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María Petrovna gritaba, en medio de su acceso de tos: -¡Socorro, socorro, socorro!

Envolvieron el hielo en una toalla y se lo pusieron sobre el pecho. Sobre el camisón iban extendiéndose unas manchas rojas. De pronto la enferma se incorporó y el hielo rodó estrepitosamente por el suelo. De los labios de María Petrovna salía una espuma rojiza; sus ojos se abrían con una expresión de horror profundo, más allá de los límites de la dignidad humana. Miró a Kira y chilló:

– ¡Quiero vivir, Kira, quiero vivir!

Cayó hacia atrás. Sus cabellos se esparcieron sobre la almohada.

Luego sus brazos cayeron a lo largo del cobertor, y se quedó inmóvil. Sobre su boca se formó una gruesa burbuja encarnada, que explotó en un chorro de algo denso y oscuro que borboteó como la última gota que sale de un tubo obstruido. María Petrov-na no se movió. Nada se movía sobre la cama, excepto aquella cosa oscura que iba resbalando lentamente por su cuello… Kira no acertó a moverse. Alguien la tomó por la mano. Vasili Ivanovitch escondió la cara en su regazo y rompió a llorar; sollozaba en silencio; Kira veía moverse convulsivamente sus blancos cabellos.

Detrás de una silla, en un rincón, Asha gemía débilmente acurrucada en el suelo, con una monótona cantilena.

Kira no lloró.

De vuelta a casa, encontró a Leo sentado junto al "Primus", cenando; Leo tosía.

Estaban sentados en una mesita, en un rincón oscuro del restaurante. Kira se había encontrado con Andrei en el Instituto y él la había invitado a tomar una taza de té con "auténticos pasteles franceses". El establecimiento estaba casi vacío. Desde la acera, incrédulos rostros, en los que se leía la envidia, observaban por la ventana a los afortunados que podían sentarse ante la mesa de un restaurante. En una mesa del centro, un hombre en un grueso abrigo de pieles ofrecía un plato de dulces a una elegante y sonriente señora, que vacilaba en su elección… Su mano, suspendida sobre los mates reflejos del chocolate helado, llevaba en uno de sus dedos un brillante deslumbrador.

El restaurante olía a goma vieja y a pescado pasado. De la lámpara central caía un largo tubo de papel pegajoso, donde se debatían en la agonía varios miles de moscas. El tubo oscilaba cada vez que se abría la puerta de la cocina. Encima de esta puerta había un retrato de Lenin en un marco de papel trenzado.

– Kira, he estado a punto de faltar a mi palabra e ir a buscarla. Está tan… pálida. ¿Hay algo que no marcha bien, Kira?

– Sí… hemos pasado algunos malos ratos… en casa.

– Tenía entradas para el ballet El lago de los cisnes. La esperé, pero no asistió a las clases.

– Lo siento. ¿Era bonito?

– No fui.

– Andrei, creo que Pavel Syerov se está proponiendo crearle dificultades en el Partido.

– Es probable. No me gusta Pavel Syerov. Mientras el Partido está luchando con los especuladores, él les protege. Se sabe que ha comprado un paquete extranjero a un contrabandista. -Andrei, ¿por qué su Partido no cree en el derecho que tiene cada uno a vivir, mientras no se muere? -¿Habla usted por Syerov o por usted misma?

– Por mí misma.

– En nuestra lucha, Kira, no cabe la neutralidad.

– Tienen ustedes derecho a matar, como lo tienen todos los combatientes. Pero nadie, antes que vosotros, ha pensado en negar la vida a los que todavía viven.

Kira contempló el rostro implacable que tenía enfrente. Vio dos triángulos oscuros en sus negras mejillas; los músculos del rostro de Andrei eran rígidos como duro cuero. Decía:

– Cuando se pueden soportar todos los sufrimientos también se puede ver sufrir a los demás. Tal vez se sienta la necesidad de verles sufrir. Es la ley marcial. Nuestra época es un amanecer. Ha aparecido un nuevo sol, que el mundo no había visto nunca todavía. Nosotros andamos bajo sus primeros rayos. Todos nuestros sufrimientos, todos nuestros gritos encontrarán, gracias a esta nueva aurora, una gigantesca expansión en los siglos futuros; cada figura insignificante se convertirá en una sombra enorme que por cada momento de dolor nuestro ahorrará al mundo siglos de dolor futuro.

