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Capítulo segundo

Encima de la mesa, frente a Kira, había un telegrama. No contenía más que cuatro palabras: "Llegaré 5 junio. Leo." Lo había estado leyendo una y otra vez, pero todavía faltaban dos horas para la llegada del tren, y tenía tiempo para releerlo todavía muchas otras veces. Lo desplegó sobre la descolorida seda gris del edredón y se arrodilló junto a la cama, alisando con cuidado todos los pliegues del papel. No había más que cuatro palabras, una para cada dos meses transcurridos; Kira se preguntó cuántos días había pagado por cada letra, pero no quiso saber cuántas horas, ni sobre todo, qué horas habían sido. Sólo se acordó de la frecuencia con que se había repetido a sí misma:

– No importa. Volverá salvado.

Todo le había parecido fácil y sencillo: basta reducir la vida a un solo deseo para que se hiciese serena, clara y soportable. Tal vez había aún quien pensase en la existencia de la gente; quien se acordase de que había caminos y sentimientos; ella ya lo había olvidado; no sabía sino que Leo regresaría sano. Esta idea había obrado en ella como una droga y como un desinfectante: la había purificado, destruyendo todas las impurezas y dejándola fresca, limpia y sonriente.

Su habitación, de pronto, se había quedado tan vacía que Kira se preguntaba maravillada cómo era posible que entre cuatro paredes pudiera caber un vacío tan inmenso. Habían pasado mañanas en que ella se había despertado únicamente para vivir absorta, durante todo un día húmedo, gris y triste como el cuadrado gris de la nieve que se recortaba en su ventana. Y el mero hecho de levantarse le había exigido un esfuerzo considerable. Otros días, cada uno de sus pasos por la estancia había representado una conquista de su voluntad, y cada objeto -el "Primus", la mesa, el aparador- era un enemigo que la atormentaba recordándole a gritos lo que había compartido con Leo y lo que había perdido. Pero Leo estaba en Crimea. Allí, cada minuto era un rayo de sol y cada rayo de sol una nueva gota de vida.

Habían pasado días en que Kira se había escapado de su cuarto para refugiarse entre el gentío, en medio del ruido, y luego había huido de la gente porque se sentía tan sola, tan desesperadamente abandonada que le parecía haber quedado súbitamente desnuda. Había huido a vagabundear por las calles, con las manos en los bolsillos y los hombros encorvados, mirando los trineos, los gorriones, la nieve que caía en lentos copos alrededor de las luces, tratando de evocar en medio de todo esto algo a lo que no sabía dar un nombre. Luego volvía a casa, encendía la bourgeoise y comía una cena medio cruda, sobre una mesa sin manteles, perdida en una habitación oscura y vacía, casi aterrada por el crujido de los muebles, el latido del reloj o el rumor sordo de los pasos sobre la nieve, al otro lado de la ventana.

Pero mientras, Leo bebía leche caliente y comía fruta fresca, sabrosa, llena de jugo. Habían pasado noches en que Kira escondía la cabeza bajo las sábanas, hundiendo su cara en la almohada, como si quisiera huir de su propio cuerpo, aquel cuerpo en el que ardían todavía las huellas de las manos de un extraño, de la carne de un extraño, en aquella cama que era la cama de Leo. Pero Leo, entretanto, estaba tendido en la playa y sus miembros eran de color de bronce.

Habían pasado momentos en que Kira había visto súbitamente, con el mismo asombro que si nunca se hubiera dado cuenta de ello, lo que estaba haciendo con su cuerpo; pero había cerrado los ojos y había olvidado la razón de que no se pudiera permitir este pensamiento: el hecho de que detrás de él había otro todavía más espantoso y amenazador: el de lo que estaba haciendo con una alma que no era la suya.

Pero Leo había aumentado cinco kilos y los médicos estaban satisfechos de su estado.

Habían pasado momentos en que había sentido súbitamente junto a ella el movimiento de unos labios sonrientes, el gesto rápido y perentorio de unas manos delgadas, tan claramente como si por un segundo las hubiera iluminado el resplandor de un relámpago. Y todo, en ella, había gritado de tal modo que le había parecido que no era ella sola la única que oía los gritos y había sentido, con un dolor que la cegaba, lo horrible que es el que un solo pensamiento se apodere de todo el cuerpo.

