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– ¡Y qué sueldos! -exclamó Vasili Ivanovitch-. Ha gastado todo el del mes en unos zapatos para Asha.

– Sí -dijo Irina-, pero no podía dejarla ir descalza.

– Trabaja usted demasiado, Irina -dijo Sasha-, y se toma su trabajo demasiado en serio. ¿Para qué estropearse los nervios? Todo esto es transitorio.

– ¡Claro! -dijo Vasili Ivanovitch.

– También lo creo -dijo Kira.

– Sasha es mi ancla de salvación -sonrió, trémula y sarcástica a la vez, la cansada boca de Irina, como si no quisiera dejar ver la involuntaria ternura que acusaba su voz-. La semana pasada me invitó al teatro. Y la otra semana fuimos al Museo Alejandro III y estuvimos un tiempo infinito mirando cuadros.

– Leo regresa mañana -dijo Kira de pronto, como si no pudiese guardar la noticia por más tiempo.

– ¡Oh! ¡Cuánto me alegro! -dijo Irina dejando caer la cucharilla-. ¿Por qué no lo habías dicho? ¿Está restablecido ya?

– Sí; tenía que llegar esta noche; pero el tren llevaba retraso.

– ¿Cómo sigue la tía de Berlín? -preguntó Vasili Ivanovitch-. ¿Continúa ayudándole? Este sí que es un ejemplar cariño familiar. Aunque nunca le haya visto, siento por esa señora una gran admiración. El que, estando lejos y a salvo, sabe hacerse cargo de lo que estamos sufriendo nosotros en esta tumba soviética, tiene que ser forzosamente una persona maravillosa. Esta mujer ha salvado la vida a Leo.

– Tío Vasili -dijo Kira-, cuando veas a Leo, ¿te acordarás de no hablarle de ello? Me refiero al auxilio de su tía de Berlín; ya os dije cuánto le humillaba tener que aceptarlo.

– Claro, niña, lo comprendo muy bien. No te preocupes. Es así; un ser humano socorre a otro ser humano. Pero creo que ahora nos costaría entender lo que en otro tiempo se llamaba "ética". Pero somos bestias que estamos luchando bestialmente. Pero nos salvaremos antes de perdernos completamente.

– No tendremos que aguardar mucho tiempo -dijo Sasha.

Kira observó la mirada furtiva, asustada, implorante de Irina.

Era ya tarde cuando Sasha y Kira se levantaron para marcharse. Sasha vivía lejos, al otro extremo de la ciudad, pero se brindó a acompañar a Kira, porque las calles estaban oscuras. Llevaba un gabán viejo, y caminaba de prisa, inclinado hacia adelante, al lado de Kira, a la luz de un crepúsculo dulce y transparente, por la ciudad impregnada de las fragancias de la tierra cálida bajo el asfalto y los adoquines.

– Irina no es feliz -dijo de pronto.

– No -dijo Kira-. No lo es. Nadie lo es.

– Vivimos en tiempos duros, pero las cosas cambiarán. En realidad ya están cambiado. Todavía quedan hombres para quienes la libertad es algo más que la palabra de los carteles.

– ¿Cree usted que hay posibilidades de éxito, Sasha?

La voz del joven era baja, henchida de apasionada convicción, de una fuerza quieta que obligó a Kira a reconocer que se había equivocado al creerlo tímido.

– ¿Cree usted que el obrero ruso es un animal que lame el yugo mientras le destruyen los sesos a garrotazos? ¿Cree usted que se deja engañar por el ruido que hace un grupo de tiranos? ¿Sabe usted lo que lee? ¿Tiene usted idea de los libros que circulan clandestinamente de mano en mano? ¿Sabe usted que el pueblo está despertando, y que…?

– Sasha, está usted jugando a un juego muy peligroso. El no contestó. Contempló los viejos tejados de la ciudad, que se destacaban sobre un cielo lechoso y azulado.

– El pueblo ha querido ya muchas víctimas… como usted -prosiguió Kira.

– Rusia tiene una larga historia revolucionaria -dijo el joven- y ellos lo saben. Incluso lo enseñan en las escuelas, pero ahora creen que se terminó ya. Y no es cierto. No hace más que empezar. Y nunca han faltado hombres que despreciasen el peligro. En tiempo de los zares y siempre.

Kira se detuvo, le miró en la oscuridad, y desesperadamente, olvidando que no hacía más que unas horas que le había conocido, murmuró:

– ¡Oh, Sasha! ¿acaso todo ello vale la pena del peligro a que se expone?

