.

Capítulo once

Pavel Syerov estaba sentado ante su escritorio; en la oficina, corrigiendo la copia mecanografiada de su último discurso acerca de "los ferrocarriles en la lucha de clases". Su secretaria estaba de pie junto a la mesa, observando ansiosamente el lápiz que Pavel tenía en la mano. La ventana de la oficina daba a una de las naves laterales de la estación. Syerov levantó la cabeza, y alcanzó todavía a ver una alta figura en chaqueta de cuero que desaparecía a lo largo de las vías. Se asomó a la ventana, pero ya no vio a nadie.

– ¿Ha visto usted a aquel hombre? -preguntó con brusquedad a su secretaria.

– No, camarada Syerov, ¿dónde?

– No importa… no importa. Me había parecido reconocerle. No entiendo qué puede estar haciendo por aquí.

Una hora más tarde Pavel salió de la oficina, y bajó la escalera masticando semillas de girasol y escupiendo las cascaras por el suelo. Al salir a la calle volvió a ver al hombre de la chaqueta de cuero y comprendió que no se había equivocado en su impresión anterior: aquel hombre era Andrei Taganov.

Syerov se detuvo, escupió la última cascara y luego, frunciendo el ceño, echó de nuevo a andar, poco a poco, hacia Andrei.

– Buenas tardes, camarada Taganov -le dijo.

– Buenas tardes, camarada Syerov.

– ¿Piensas hacer algún viajecito?

– No.

– ¿Quizá te han trasladado a la Sección de Transportes de la G.P.U.? -No.

– En fin, lo mismo da; me alegro mucho de verte. No se te ve con frecuencia, ¿verdad? Estás tan ocupado que no te queda tiempo para tus viejos amigos. ¿Quieres semillas de girasol?

– No, gracias.

– ¿No tienes este vicio? No tienes ningún vicio, tú, ¿verdad? O mejor dicho, no tienes más que uno, ¿no es así? Bien, hombre; celebro que te interese esta estación, que en cierto modo es mi casa. Hace casi una hora que andas por ahí, ¿no?

– ¿Tienes algo más que preguntarme?

– ¿Quién? ¿Yo? No te pregunto nada. ¿Para qué tendría que hacerte preguntas? Sólo intentaba ser amable. Hay que serlo alguna vez, si no se quiere pasar por un burgués individualista; lo sabes tan bien como yo. ¿Por qué no vienes a verme, ya que estás por estos andurriales?

– Quizás vaya -dijo Andrei lentamente-. Adiós, camarada Syerov.

Syerov se quedó con una semilla de girasol todavía intacta entre los dientes, observando a Andrei que se alejaba.

El dependiente se limpió la nariz con el pulgar y el índice, pasó su delantal por el gollete de la botella de aceite de linaza y preguntó:

– ¿Nada más por hoy, ciudadano? -Nada más -contestó Andrei Taganov.

El dependiente envolvió la botella en un pedazo de papel de periódico, que quedó manchado de aceite. -¿Qué tal? ¿Se hacen buenos negocios?

– Pésimos -contestó el dependiente encogiéndose de hombros bajo su viejo jersey azul-. Es usted el primer cliente a quien despacho en tres horas. Estoy contento de oír una voz humana; porque puede usted creer que me aburro de lo lindo, aquí sin más quehacer que estarme sentado o perseguir de vez en cuando a algún ratón.

– Entonces diga usted que esta tienda más bien le da gastos que ganancias.

– ¿A quién? ¿A mí? No soy el dueño, yo.

– Entonces, me temo que no tardará usted en perder la colocación. El dueño vendrá a despachar él mismo.

– ¿Quién? ¿Mi patrono? -el dependiente soltó una especie de ronquido que quería ser una carcajada y abrió una ancha boca oscura, dejando al descubierto dos dientes negros y carcomidos-. ¿Mi patrono? ¡Verdaderamente, me gustaría verle, al elegante ciudadano Kovalensky, vendiendo arenques y aceite de linaza! -¡No le durará mucho tiempo la elegancia, si los negocios andan tan mal!

– Puede que no -dijo el dependiente-, pero también puede que sí.

– Claro… -dijo Andrei. -Son cincuenta copecs, ciudadano. -Muy bien. Buenas noches.

Antonina Pavlovna tenía localidades para ir a ver el nuevo ballet del teatro Marinsky. Era una función "reservada", y Morozov había obtenido las localidades en su oficina del Trust de la Alimen tación. Pero a él, el ballet no le interesaba, y por otra parte, tenía que asistir a la reunión de una escuela de adultos, donde debía pronunciar una conferencia sobre la "distribución proletaria de productos alimenticios". Por lo tanto, dio las entradas a Antonina Pavlovna, y ésta invitó a Leo Kovalensky.

– Naturalmente -le explicó-, se trata de un ballet revolucionario. El primer ballet rojo. Ya conoce usted mis ideas políticas, pero cuando se trata de arte hay que ser comprensivo, ¿no le parece? Por lo menos será un experimento interesante.

– Muy bien -dijo Leo con indiferencia-, iré con usted.

Kira se había excusado, de modo que Leo y Antonina Pavlovna fueron solos. Antonina Pavlovna llevaba un traje de color verde jade, con bordados de oro, algo estrecho para su busto, y unos gemelos de madreperla con un largo mango.

Kira había prometido a Andrei ir a su casa. Pero cuando bajó del tranvía y se dirigió por las calles oscuras hacia el palacio, se dio cuenta de que acortaba el paso contra su voluntad y de que todo su cuerpo, tenso y hostil, luchaba con ella como un vendaval que se hubiera opuesto a su camino. Parecía que su cuerpo quisiera recordarle lo que ella deseaba precisamente olvidar; la noche anterior, una noche parecida a la primera que pasó tres años antes en la estancia gris y plata de Leo. Su cuerpo se sentía puro y santificado por el contacto de unas manos y unos labios que de nuevo habían sido apasionados, ávidos y jóvenes. Sus pies andaban cada vez más despacio, como para retrasar su llegada a algo que le parecía un sacrilegio. Cuando llegó al último rellano de la oscura escalinata y Andrei le abrió la puerta, le dijo, sin darle tiempo a saludarla:

– ¿Quieres hacerme un favor, Andrei?

– ¿Antes de besarte?

– No; inmediatamente después. ¿Quieres llevarme al cine, esta noche?

Andrei la besó. Sobre su rostro se veía la trémula, casi incrédula alegría de volver a verla. Luego dijo:

– De acuerdo.

Salieron del brazo. La nieve fresca crujía bajo s,us pies. Los tres cines más importantes de la Nevsky ostentaban llamativos carteles de lustrina con letras rojas como tomates: "El éxito de la temporada." "La nueva obra maestra de Sovkino." Guerreros rojos. Una gigantesca epopeya de la lucha de los héroes rojos. Una gesta del proletariado. Un drama titánico de las heroicas masas anónimas de obreros y soldados.

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