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Capítulo séptimo

Kira estaba contemplando un edificio en construcción. Sobre un celaje gris, que lentamente iba oscureciendo en un precoz crepúsculo, se elevaban las recortadas paredes de ladrillos rojos, nuevos, rugosos, encuadernados por una red de fresco cemento blanco. En lo alto, hacia las nubes, se veía a unos obreros arrodillados en el andamiaje; la calle repercutía con el estrépito del hierro, el ronquido de las máquinas y el silbido del vapor en medio de un bosque de vigas, tablones y andamios manchados de cal. Kira seguía mirando, con los ojos muy abiertos y los labios sonrientes. Un muchacho de bronceado semblante, con una pipa en la comisura de la boca, andaba rápidamente por los tablones del andamiaje, y los movimientos de su mano eran breves, implacables, seguros como martillazos. Kira había olvidado el tiempo que llevaba detenida allí. Lo había olvidado todo excepto el trabajo que se estaba haciendo ante ella. Había perdido toda conciencia, todo sentido excepto la vista. Luego, de pronto, como un relámpago, su mundo volvió a apoderarse de ella, en un minuto cegador de percepción rápida y clara como si unos ojos nuevos mirasen por primera vez su universo nuevo y se dieran cuenta de cuanto habían olvidado ver; y Kira se preguntó, maravillada, por qué no estaba allí, en la obra en construcción, dando órdenes como aquel hombre de la pipa, y por qué razón había debido abandonar el único trabajo que la atraía. Y en su mente, tres palabras llenaban un vacío que sentía surgir de lo más íntimo de su alma-: Quizás… algún día… en el extranjero… Una mano la tocó en el hombro.

– ¿Qué hace usted aquí, ciudadana?

Era un miliciano que la miraba con aire de sospecha. Llevaba un gorro de pico con una estrella roja sobre su frente deprimida; en uno de sus ojos tenía una mancha, era estrábico y sus labios eran blandos e informes.

– Lleva usted media hora aquí, ciudadana. ¿Qué desea?

– Nada -dijo Kira.

– Entonces, ciudadana, haga el favor de circular.

– Miraba, no más- añadió Kira.

– No tiene usted por qué mirar -decretó el miliciano abriendo sus labios informes.

Ella se volvió y se alejó lentamente.

Contra su epidermis, cosida en la camisa, llevaba una bolsita que, semana tras semana, iba poco a poco aumentando de volumen. En ella guardaba el dinero que lograba salvar de las dispendiosas locuras de Leo. Era un fondo para el porvenir, y, ¿quién sabe…? tal vez… para el extranjero…

Kira volvía de una reunión de guías de museos. Se habían celebrado unos exámenes políticos en el Centro. Un hombre de cabello rojo estaba sentado detrás de una ancha mesa, y las guías, con los labios pálidos de angustia, habían ido desfilando uno a uno ante él y habían ido contestando a sus preguntas con voz aguda, extrañamante vivaz. Kira había recitado adecuadamente su lección sobre la importancia de las visitas a los museos históricos en vistas a la educación política y a la conciencia de clase de la masa obrera; había contestado satisfactoriamente a las preguntas que le hizo el examinador acerca de la última huelga de los obreros del arte textil en Inglaterra; había explicado con todo detalle los últimos decretos del Ministerio de Educación Popular respecto a las escuelas de analfabetos en el Turquestán, pero no había sabido decir cuántas toneladas de carbón se había extraído de las minas de la cuenca del Don.

– ¿No lee usted los periódicos, camarada? -había preguntado severamente el examinador.

– Sí, camarada.

Pues le aconsejo que lo haga con mayor atención. No queremos especialistas limitados ni esos anticuados burócratas que lo ignoran todo fuera del área estrecha de su profesión. Nuestros obreros modernos deben ser políticamente expertos y demostrar un interés activo por la realidad de nuestros soviets y por todos los detalles de nuestra construcción estatal. Puede usted retirarse.