Pero Leo le escribía. Le escribía todas las semanas, tal como le había prometido. Kira leía sus cartas esforzándose en recordar las inflexiones de su voz y la manera como él habría pronunciado cada palabra. Esparcía a su alrededor las cartas de Leo, y le parecía sentir en la habitación una presencia viva.

Leo regresaba curado, fuerte, sano. Kira había vivido ocho meses para un telegrama. Nunca había querido ver más lejos. Más allá del telegrama no había porvenir.

El tren de Crimea llevaba retraso. Kira estaba en el andén, inmóvil, con los ojos fijos en los rieles vacíos, dos largas cintas de acero que luego parecían volverse de cobre, allá a lo lejos, bajo la clara luz estival, fuera de los arcos de la estación. No se atrevía a mirar al reloj, para no descubrir lo que ya temía, esto es, que el tren llevaba un retraso desesperado, infinito. El andén temblaba bajo las pesadas ruedas de un carretón de equipajes. En un punto, bajo la bóveda de hierro, una voz gritaba tristemente a intervalos regulares unas mismas palabras que se confundían en una sola como el grito de un ave nocturna: "Ponió encima, Grishka". Junto a ella oía arrastrarse unas pesadas botas. Cerca de la vía, una mujer estaba sentada sobre un fardo, con la cabeza inclinada sobre sus manos cruzadas. Encima de sus cabezas, los vidrios de la claraboya se volvían de un desolado color anaranjado. Y aquella voz repetía tristemente: "Ponlo encima, Grishka."

Cuando Kira interpeló al jefe de estación, éste le contestó bruscamente que el tren llevaba un gran retraso: un retraso inevitable, a consecuencia de un error en un cruce. Probablemente no llegaría hasta la mañana siguiente.

Kira se quedó todavía en el andén unos momentos, sin objeto, únicamente porque le dolía abandonar aquel lugar en que había casi sentido la presencia de Leo. Por fin dio la vuelta, salió lentamente, y bajó la escalera; los brazos le caían inertes a lo largo del cuerpo, y a cada peldaño su pie permanecía un momento indeciso, para caer luego pesadamente, como si cada peldaño señalase el fin de algo y ella no estuviese segura de tener que bajar el siguiente.

A lo lejos, al final de la calle, el cielo parecía una estrecha cinta de un vivo y puro color amarillo, mientras la calle misma parecía ancha y oscura, en el cálido crepúsculo estival. Kira echó a andar lentamente.

Pasó de largo por una esquina que le era familiar, y luego cambió de dirección para dirigirse hacia casa de los Dunaev. Tenía una noche entera ante sí, y necesitaba encontrar algún modo de pasarla.

Irina salió a abrirle. Sus cabellos estaban por peinar, pero llevaba un vestido nuevo de batista, a listas blancas y negras, y su cara fatigada estaba empolvada cuidadosamente.

– ¡Kira! ¡Quién iba a imaginarlo! ¡Qué sorpresa! Entra, quítate el abrigo. Tengo algo… alguien a quien quiero que conozcas. ¿Te gusta mi traje nuevo?

Kira se echó a reír; también ella llevaba un traje de batista a listas blancas y negras.

Irina balbució: -¡Oh! ¡Maldita sea!

– Gracias, Irina. -¿Cuándo te lo hiciste?

– Hace cosa de una semana.

– Ya ves tú: yo creí que si elegía un traje de listas sencillas no era tan probable que encontrase otros a mi alrededor, ¡y ahí tienes! El mes pasado papá me regaló tres metros de tela para un vestido: era precioso, blanco y gris. Pues el primer día que me lo puse, en sólo un cuarto de hora, encontré a tres señoras que llevaban el mismo… ¡Es inútil! Si no se logra tener un trozo de tela estampada extranjera, como Vava Milovskaia… ¡aquélla sí que es bonita! Y por lo menos no se encontrará con nadie que lleve otra igual, aparte de que a tres kilómetros se adivina que es un género extranjero… En fin; pasa.

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