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Al empleado del mostrador, Leo le dijo, con voz que quería hacer suplicante, pero que sólo le salió dura e inexpresiva: -Camarada empleado, ¿tendría inconveniente en que cortase también el cupón de la semana que viene? Me quedaré con él y se lo daré entonces, cuando venga por el pan. Pero, ¿sabe? Yo… en casa hay alguien a quien quisiera decirle que me han dado la ración de dos semanas y que me he comido la mía por el camino; así podrá quedarse con todo el pedazo… Gracias, camarada.

El corpulento empleado guió a Leo por un corredor estrecho, hasta un despacho vacío en que había un retrato de Lenin colgado en la pared, y cerró luego la puerta con gran cuidado. -Así estaremos más tranquilos, ciudadanos. Las cosas están así. Un empleo es algo raro en estos días que corremos. Ahora bien, un camarada que ocupa un puesto de responsabilidad y puede proporcionar empleos tiene en sus manos algo de valor, ¿no te parece? Y en los tiempos que corremos, un camarada que ocupa un puesto de responsabilidad no gana un gran sueldo. ¡Y todo está tan caro! Hay que vivir, ¿no le parece? Un individuo que obtiene un empleo debe agradecerlo, ¿no es verdad? ¿Dice usted que está en la miseria? ¿Ah, sí? ¿Pues qué hace usted aquí, vagabundo? ¿Se figura que nosotros los proletarios damos empleos al primer burgués que se presenta?

– ¿Inglés, alemán, francés? Es importante, muy importante, ciudadano. Nos hacen falta maestros para las clases de lenguas. ¿Es usted miembro de algún Sindicato? ¿De ningún Sindicato? Lo siento, ciudadano, no tomamos más a que a camaradas sindicados.

– ¿De modo que quiere usted entrar en el Sindicato de Pedagogos?

Muy bien, ciudadano. ¿Dónde trabaja?

– No tengo trabajo.

– Entonces, si no trabaja no puede sindicarse.

– Pero si no entro en el Sindicato no puedo obtener trabajo.

– Es inútil. Si no trabaja usted, no puede entrar en el Sindicato.

¡Otro!

– Media libra de aceite de linaza. No demasiado rancio, por favor, si puede ser… No, no puedo comprar aceite de semilla de girasol. Es demasiado caro.

– Kira, ¿qué estás haciendo en camisón de noche? Levantó la cabeza del libro. Una única lamparilla sobre la mesa dejaba en la sombra los ángulos de la sala y los ojos de Leo. La camisa de Kira se estremecía en la oscuridad. -Son más de las tres -murmuró Kira.

– Ya lo sé. Pero tengo que estudiar. Hay corriente, aquí; vuélvete a la cama, por favor. Estás temblando.

– Leo, tú te consumes.

– ¿Qué importa? Cuanto antes termine mejor. Imaginó la mirada de los ojos que no podía ver en la oscuridad, se levantó y tomó entre sus brazos aquella sombra blanca y temblorosa.

– No creas que lo pienso, Kira; claro está que no. Anda, vuélvete a la cama y te daré un beso… Tienes los labios helados. Si no vas, te llevo yo.

La levantó entre sus brazos todavía fuertes y firmes y cálidos a través del camisón, y la llevó hasta el dormitorio, pegando su cabeza a la de ella y murmurando:

– Sólo unas páginas y estoy contigo. Duerme. Buenas noches; no te preocupes.

– Mi deber de Upravdom es éste, ciudadana Argounova. La ley es la ley. Como ninguno de ustedes es funcionario de los soviets, el alquiler les costará más caro: ustedes entran en la categoría de los que viven de renta… ¿Qué sé yo de qué renta? La ley es la ley.

Detrás de él una larga hilera de hombres: encogidos, envilecidos, con el pecho hundido y los hombros encorvados, estrechando una contra otra las pálidas manos; últimos espasmos vibrantes en los profundos abismos de almas ya extinguidas, ojos abiertos con desesperado abandono, un horror sombrío, una súplica contenida… una larga hilera desolada de hombres como animales que llevan al matadero. Y entre éstos estaba él, alto, erguido, joven, hermoso como un dios, con unos labios todavía altivos. Un transeúnte se detuvo, miró con estupor a aquel hombre entre los demás, y le hizo una seña. Pero él no se movió; sólo volvió la cabeza.