Tal vez la despedirían, pensaba Kira con indiferencia mientras volvía a casa. No la preocupaba. Ya no la preocupaba nada. No quería verse en la situación de la camarada Nesterova, una guía que durante más de treinta años había sido maestra. La camarada Nesterova, entre las visitas a los museos, las clases, las reuniones políticas y el trabajo de la casa y los cuidados de su madre política, aprovechaba los escasos momentos que le quedaban libres para leer los periódicos y prepararse para los exámenes, aprendiendo todo de memoria, palabra por palabra. La camarada Nesterova tenía una terrible necesidad de su empleo, pero al encontrarse ante el examinador no había sido capaz de pronunciar ni una palabra. Había abierto la boca, pero ni una sílaba había salido de ella. Luego de pronto le había dado un ataque y se había puesto a chillar entre lágrimas y sollozos histéricos: había habido que llamar a una enfermera, y el nombre de la camarada Nesterova había sido borrado de la lista oficial de guías de museos. Kira, mientras subía la escalera de su casa, olvidó el examen para pensar en Leo y preguntarse cómo le encontraría aquella noche. Esta pregunta se la planteaba con un ligero estremecimiento cada vez que volvía tarde a casa y sabía que él estaría ya allí. A veces le veía marcharse por la mañana, sonriente, alegre, lleno de actividad, pero no sabía lo que le aguardaba al final de la jornada. A veces le encontraba leyendo un libro extranjero, contestando apenas a su saludo y negándose a comer, pero sonriendo de vez en cuando, para sí mismo, fríamente, a la viva pintura de un mundo tan distinto de aquel en que vivían ambos. Otras veces le encontraba ebrio, tambaleándose por la habitación, riendo amargamente y rasgando ante sus ojos los billetes de Banco en cuanto ella le hablaba de hacer economías. Otras veces estaba discutiendo de arte con Antonina Pavlovna, bostezando y hablando como si ni siquiera oyera sus propias palabras. Otras veces, muy raras, le sonreía con ojos límpidos y jóvenes como en otro tiempo ya lejano, en la época de sus primeras citas, y entonces le ponía el dinero en la mano murmurando

– : Toma, escóndelo… para huir… a Europa… un día nos escaparemos, si logras que hasta entonces no piense en nada, si logramos no pensar en nada ni tú ni yo…

Kira había aprendido a no pensar, a no pensar más que en aquel hombre que para ella había llegado a ser más que una religión; habían olvidado cómo se juzgan las cosas y los actos, para no acordarse más que del movimiento de sus manos y de las líneas de su cuerpo, y de que ella debía permanecer en guardia entre Leo y aquel algo inmenso e inevitable que avanzaba inexorablemente hacia él y que había engullido ya a tantas gentes. Estaría en guardia; esto era lo único que importaba; Kira no pensaba nunca en el pasado, y, por lo que respecta al porvenir… nadie se preocupaba de él, entre la gente que vivía a su alrededor. No pensaba nunca en Andrei, nunca se permitía preguntarse lo que podían ser los días, y aún más los años futuros. Sabía que había ido demasiado lejos y que no podía volver atrás. Era lo bastante prudente para saber que no lo podía dejar y lo bastante valerosa para no intentarlo siquiera. Evitando un golpe que él no hubiera podido soportar, compensaba, en silencio, lo que él le había hecho. Un día, tal vez -sentía confusamente Kira- podría saldar su deuda, cuando quizá el extranjero se hubiera hecho accesible para ella y para Leo; entonces podría romperlo todo sin vacilar, porque Leo la necesitaría: entonces Leo estaría salvado: todo lo demás no tenía importancia.

– ¿Kira? -la llamó desde el cuarto de baño una voz alegre, en cuanto entró.

Leo salió con el torso desnudo y una toalla en la mano, sacudiéndose las gotas de agua de la cara y echándose hacia atrás los cabellos que le caían sobre la frente.

– Estoy contento de que estés de vuelta, Kira. Siento mucho que no estés en casa, ¿sabes?, cuando vuelvo yo.

Parecía que acabase de salir de un río después de una larga y cálida jornada de verano, y se hubiera dicho que se veía el reflejo del sol en las gotas de agua de sus hombros. Parecía un cachorro lleno de salud y de vida. Se movía como si su cuerpo fuera una voluntad tensa, arrogante, poderosa, una voluntad y un cuerpo que no podían ceder jamás porque uno y otra habían nacido sin póSer ceder; porque habían nacido para mandar, lo mismo que habían nacido para vivir.

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