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Morozov llenó las copas inclinándose solícitamente sobre la mesa. Recobrando la seguridad en la voz a medida que iba hablando, dijo: -¿Sabes, camarada? Tú no me comprendes, pero no tengo por qué censurarte. Comprendo los motivos que te guían y estoy completamente de acuerdo contigo. Pero hay tantos tipos sospechosos y, ¿por qué no decirlo?, poco honrados, que conviene andar con mucha prudencia. Debemos conocerles mejor, camarada. Como tú sabes muy bien, no hay que fiarse de las apariencias, sobre todo en un lugar como éste. Apostaría a que me tomaste por un especulador o algo parecido. ¿Tengo razón o no? ¡Es gracioso!

– Mucho -dijo Timoshenko-. ¿Por qué miras al suelo, camarada Morozov?

– Oh -repuso Morozov, intentando sonreír-, estaba mirándome los zapatos. Me hacen daño, ¿sabes? Debe de ser porque paso tanto tiempo de pie en la oficina.

– ¡Ah! Haces bien en cuidarte los pies. Cuando llegues a casa, deberías bañártelos en agua caliente con un chorro de vinagre. Es lo mejor para los pies cansados.

– ¿De veras? Me alegro de que me hayas dado este consejo. No sé cómo agradecértelo. En cuanto llegue a casa haré lo que me dices.

– Ya debe de ser hora de volverte a casa, ¿no es verdad, cama-rada Morozov?

– Oh… ya… creo… en fin, no sé, no es muy tarde aún. -Hace poco parecía que llevabas prisa…

– ¿Yo? ¡No! No puede decirse que tenga realmente mucha prisa. Además, es tan agradable…

– ¿Qué sucede, camarada Morozov? ¿Hay algo que no quieres dejar aquí?

– ¿Quién, yo? No sé qué quieres decir, camarada, camarada… ¿cómo me dijiste que te llamas?

– Timoshenko, Stepan Timoshenko. ¿Sería acaso aquel pedazo de papel que está allí debajo de aquella mesa?

– ¿Aquello? Pero, camarada Timoshenko, te aseguro que ni me acordaba. ¿Qué puede importarme aquel pedazo de papel?

– ¿Sucede algo debajo de la mesa, camarada Morozov?

– No, no, camarada Timoshenko, me bajaba a atarme el zapato. Se me había desatado.

– ¿Dónde?

– ¡Oh, qué curioso! ¡Me había parecido que se había desatado! Ya sabes lo que pasa con esos cordones soviéticos… estos cordones de hoy no valen nada; no hay manera de estar tranquilo con ellos.

– Verdaderamente, se rompen como ramas secas. -Eso es; igual que ramas secas. Tienes toda la razón, camarada Timoshenko. Pero ¿qué buscas debajo de la mesa? Estás incómodo. ¿Por qué no vienes aquí? Estarías mejor, más…

– No, gracias -replicó Timoshenko-. Estoy perfectamente, y disfruto de una vista estupenda sobre la mesa de al lado. ¡Me gusta esta mesa! ¡Qué patas tan bien torneadas! Son artísticas, ¿no?

– Muy artísticas, camarada. Y por el otro lado, camarada, ¿te has fijado en esta rubia tan hermosa, cerca del estrado de la orquesta? Es un verdadero cuadro, ¿no te parece?

– Realmente. ¡Y qué zapatos más elegantes llevas, camarada Morozov! ¡De charol, nada menos! Apuesto a que no los compraste en la cooperativa.

– No… es decir… lo cierto es que…

– Lo que más me gusta es ese saliente que tienen… precisamente en la punta. Como si dijéramos sobre la frente. ¡Oh, y también es de charol! ¡Verdaderamente hay que reconocer que esos extranjeros hacen bien los zapatos!

– A propósito de la eficiencia de la producción, camarada, estoy seguro de que en los países capitalistas… en… en… -¿Qué hay con los países capitalistas, camarada Morozov?

Morozov dio un salto para apoderarse del pedazo de papel, pero Timoshenko anduvo más listo y le agarró la muñeca con unos dedos que parecían de hierro. Los dos se agacharon a la vez y, a gatas, se miraron con unos ojos que parecían los de dos rieras antes de un combate a muerte. Luego la mano libre de Timoshenko se apoderó del papel, y el marinero se puso lentamente en pie, dejando a Morozov. Se sentó ante la mesa y leyó la carta mientras Morozov, todavía en pie, le miraba con igual expresión que la del reo que aguarda la sentencia de muerte.