Capítulo catorce

Una tarde, se derrumbó una casa. La fachada se precipitó como una avalancha de ladrillos, en medio de una nube de polvo y de cal. Al volver de su trabajo, los inquilinos se encontraron con sus dormitorios expuestos a la fría luz de la calle, como una hilera de bambalinas; un lienzo de pared vertical pendía de una viga desnuda, precariamente alto sobre el suelo. Hubo gemidos, pero lo ocurrido no sorprendió a nadie. Por toda la ciudad se estaban derrumbando casas que hubieran debido ser restauradas desde hacía tiempo. Montones de viejos ladrillos obstruían los rieles del tranvía, impidiendo el tráfico. Leo pudo trabajar dos días en el desescombro de la calle. Trabajaba bajándose y levantándose durante horas y horas sin interrupción, con un intenso dolor en el espinazo y los dedos ensangrentados cubiertos de rojo polvo de ladrillo.

En el Museo de la Revolución había una exposición en honor de los delegados de los Sindicatos suecos que habían ido a visitar el país. Kira obtuvo el encargo de pintar los carteles. Durante cuatro largas noches estuvo inclinada, con los ojos cansados, la mano temblando sobre una regla, dibujando nítidas letras negras que decían: "Obreros que se mueren de hambre en las fincas de los explotadores capitalistas de 1910." "Obreros deportados a Siberia por la policía zarista en 1905."

La nieve se amontonaba, blanca, bajo las ventanas de los sótanos. Leo pasó tres noches barriendo la nieve, mientras su aliento salía como un chorro de blanco vapor y carámbanos de hielo se posaban centelleantes en su vieja bufanda, estrechamente ceñida a su cuello.

Un ciudadano que no tenía medios aparentes de vida, poseía un auto y un piso con cinco habitaciones y sostenía frecuentemente conversaciones en voz baja con los empleados del Trust de Abastecimientos, decidió que sus hijos tenían que aprender a hablar francés. Kira se encargó de darles lección dos veces por semana, y tuvo que aburrirse explicando el passé défini a dos flacos arrapiezos que se hurgaban las narices con el dedo. La voz se le ponía ronca, la cabeza le daba vueltas, y sus ojos evitaban el aparador donde relucían unos pasteles de oscura y untuosa corteza. Leo ayudaba a un estudiante proletario que tenía que examinarse. Explicaba detenidamente las leyes del capital y del interés a un individuo muerto de sueño que se pasaba el tiempo rascándose los nudillos cubiertos de sarna.

Dos horas por día, inclinada sobre un gran barreño que olía a pescado podrido, Kira estuvo lavando los platos de un restaurante privado… hasta que el restaurante quebró.

Cada día desaparecían durante largas horas, y cuando regresaban a casa no decían nunca en qué colas habían tenido que aguardar, por qué calles se habían arrastrado muertos de cansancio ni qué puertas se les habían cerrado bruscamente a la cara. Por las noches Kira encendía su bourgeoise y estaban sentados en silencio, de cara a sus libros. Todavía tenían que estudiar, y por lo menos les quedaba una meta por alcanzar, aunque hubieran de olvidar todo lo demás; tenían que concluir su carrera.

– No importa -decía Kira-, nada importa. No tenemos que pensar. No tenemos que pensar en absoluto. Únicamente debemos acordarnos de que es preciso terminar la carrera y entonces quizás… quizás… encontraremos el medio de marchar al ex… -y no terminaba la frase. No podía pronunciar aquella palabra. Esta era como una silenciosa herida secreta en la profunda intimidad de uno y otra.

A veces leían el periódico. El camarada Zinoviev, presidente del Soviet de Petrogrado, decía:

– La revolución mundial, camaradas, ya no es una cuestión de años ni de meses; ahora es sólo una cuestión de días. La llamarada del Proletariado que se levanta abrasará la tierra, destruyendo para siempre la maldición del Capitalismo mundial. Publicaban también una entrevista con el camarada Biriuchin, tercer fogonero en una navio de guerra rojo. El camarada Biriuchin decía:

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