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Capítulo octavo

Al día siguiente, un estudiante que llevaba el distintivo rojo llamó a Kira, en uno de los pasillos del Instituto.

– Ciudadana Argounova, en la Célula Comunista desean verla a usted.

En la sala destinada a la Célula Comunista estaba Pavel Syerov, detrás de una mesa larga y desnuda.

Le preguntó:

– Ciudadana Argounova, ¿quién era aquel hombre que estaba con usted a la puerta del Instituto, ayer tarde?

Pavel Syerov fumaba. Guardó el cigarrillo entre los labios y miró a Kira a través del humo.

Kira preguntó:

– ¿Qué hombre?

– Camarada Argounova, ¿sufre usted de amnesia? El hombre que vi hablando con usted a la puerta, ayer tarde. Detrás de Pavel Syerov, en la pared, colgaba un retrato de Lenin; Lenin miraba de través, guiñando ligeramente un ojo, y en sus labios asomaba una helada media sonrisa. -Sí; ya me acuerdo -dijo Kira-. Había un hombre. Pero no sé quién era. Me preguntó por una calle.

Pavel Syerov dejó caer la ceniza de su cigarrillo en un cenicero rojo.

– Camarada Argounova -dijo cortésmente-, usted es alumna del Instituto de Tecnología y sin duda desea seguir siéndolo. -No cabe duda -repuso Kira. -¿Quién era aquel hombre? -No me interesaba bastante para preguntárselo. -Muy bien; no insistiré. Estoy seguro de que los dos conocemos su nombre. Pero lo que necesito es saber sus señas. -A ver… déjeme pensar… Sí; me preguntó cómo podía encontrar la calle Sadovaia. Puede usted buscar por allí. -Camarada Argounova, debo recordarle que los caballeros de su partido nos han acusado siempre, a nosotros los estudiantes proletarios, de pertenecer a una organización de la Policía Se creta. Y, ¿sabe usted?, esto puede perfectamente ser verdad. -Bien. Entonces, ¿puedo yo preguntarle una cosa? -¡Sin duda! Muy contento de complacer a una señora. -¿Quién era aquel hombre?

El puño de Pavel Syerov cayó violentamente sobre la mesa. -Ciudadana Argounova, ¿tendré que recordarle que no bromeo? -Si esto no es una broma, ¿quiere usted decirme qué es, pues? -No va usted a tardar en saberlo. Ha vivido bastante en la Rusia soviética para no ignorar lo peligroso que es proteger a los contrarrevolucionarios.

Una mano abrió la puerta sin llamar antes. Entró Andrei Taganov.

– Buenos días, Kira -dijo con calma. -Buenos días, Andrei -contestó ella.

Se acercó a la mesa; sacó un cigarrillo y se inclinó hacia el que Syerov tenía en la mano. Este se lo tendió apresuradamente.

Syerov esperaba. Andrei no dijo nada; permanecía en pie junto a la mesa, mientras el humo de su cigarrillo subía en una recta columna hacia el techo. Andrei contemplaba en silencio a Kira y a Syerov.

– Camarada Argounova, no dudo de su lealtad política -dijo amablemente el camarada Syerov-. Estoy seguro de que no le será difícil contestar a la pregunta que se le hace acerca de unas señas.

– Ya le he dicho que no le conozco. Nunca lo había visto antes, de modo que no puedo saber sus señas.

Pavel Syerov seguía mirando a Andrei con el rabillo del ojo. Andrei seguía silencioso e inmóvil. Pavel Syerov se inclinó hacia adelante y habló con deferencia, en tono confidencial. -Camarada Argounova, quisiera que se diese usted cuenta de que este hombre está siendo buscado por el Estado. Tal vez no sea de nuestra incumbencia, pero si nos pudiese ayudar a encontrarle sería muy beneficioso para usted y para mí, lo mismo que para todos nosotros -añadió en tono significativo. – si no puedo ayudarle, ¿qué tengo que hacer?

– Irse a casa, Kira -dijo Andrei.

Syerov dejó caer su cigarrillo.

– A menos -añadió Andrei- que tenga usted que asistir a alguna clase. Si volviéramos a necesitarla, la mandaré llamar. Kira dio media vuelta y salió. Andrei se sentó sobre un ángulo de la mesa y cruzó las piernas.