Morozov, maldito sinvergüenza:

Si antes de mañana por la mañana no vienes a traerme lo que

me debes, desayunareis en la G. P. U. Ya sabes lo que significa

esto.

Tuyo afectísimo,

Pavel Syerov

Morozov estaba también sentado a la mesa cuando Timoshenko levantó los ojos del papel. Timoshenko se rió como Morozov no había nunca oído reír a nadie.

Timoshenko se levantó lentamente sin dejar de reírse. Su vientre oscilaba lo mismo que el cuello de piel de conejo apolillada y que los duros tendones de su cuello desnudo. Vacilaba un poco y sostenía la cara con las dos manos. Luego la risa murió en sus labios poco a poco, suavemente, como un disco de gramófono que, al soltarse un resorte, se reduce a una sola nota baja y entrecortada. Se metió la carta en el bolsillo y se volvió lentamente, encorvando los hombres y moviéndose con dificultad. Arrastrando los pies, se dirigió hacia la puerta. El gerente le miró con aire de sospecha, pero la mirada que Timoshenko le devolvió era muy amable.

Morozov permaneció sentado ante su mesa; una de sus manos se había quedado inmóvil en el aire, en una posición absurda como la de una mano paralítica. Oyó desvanecerse por la escalera la risa de Timoshenko, aquella risa que le recordaba un acceso de tos, el ladrido de un perro y el sollozo de un hombre. De un salto se puso en pie. -¡Dios mío! -exclamó-. ¡Dios mío!

Y echó a correr, olvidando el sombrero y el abrigo, escalera abajo, hasta salir a la nieve. Pero en la ancha calle silenciosa no se veía ni rastro de Timoshenko.

Morozov no envió el dinero a Syerov, ni acudió a su oficina del Trust de la Alimentación. Se quedó en casa toda la mañana y toda la tarde, encerrado en su cuarto, bebiendo vodka. Cuando oía el timbre del teléfono o el de la puerta, se acurrucaba, hundiendo la cabeza entre los hombros y mordiéndose las uñas. Pero no sucedió nada.

A la hora de comer, Antonina Pavlovna le dejó el diario de la noche y se lo arrojó gritando: -¿Qué diablos te sucede hoy? Morozov abrió el periódico. En la primera página leyó:

En el pueblo de Vasilkino, provincia de Kama, los campesinos, arrastrados por los elementos acaparadores y antirrevolucionarios, han incendiado el local del Círculo Carlos Marx. Los cadáveres del presidente y el secretario del Centro, cantaradas procedentes de Moscú, aparecieron carbonizados entre los escombros. Una sección de la G. P. U. ha salido para Vasilkino.

En el pueblo de Sverskoe fueron detenidos anoche veinticinco campesinos por el asesinato del corresponsal del Partido en el pueblo, un joven camarada del Sindicato comunista de Periodistas de Samara. Los detenidos se negaron a confesar el nombre del asesino.

En la última página del diario había un breve entrefilete:

A primeras horas de esta mañana se encontró en el hielo, bajo uno de los puentes que cruzan el canal Obukhobsky, el cadáver de Stepan Timoshenko, ex marinero de la flota del Báltico. El camarada Timoshenko se había dado muerte de un tiro de revólver en la boca. Sobre el cadáver no se encontró otro documento que su carnet del Partido. Hasta aquí se ignoran las razones de su desesperada determinación.

Morozov se enjugó la frente, como si le hubieran librado de un nudo corredizo que le hubiera estado apretando la garganta, y se bebió dos vasos de vodka.

Cuando poco rato después sonó el teléfono, se puso al habla con aire decidido, y Antonina Pavlovna se asombró viéndole sonreír. -¿Morozov…? -murmuró en el otro extremo del hilo una voz ahogada.

– ¿Es usted, Pavlusha? -dijo Morozov-. Óigame, querido amigo. Lo siento mucho, pero hasta hoy no he podido disponer del dinero…

– No se trata del dinero, ahora -masculló Syerov-. Óyeme. Ayer te dejé una esquela.

– Sí. Lo merecía y…

– ¿La destruíste?

– ¿Por qué?

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