– El la dominaba con su alta estatura, y sonreía levemente, por encima del cuello de su gabán, y de su viejo sombrero se escapaban rubios mechones de pelo.

– No tiene que preocuparse, Kira. Ni Irina tampoco. No hay peligro. No me cogerán. No creo que me cojan en mucho tiempo.

Por la mañana Kira tenía que ir a su trabajo.

Había insistido en trabajar, y Andrei le había buscado un empleo. Había tenido que sufrir un examen, y la habían nombrado guía en el Museo de la Revolución. Su trabajo consistía en aguardar las llamadas del "Centro de Excursiones y Visitas". Cuando la llamaban corría al Museo y guiaba a un grupo de personas atónitas a través de las salas de lo que en otro tiempo fuera el Palacio de Invierno. Le daban unos cuantos rublos por visita, pero este trabajo le confería la consideración de funcionaría soviética a los ojos del Upravdom de su casa, y esto le evitaba el tener que pagar un alquiler exorbitante y el pasar por una burguesa. Durante la mañana había telefoneado a la estación Nikolaevsky; no se esperaba el tren de Crimea hasta muy entrada la tarde. Luego la llamaron del Centro de Excursiones, y tuvo que ir. En las salas del Palacio de Invierno había descoloridas fotografías de los jefes de la Revolución, proclamas amarillas, mapas, diagramas, maquetas de cárceles zaristas, fusiles herrumbrosos, trozos de cadena de deportados… Treinta obreros aguardaban en el vestíbulo del Palacio a la "camarada guía". Estaban de vacaciones, pero su Centro educativo había combinado la visita y ellos no podían dejar de atender a las indicaciones que se les hacían. Respetuosamente se quitaron la gorra y siguieron a Kira, arrastrando tímidamente los pies, escuchándola atentamente y rascándose la nuca, con la boca abierta.

– … y esta fotografía, camaradas, fue tomada poco antes de la ejecución. Le ahorcaron por haber asesinado a un tirano, uno de los pajes del zar. Este fue el fin de otra víctima en el áspero camino de la Revolución obrera y campesina… y este diagrama, camaradas, nos da una clara visión de los movimientos de huelga en la Rusia de los zares. Fijaos en que la curva roja decrece rápidamente a partir del año 1925.

Kira recitaba la lección mecánicamente, con monotonía. Ya ni se daba cuenta de lo que decía. Para ella, sus palabras no eran más que una sucesión de sonidos aprendidos de memoria, cada uno de los cuales parecía arrastrar al siguiente, automáticamente, sin que la voluntad tuviera que intervenir para nada. Kira no sabía lo que decía; sabía sólo que su mano se levantaría en el momento oportuno señalando el grabado adecuado; sabía perfectamente a qué momento de su discurso la mancha gris e impersonal de sus oyentes se echaría a reír, y cuándo se estremecería con un murmullo de sorda indignación; sabía que ellos estaban deseando que terminase cuanto antes, mientras que el Centro de Excursiones y Visitas, por el contrario, quería que la conferencia fuera lo más detallada y lo más larga posible.

– … y ésta, camaradas, es la auténtica carroza en que iba Alejandro III el día que le asesinaron. La parte posterior fue destruida por la bomba arrojada por…

Pero Kira estaba pensando en el tren de Crimea: tal vez habría llegado; tal vez aquella habitación que ella había odiado se había convertido ya en un santuario.

– Camarada guía, ¿podría usted decirme si Alejandro III estaba pagado por el imperialismo internacional…?

Cuando regresó a casa, la habitación estaba vacía. -No -dijo Marisha-, no ha llegado.

– No -contestó al teléfono una voz ronca-, el tren no llegó todavía-. ¿Es otra vez usted, ciudadana? ¿Qué le pasa? Los trenes no circulan para su comodidad personal. No le esperamos hasta esta noche.

Kira se quitó el abrigo, levantó la mano, y miró la hora en su reloj de pulsera. La mano se detuvo en el aire; Kira se acordó de quién se lo había regalado. Se quitó la pulsera y la guardó en un cajón. Se acurrucó en un gran sillón junto a la ventana e intentó leer el periódico. Pero no tardó en dejarlo caer al suelo, y permaneció quieta, con la cabeza inclinada sobre el hombro y los cabellos caídos sobre el brazo.

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