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Kira miró una vez a Andrei: éste no miraba al escenario, sino a ella.

Durante un entreacto, en el salón de espera, se encontraron con la camarada Sonia del brazo de Pavel Syerov. Este vestía irreprochablemente, pero la camarada Sonia llevaba un traje de seda deslucido, con un descosido debajo del sobaco derecho. Sonia, al verles, rió de buena gana y dio a Kira una palmada en el hombro.

– ¿De modo que te has vuelto proletaria, ahora? ¿O es el camarada Taganov quien se nos ha vuelto burgués?

– Eres muy poco amable, Sonia -observó Pavel Syerov abriendo sus labios pálidos en una ancha sonrisa-. Felicito a la camarada Argounova por su inteligente elección.

– ¿Cómo sabe usted mi nombre? -preguntó Kira-. No sabía que nos conociéramos.

– Nosotros, camarada Argounova, sabemos muchas cosas -respondió él alegremente-, muchas cosas.

La camarada Sonia se rió, y agarrando enérgicamente del brazo a su compañero, desapareció entre la gente.

De vuelta a casa, Kira preguntó: -¿Le gusta la ópera, Andrei?

– No de una manera especial.

– ¡No sabe usted lo que pierde, Andrei!

– No creo perder gran cosa. Me ha parecido más bien algo tonto e inútil.

– ¿Y no puede usted gozar de las cosas inútiles sin más razón que la de su belleza?

– No; pero he disfrutado.

– ¿De la música?

.-No; de la manera como usted la escuchaba.

Ya en casa, en su colchón sobre el suelo, Kira se acordó con disgusto de que él no le había dicho nada de su traje nuevo.

Kira tenía jaqueca; estaba sentada junto a la ventana del aula con la frente apoyada en la mano y el codo apoyado sobre su brazo doblado. En el reflejo de la ventana podía ver una sola bombilla eléctrica bajo el techo y su cara de cansancio con los cabellos despeinados que le caían sobre la frente. Cara y bombilla parecían sombras absurdas sobre el fondo de un helado viento del Norte que soplaba al otro lado de la ventana, un viento siniestro y frío como sangre muerta. Los pies de Kira estaban helados por la corriente de aire frío que llegaba del vestíbulo. Le parecía que el cuello del vestido no era bastante estrecho. Nunca lección alguna le había parecido tan larga como aquélla. Era el 2 de diciembre. ¡Todavía faltaba aguardar tantos días, tantas lecciones! Se dio cuenta de que estaba golpeando levemente la ventana con sus dedos y que cada par de golpecitos era un nombre de dos sílabas. Sus dedos repetían incesantemente, contra su voluntad, un nombre que despertaba un eco en un punto de su sien, un nombre de tres letras que no deseaba oír, pero que estaba oyendo continuamente como alguna cosa que le pidiese auxilio dentro de ella misma.

Kira se encontró inesperadamente con que ya había terminado la clase, y saltó atravesando un largo y oscuro corredor hasta una puerta que se abría sobre una acera blanca. Salió a la nieve y se arrebujó todavía más en su abrigo, contra el viento helado.

– Buenas noches, Kira -le llamó por lo bajo una voz en la oscuridad.

Kira reconoció la voz. Sus pies, lo mismo que su corazón y que su aliento, se quedaron inmóviles.

En un ángulo oscuro, cerca de la puerta, Leo la estaba mirando.

– Leo… ¿cómo… has… podido?

– Necesitaba verte.

Su cara era pálida y sombría, sin una sonrisa. Oyeron unos pasos precipitados. Pavel Syerov pasó muy de prisa junto a ellos. De pronto se detuvo, escrutó en la oscuridad, echó una rápida ojeada a Kira, se encogió de hombros y se alejó a buen paso por la calle.

– Vamonos de aquí -murmuró Kira.

Leo llamó un trineo. Le ayudó a subir, aseguró sobre sus rodillas la pesada manta de pieles. El trineo se puso en marcha. -Leo, ¿cómo has podido…? -No tenía otra manera de encontrarte. -Y entonces…

– Te estuve aguardando más de tres horas a la puerta. Ya casi había perdido la esperanza. -Pero ¿no era…? -¿Peligroso? Mucho… -¿Y has vuelto otra vez… del campo? -Sí.

