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Las ventanas del comedor estaban abiertas, y la habitación era fresca, amplia, animada por los ruidos callejeros. Vasili Ivanovitch se levantó en seguida. Víctor se levantó con un gracioso movimiento y se inclinó con gesto precioso, elegante: y un joven alto y rubio se quedó de pie, muy rígido, mientras Irina le presentaba.

– ¡Dos pensionistas gemelos del reformatorio soviético! Kira, ¿me permites que te presente a Sasha Chernov? Sasha, mi prima Kira Argounova.

La mano de Sasha era grande y firme y su apretón tan fuerte que casi hizo daño a Kira. Sonrió tímidamente, con aire simpático, algo pueril.

– Esta, Sasha, es una rara suerte -dijo Irina-; Kira es la reclusa de Petrogrado.

– De Leningrado -corrigió Víctor.

– La reclusa de Petrogrado -repitió Irina-.

¿Qué tal estás, Kira? Siento tener que reconocer que tu visita me alegra mucho.

– También yo celebro conocerla -murmuró Sasha-. He oído hablar mucho de usted.

– Hablamos de ti muy a menudo, Kira -dijo Vasili Ivanovitch tiernamente, casi con orgullo.

– No cabe duda -dijo Víctor- de que Kira es la mujer de quien más se habla en la ciudad, incluso en los círculos del Partido.

Kira le miró bruscamente, pero él sonreía, cortés.

– Las mujeres fatales fueron siempre el tema de los murmullos de admiración. Como madame de Pompadour. Su encanto desvirtúa la teoría marxista: realmente ignora las diferencias de clase.

– Cállate -dijo Irina-, no sé de qué estás hablando, pero estoy segura de que no dices nada bueno.

– Nada de eso -dijo Kira, mirando fijamente a su primo-. Víctor exagera, pero me hace un cumplido.

Confuso, tímido, Sasha ofreció una silla a Kira con un gesto de la mano y una sonrisa.

– Sasha estudia historia -dijo Irina- o, mejor dicho, la estudiaba. Le expulsaron de la Universidad por haber intentado pensar en el país del libre pensamiento.

– Quisiera que te dieras cuenta, Irina -interrumpió Víctor-, de que no tolero semejantes discursos en mi presencia. Quiero que se respete al Partido; y, con el Partido, a mí, que lo represento.

– No recites más la lección, Víctor; el Partido no puede oírte -dijo Irina.

Kira observó la silenciosa y larga mirada de Sasha a Víctor: los ojos de color de acero de Sasha no eran por cierto ni tímidos ni afectuosos.

– Lamento de veras que le expulsaran de la Universidad -dijo Kira, que sintió de pronto una gran simpatía por aquel joven tímido y confuso.

– No me importa -dijo Sasha con serena convicción-. En realidad no es una cosa de absoluta necesidad. Hay circunstancias exteriores que un poder autocrático no logrará vencer ni sojuzgar jamás.

– Como puedes ir viendo, Kira -dijo fríamente Víctor-, entre tú y Sasha hay muchos puntos de contacto. Uno y otro tenéis una lamentable tendencia a olvidar los más elementales principios de cautela.

– ¿Víctor, quieres…? -empezó a decir Vasili Ivanovitch.

– Papá, puesto que doy de comer a esta familia, considero que tengo el derecho a que se respeten mis ideas…

– ¿A quién dices que das de comer? -chilló una voz aguda desde el cuarto de al lado. Asha apareció en el umbral, con las medias caídas, las hojas de una revista rasgada en una mano y unas tijeras en la otra-.

Ya quisiera yo que alguien nos diera de comer. Todavía tengo hambre. Irina no quiere darme otro plato de sopa.

– Papá, habrá que ocuparse de esta chiquilla -dijo Víctor-. Está creciendo como una golfilla. Si frecuentase una organización infantil como los " pioneros "…

– No empecemos a discutir de nuevo, Víctor -le interrumpió Vasili Ivanovitch con voz serena, pero enérgica.

– ¿Quién va a ser un asqueroso pionero? -preguntó Asha.

– Vete a tu cuarto, Asha, o te meteré en la cama -ordenó Irina.

– ¿Tú, y quién más? -observó Asha, y desapareció dando un portazo.

– Verdaderamente -observó Víctor-, si yo soy capaz de estudiar y al mismo tiempo trabajar para mantener a la familia, no comprendo por qué Irina no ha de poder ocuparse eficazmente de esta arrapieza.

