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Sonreía con su arrogante sonrisa que iluminaba un rostro increíblemente hermoso, un rostro que embriagaba como una droga inefable, indiscutible, profunda como la música. Ella escondió la cabeza sobre su hombro repitiendo desoladamente un nombre: -Leo… Leo… Leo…

Capítulo diez

Antes de ir a la oficina, Pavel Syerov bebió; bebió de nuevo por la tarde. Se había peleado con la camarada Sonia a la hora del desayuno. Luego ella había debido correr a una reunión de obreros. Pavel había telefoneado a Morozov, y una voz, que había reconocido perfectamente como la de este mismo, le había dicho que Morozov no estaba en casa. Pavel Syerov estuvo paseándose largo rato arriba y abajo de la estancia, y rompió un tintero. Encontró una palabra equivocada en una carta que había dictado y, en el colmo de la indignación, arrugó la carta hasta hacer con ella una bola y se la echó a la cara a la secretaria. Volvió a llamar a Morozov y no obtuvo respuesta. Luego le telefoneó una mujer, y una voz sumisa y. algo vacilante le dijo con dulzura, insistentemente: "Pero, Pavlusha, amor mío, me prometiste aquel brazalete…" Un especulador le llevó un brazalete envuelto en un pañuelo sucio, y se negó a dejarlo si no se le pagaba antes todo su valor. Syerov volvió a llamar a Morozov al Trust de la Alimentación. Una secretaria le preguntó su nombre, y Syerov colgó el auricular sin contestar. A un hombre haraposo que le pedía una colocación, le chilló que le denunciaría a la G. P. U., y dio orden a su secretaria de que despidiese a todos los que estaban aguardando. Se marchó de la oficina una hora antes de lo acostumbrado, y salió dando un gran portazo.

De vuelta a su casa, pasó por el domicilio de Morozov. Iba a subir, cuando vio a un miliciano de plantón en la esquina, y prefirió pasar de largo.

A la hora de comer, mientras le ponía delante los platos preparados en una cocina pública dos puertas más abajo -una sopa fría en la que sobrenadaba la grasa-, la camarada Sonia le dijo: -Verdaderamente, Pavel, necesito un abrigo de pieles. Ya sabes que no puedo exponerme a resfriarme, para no perjudicar a nuestro hijito. Y no lo quiero de piel de conejo. Sé que puedes darme este gusto. Oh, yo no tengo por qué meterme en los negocios ajenos, pero estoy al tanto, ¿sabes?

Pavel echó la servilleta en el plato y se fue sin decir palabra. Volvió a llamar a casa de Morozov, y el teléfono estuvo sonando más de cinco minutes sin que nadie contestara.

Se sentó en la cama y apuró una botella de vodka. La camarada Sonia salió; tenía que asistir a una reunión del consejo de maestros de una escuela nocturna de mujeres analfabetas de los Centros obreros. Syerov vació otra botella.

Luego se levantó resueltamente, pero no sin tambalearse un poco; se puso el cinturón sobre la chaqueta de cuero y volvió a casa de Morozov.

Llamó tres veces sin que nadie saliera a abrir. Durante largo rato mantuvo el dedo en el timbre, mientras él se apoyaba con indolencia en la pared. Pero detrás de la puerta no se oyó ningún ruido; en cambio, se oyeron pasos por la escalera y Syerov se retiró el rincón más oscuro. Los pasos se detuvieron en el piso de abajo, donde se oyó abrir y cerrar una puerta. Syerov se acordó confusamente de que no le convenía que le vieran en aquel lugar. Sacó de su bolsillo un bloc de notas y, apoyándolo en la pared, escribió a la luz de la lámpara:

Morozov, maldito sinvergüenza:

Si antes de mañana por la mañana no vienes a traerme lo que me debes desayunarás en la G. P. U. Ya sabes lo que significa esto.

Tuyo afectísimo,

Pavel Syerov

Arrancó la hoja, la dobló y la metió por debajo de la puerta. Un cuarto de hora más tarde, Morozov salió silenciosamente del cuarto de baño y se dirigió de puntillas al recibimiento, donde se dio cuenta de la blanca mancha de papel sobre el pavimento oscuro. Tomó el billete y lo leyó a la luz de la lámpara del comedor. A medida que lo leía, se iba poniendo lívido.