Pavel Syerov sonrió. Andrei no le miraba. Pavel Syerov se aclaró la voz y dijo:

– Naturalmente, Andrei, muchacho, supongo que no pensarás que… porque era amiga tuya… -No lo pienso -replicó Andrei.

– Yo no indago ni critico tus actos. Aun cuando piense que no es de buena disciplina anular la orden de un camarada comunista frente a una persona extraña.

– ¿Y en virtud de qué disciplina la mandaste llamar para un interrogatorio?

– Lo siento, amigo. Me equivoqué. Pero mi intención era únicamente ayudarte. -No te he pedido que me ayudaras.

– He aquí cómo están las cosas, Andrei. La vi con él ayer tarde, junto a la puerta. Le reconocí por las fotografías. La G. P. U. lleva dos meses buscándole. -¿Por qué no me lo has dicho?

– Es que… no estaba exactamente seguro de que fuera él… podía haberme equivocado… y…

– Y en este caso, tu ayuda habría sido útil… para ti mismo. -Pero, ¿qué dices, amigo mío? ¡Supongo que no vas a atribuirme miras personales! Tal vez he rebasado mis atribuciones en estas pequeñas misiones de la G. P. U. que te corresponden a ti, pero mi único propósito era el de ayudar a un compañero proletario en su cometido. Ya sabes que nada puede desviarme del cumplimiento de mi deber… ni aun un sentimiento de afecto.

– Una infracción a la disciplina del Partido es una infracción a la disciplina del Partido, sea quien sea el que la cometiese. Pavel Syerov miró con demasiada fijeza a Andrei, al tiempo que contestaba:

– Es lo que yo he dicho siempre.

– No hay que desplegar demasiado celo en el cumplimiento de los deberes propios.

– No cabe duda de que no. Es tan malo como mostrarse demasiado negligente.

– De ahora en adelante todos los interrogatorios públicos, aquí, debo hacerlos yo. -Como quieras, amigo.

– Y si alguna vez te parece que no estoy en condiciones de cumplir con mi deber, puedes dar cuenta al Partido y pedir mi destitución.

– Andrei, ¿cómo puedes decir semejante cosa? No vayas a creer que yo discuto, ni por un momento, tu importancia inestimable en el Partido. ¿Acaso no he sido siempre tu mayor admirador? ¿No eres tú el héroe de Melitopol? ¿No somos antiguos amigos? ¿No hemos luchado acaso en una misma trinchera, tú y yo, hombro contra hombro, bajo la bandera roja? -Así es, en efecto -dijo Andrei.

En el año 1896 la casa de ladrillo de la fábrica Putilovsky, en uno de los arrabales de San Petersburgo, no tenía conducción de agua. Las cincuenta familias de obreros que llenaban los tres pisos del edificio tenían en total cincuenta barriles, en los que guardaban el agua para sus menesteres. Cuando nació Andrei Taganov, un vecino bondadoso subió un barril de la planta baja. El agua estaba helada. El vecino rompió el hielo con un hacha y vació el barril. Las manos pálidas y temblorosas de la joven madre pusieron en el barril una vieja almohada, y aquélla fue la primera cama de Andrei.

Su madre se inclinó sobre el barril y rió, rió con una risa feliz e histérica hasta que cayeron lágrimas sobre las manecitas rosadas del pequeño. Su padre no se enteró del nacimiento hasta tres días después. Había pasado una semana fuera, y los vecinos murmuraban acerca de ello.

En 1906 los vecinos no tenían ya razón de murmurar. El padre de Andrei no hacía ningún misterio ni de la bandera roja que llevaba por las calles de San Petersburgo ni de los folletos blancos con que sembraba los sitios más concurridos por el gentío, ni de las palabras que su voz potente profería como si fueran un viento que esparciera una simiente, ¡las primeras palabras que entonaban un himno a la gloria de la primera revolución rusa! Andrei tenía diez años. Desde un rincón de la cocina contemplaba los botones de metal de los uniformes de la policía. Los agentes llevaban negros bigotes y fusiles de veras. Su padre se ponía lentamente la chaqueta. Le besó a él; besó a la madre. Los brazos de ésta estrechaban al padre como si fueran tentáculos, pero una mano robusta la separaba. La mujer cayó al suelo. Los policías, al marcharse, dejaron la puerta abierta. Sus pasos resonaban por la escalera. La mujer se desplomó en el rellano.

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