Nadie contestó. Vasili Ivanovitch se inclinó sobre un pedazo de madera, que iba tallando cuidadosamente. Irina, con la punta de un cuchillo, trazaba dibujos sobre el viejo mantel. Víctor se levantó.

– Lamento tener que abandonar una visita tan grata y tan rara, Kira, pero debo marcharme. Estoy invitado a comer.

– Sí -añadió Irina-. Pero procura que la señora de la casa no se lleve las servilletas del cuarto de Kira.

Víctor salió.

Kira contempló las herramientas que manejaba con sus rugosas manos Vasili Ivanovitch.

– ¿Qué haces, tío Vasili?

– Un marco -Vasili Ivanovitch levantó la cabeza mostrando orgullosamente su trabajo-. Para uno de los dibujos de Irina. Son tan hermosos que es una lástima dejarlos que se pierdan, abandonados en un cajón.

– Ese es muy bonito, tío Vasili. No sabía que tuviesese tanta habilidad.

– Oh, en otro tiempo lo hacía bastante bien. Pero hace años que no me ocupaba de ello. Era bastante mañoso en… los viejos tiempos, cuando estaba en Siberia, de joven.

– ¿Y cómo te va el empleo, tío Vasili?

– Lo perdió -replicó Irina-.

¿Cuánto tiempo crees tú que puede durar un empleo en un comercio particular?

– ¿Qué sucedió?

– ¿No lo sabías? Cerraron el establecimiento por retraso en el pago de los impuestos. Y el dueño está aún peor que nosotros…

¿Quieres un poco de té, Kira? En un momento te lo hago. Cumplo bastante bien con mis deberes de ama de casa. Los vecinos nos robaron el "Primus", pero Sasha me ayudará a encender el " samovar" en la cocina. Vamos, Sasha -dijo imperiosamente. Sasha se levantó con docilidad.

– No sé por qué le pido que me ayude -dijo Irina sonriendo a su prima-; es el ser más inútil y más hábil que existe- pero sus ojos brillaban de felicidad. Tomó al joven del brazo y se lo llevó a la cocina.

Oscurecía, y la ventana abierta era de un azul vivo. Vasili Ivanovitch no encendió la luz, sino que se inclinó más sobre su trabajo. -Sasha es un excelente muchacho -dijo de pronto-, pero me preocupa. -¿Por qué?

Vasili Ivanovitch murmuró:

– Política. Sociedades secretas. ¡Pobre loco predestinado!

– ¿Víctor sospecha algo?

– Lo temo.

Irina encendió la luz cuando volvió con una bandeja llena de tazas, seguida de Sasha que llevaba un humeante "samovar".

– Ahí estamos -dijo Irina.

Con la cadera empujó una mesita, extendió sobre ella un mantel, que alisó con una mano y con el codo, mientras con la otra sostenía en vilo la bandeja; luego, rápidamente, dejó resbalar las tazas y los platos sobre la mesa y puso los cubiertos, que tintinearon alegremente.

– Y ahí está el té. Y algunos pasteles. Yo misma los hice. Ya me dirás si te gustan, Kira; han sido preparados por una artista.

– ¿Cómo te va el arte, Irina?

– ¿Mi trabajo, quieres decir? Sigo con él. Pero temo que no tengo grandes disposiciones para esos carteles. Me han reprendido dos veces en el Diario Mural. Me dicen que mis campesinas parecen bailarinas y que mis obreros parecen señoritos. Inconvenientes de mi ideología burguesa, ¿comprendes? Y bien, ¿qué quieren? No es mi especialidad. A veces me echaría a llorar: no tengo manera de encontrar ideas para esos malditos carteles.

– Y ahora viene el concurso -dijo tristemente Vasili Ivanovitch, ofreciendo una taza de té a Kira.

– ¿Qué concurso?

Irina vertió distraídamente un poco de té sobre la mesa. -Un concurso interior. A ver quién hace los carteles más hermosos y más rojos. Hay que trabajar dos horas más al día, gratis, por la gloria del Centro.

– Bajo el régimen soviético -dijo Sasha con ironía- no se explota a nadie.

– Estaba pensando -dijo Irina volcando una taza y cogiéndola al vuelo- que había encontrado una buena idea para ganar el concurso. Un obrero y una campesina subidos a un tractor. ¡Malditos sean! Pero he oído decir que el Sindicato de Impresores está haciendo uno simbólico, la unión de un tractor y un aeroplano, que es una especie de espiritualización de la electricidad y de las construcciones del Estado proletario.

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