– ¿Y qué quieres decirme? -Nada. Quería sólo verte.

En la plaza, cerca del Almirantazgo, Leo mandó parar el trineo. Bajaron y anduvieron siguiendo el paredón del río. La nieve estaba helada. Un sólido espesor de hielo se extendía de una a otra margen del río. Sobre la nieve, unos pies humanos habían dejado un largo camino de huellas. La calle estaba desierta. Bajaron por la rápida margen hasta la superficie helada del río. Andaban en silencio, súbitamente solos, en una vasta soledad blanca.

El río era como una ancha grieta en el corazón de la ciudad. Bajo el silencio del cielo, extendía el silencio de su nieve. Muy lejos, unas tenues humaredas que semejaban negras cerillas lanzaban un débil y oscuro saludo de plumas en medio de una niebla de hielo y humo: después el cielo fue rasgado por una herida áspera y ardiente como carne viva, hasta que se cerró y la sangre salpicó el cielo, como si la cubriera una piel medio muerta; una opaca mancha de color anaranjado, un temblor amarillo, una densa púrpura que se esfumaba en un tierno azul inalterable. Pequeñas casitas lejanas se destacaban sobre el cielo como sombras oscuras y hechas pedazos; algunas ventanas recogían de lo alto gotas de fuego, mientras otras respondían débilmente con sus pequeñas luces metálicas, frías y azuladas como la nieve. Y la cúpula dorada del Almirantazgo conservaba con aire de desafio el brillo de un sol ya puesto, allá, en lo alto, sobre la ciudad que desaparecía en la oscuridad. -Hoy pensaba en ti… -susurró Kira. -¿Pensabas en mí?

Los dedos de Leo oprimieron el brazo hasta hacerle daño; se inclinó hacia ella con sus ojos muy abiertos, amenazadores e irónicos en su orgullosa comprensión, acariciadores y despóticos. Ella susurró: -Sí.

Estaban en medio del río. Un tranvía atravesó ruidosamente el puente, haciendo vibrar los pilares de hierro hasta su base debajo del agua.

La cara de Leo era sombría. Dijo:

– También yo he pensado en ti. No quería pensar. He luchado todo este tiempo.

Ella no contestó, sino que permaneció inmóvil, rígida. -Ya sabes lo que quería decirte -murmuró él acercando su cara a la de ella.

Y, sin pensar, sin voluntad, sin preguntar nada, con una voz que no era la suya sino la de alguien que le mandaba, ella respondió: -Sí.

Su beso pareció una herida. Los brazos de la muchacha se cerraron alrededor de la espantosa maravilla de un cuerpo de hombre. Y oyó que el hombre murmuraba, tan cerca de ella que parecía oírlo con sus labios: -Kira, te amo.

Y alguien repitió, a través de los labios de ella, insistentemente, con avidez, de un modo frenético: -Leo… te amo… te amo… te amo.

Un hombre pasó junto a ellos. La llama de su cigarrillo osciló en la oscuridad. Leo tomó a Kira del brazo y la guió por aquel terreno peligroso hasta el puente, a través de la nieve espesa e intacta.

Permanecieron en la sombra oscura de los arcos de acero; a través de la negra armadura del puente y por encima de ella, veían el cielo rojizo que moría lentamente. Ella no sabía lo que él le decía; sólo sabía que sus labios estaban juntos. No sabía que el cuello de su abrigo se había desabrochado, sólo sabía que la mano de él estaba sobre su pecho, y que esta mano estaba más hambrienta que sus labios.

Cuando por encima de sus cabezas pasó el tranvía, el hierro resonó convulsivamente, y un sordo trueno retumbó a través de todas sus uniones. Y por largo tiempo, una vez el tranvía hubo pasado, el puente siguió gimiendo débilmente. Las primeras palabras de que ella se dio cuenta fueron: -Volveré mañana. Entonces recobró la voz y dijo:

– No; es demasiado peligroso. Temo que te hayan visto. En el Instituto hay espías. Aguarda una semana. -¿Tanto? -Sí. -¿Aquí?

– No; donde nos encontrábamos antes: por la noche a las nueve. -Me costará aguardar. -Sí; Leo, Leo… -¿Qué?

Aquella noche, Kira permaneció inmóvil en su colchón sobre el suelo, y vio volverse de color rosa el cuadrado azul del cielo en la ventana.

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