El camarero trajo el té y los pasteles.

Los dedos de Kira, al tomar un dulce, se estremecieron en un involuntario temblor, como con una prisa mal contenida, que era algo más que el deseo de una golosina rara.

– ¡Kira! -balbució Andrei dejando caer su tenedor-. ¡Kira!

Ella le miró asustada.

– ¿Por qué no me lo había dicho, Kira?

– No sé de qué está hablando, Andrei… -intentó decir ella, pero comprendió que él había adivinado.

– Aguarde, no coma esto. ¡Camarero, un plato de sopa caliente!,pronto… y luego, traiga todo lo que tengan. ¡Aprisa…!

Kira… no sabía… no sabía que las cosas fueran tan graves…

Ella se limitó a sonreír con tristeza, débilmente.

– ¿Por qué no me lo decía?

– Sé que no quiere valerse de su influencia en el Partido para ayudar a los amigos.

– Oh; pero esto… Kira… esto… -y Kira le vio asustado por primera vez. Se levantó.

– Perdóneme un momento -dijo, y atravesando la estancia se dirigió al teléfono. Kira pudo oír parte de la conversación. -¿Camarada Voronov…? Debes inmediatamente… Sí… No me importa… Hacedlas… Sí… No… ¡No! Mañana por la mañana… Sí… Gracias, camarada, adiós.

Volvió sonriendo ante la cara incrédula y maravillada de ella. -De modo que mañana por la mañana puede usted ir a trabajar. En las oficinas de la "Casa del Campesino". No es una gran colocación, pero es lo que he podido obtener de momento… y no la cansará a usted mucho. Esté allí a las nueve y pregunte por el camarada Voronov. El ya sabrá quién es usted. Y… tome usted. Abrió la cartera y vaciándola puso en manos de Kira un fajo de billetes.

– Oh, Andrei… no puedo…

– Tal vez no pueda… para usted misma. Pero puede para otros. ¿No hay alguien que lo necesita? ¿Su familia? Kira pensó en alguien que lo necesitaba, y tomó el dinero.

Capítulo quince

Cuando Kira dormía, su cabeza se caía hacia atrás sobre la almohada, de modo que la débil luz de las estrellas que penetraba por la ventana dibujaba un triángulo blanco debajo de su barbilla. Sus pestañas reposaban inmóviles sobre las mejillas serenas y pálidas. Sus labios respiraban suavemente como los de un niño, con una sombra de sonrisa en las comisuras, confiados, llenos de esperanza, tímidos y radiantemente jóvenes.

El despertador tocaba a las seis y media. Llevaba dos meses tocando a esa hora.

El primer movimiento del día era para Kira un salto convulso en un precipicio helado. Al primer alarido histérico del despertador, se apresuraba a pararlo para dejar dormir a Leo; luego permanecía erguida, un poco vacilante, estremecida por el sonido del despertador, que todavía hería sus oídos como un insulto, con un odio oscuro difuso por todo su cuerpo, con un deseo ardiente de todos sus músculos que la atraía hacia la cama, con la cabeza demasiado pesada para su cuerpo, mientras el frío pavimento, bajo sus pies desnudos, parecía de fuego.

Luego, tambaleándose un poco, se dirigía a tientas al cuarto de baño. Sus ojos se negaban a abrirse. Buscaba el grifo, que había estado goteando toda la noche para evitar que el agua se helase en la cañería. Con los ojos cerrados, se echaba un poco de agua fría al rostro con una mano, mientras apoyaba la otra en el lavabo para no caerse.

Luego abría los ojos, se quitaba el camisón y sus brazos exhalaban vapor en el aire helado mientras ella, castañeteándole los dientes, intentaba sonreír para convencerse de que era hora de empezar la jornada y de que ya se le había pasado el frío.

Se vestía y volvía silenciosamente al dormitorio. No encendía la luz; podía ver la negra silueta del "Primus" encima de la mesa, destacándose sobre el oscuro azul del cielo que se recortaba en la ventana. Encendía una cerilla, interponiendo su cuerpo entre la cama y aquella débil luz, y se ponía a encender el "Primus". El "Primus" no quería encenderse; en la oscuridad, se oía palpitar el reloj, aumentando la prisa de Kira; accionaba el émbolo con furia, mordiéndose los labios, hasta que por fin surgía la llama azul, y la joven ponía un cazo de agua al fuego.

50
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