Sonó el teléfono. Morozov se estremeció y se quedó inmóvil, helado, como si unos ojos invisibles, detrás del aparato telefónico, pudieran verle con aquella esquela en la mano. Se la guardó en el bolsillo y contestó al teléfono, ya más tranquilo. Era una vieja tía suya que le pedía un préstamo en tono quejumbroso. Morozov la llamó vieja bruja, y cortó la comunicación. Desde su habitación, donde estaba peinándose sentada ante el tocador, Antonina Pavlovna le afeó su lenguaje. El dijo ferozmente, volviéndose hacia la puerta:

– Si no fuera por ti y por ese maldito amante tuyo… -No lo es, todavía -gritó ella-. Si lo fuera, ¿crees tú que seguiría con un viejo imbécil asqueroso como tú? Empezaron a disputar y Morozov se olvidó completamente de la carta que llevaba en el bolsillo.

El roof garden del Café de Europa estaba cubierto por un techado de cristal que parecía tener que aplastar bajo su negra capa a cuantos estaban debajo, más inexorablemente que si fuera una bóveda de acero. Había muchas luces, unas luces amarillas, que parecían empañadas por una pesada atmósfera de humo de cigarrillos y de calor humano, y oprimidas por la negrura de la techumbre. Y bajo las luces amarillas, se veían las blancas manchas de los manteles y los vivos reflejos de los cubiertos. Alrededor de aquellas mesas estaban sentados unos hombres; la luz arrancaba coloridos destellos a los botones de brillantes de sus blancas pecheras y pálidos reflejos a las gotas de sudor de sus rojos rostros congestionados. Comían; se inclinaban ávidamente sobre los blancos platos, masticando de prisa, como si tuvieran miedo de perder un bocado; no estaban allí para pasar alegremente la noche en un establecimiento elegantt, sino para comer. En un rincón, una cabeza calva y amarillenta se inclinaba sobre un rojo bistec en su plato blanco. El hombre cortaba el bistec rascando la porcelana con su cuchillo; luego se llevaba un pedazo a la boca, y, por lo rojos y carnosos que se veían sus labios, no parecía sino que lo hubiera dejado colgando de ella. Al otro lado de la mesa, una muchacha de unos quince años comía apresuradamente, con la cabeza hundida entre los hombros; cada vez que levantaba la cabeza se ruborizaba intensamente desde la punta de la nariz hasta el cuello, y contraía la boca como si estuviera a punto de echarse a llorar.

Junto al cristal de una ventana ondeaba una espesa nube de humo: un individuo flaco, cuya descarnada cabeza anunciaba cómo había de ser una calavera, se balanceaba en su silla fumando sin cesar, sosteniendo el cigarrillo entre unos dedos largos, huesudos y amarillentos, y echando el humo por una nariz de anchas aberturas y una boca de enfermiza y sardónica expresión.

Por entre las mesas circulaban algunas mujeres con aire de afectada insolencia. Bajo una lámpara, una cabeza de rubios y suaves rizos exhibía unos grandes ojos azules rodeados de profundas y oscuras ojeras, y una boca joven y fresca, pero envilecida por una sonrisa desengañada y viciosa. En otra mesa, una mano de marfil surcada por pálidas venas azuladas levantaba una copa llena de un líquido dorado, transparente como el agua. A través del vino se veía resplandecer sobre el pálido cuello de la mujer un pesado collar de brillantes; por encima de la copa, unos ojos oscuros parecían inmóviles como los de una Dolorosa absorta en la contemplación de su eterna tragedia. En medio de la sala, una extenuada mujer morena, de hombros salientes, clavículas hundidas y cutis de color de café sucio reía demasiado fuerte, abriendo unos labios y unas encías que parecían de sangre.

La orquesta tocaba John Gray. Las notas del foxtrot de moda parecían surgir de las cuerdas antes de haber acabado de formarse, y bajo el ritmo convulsivo se encerraba una alegría demasiado exuberante para ser sincera. Mientras, los rostros de los músicos permanecían tan graves como los de un contable sobre su libro de caja.

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