Tomaba su té con sacarina y masticaba un pedazo de pan seco; ante ella, la ventana, helada, ofrecía un sólido arabesco de blancos heléchos que centelleaban débilmente; al otro lado de la ventana seguía siendo de noche. Kira se sentaba hecha un ovillo junto a la mesa, sin osar moverse, esforzándose en masticar sin hacer ruido. El sueño de Leo era agitado. Se revolvía por la cama, tosía, con una tos seca, sofocada por el almohadón, y de vez en cuando suspiraba con un suspiro ronco que casi era un gemido.
Kira se ponía las botas de fieltro, el abrigo, y se envolvía el cuello en una vieja bufanda. De puntillas se dirigía a la puerta, daba una última mirada al pálido rostro de Leo, blanco vislumbre en medio de la oscuridad, y le enviaba un beso silencioso con la punta de los dedos; luego abría lentamente la puerta y lentamente también volvía a cerrarla detrás de sí.
Fuera la nieve era todavía azulada; la oscuridad se iba retirando poco a poco por encima de los tejados, y a lo lejos, en el cielo, empezaba a adivinarse un azul algo más claro. Los tranvías corrían chillando como aves de presa.
Kira se inclinaba hacia adelante, escondiendo sus manos bajo los sobacos, encogida como un trémulo ovillo que avanzaba estremeciéndose contra el viento. El frío le quitaba el aliento y le daba en la nariz un agudo dolor. Corría, resbalando por el suelo helado, hasta el tranvía que pasaba a lo lejos. Ya había una larga cola que lo estaba aguardando. Ella, como los demás, esperaba, encorvada contra el viento y silenciosa. Cuando llegaba el tranvía -amarillos cuadros de luz que se movían a saltos en la oscuridad- la cola se rompía. En la portezuela se producía un rápido remolino, una agitación de cuerpos que se empujaban apresuradamente, de sombras estrechamente apretujadas, y a veces Kira se quedaba fuera, mientras el tranvía arrancaba al sonido de la campanilla. El coche próximo no llegaba hasta al cabo de media hora. Kira hubiera llegado tarde y esto le hubiera costado el empleo. Corría detrás del tranvía, de un salto lograba cogerse a una agarradera, y por un momento sus pies seguían resbalando sobre el hielo mientras el coche aumentaba su velocidad; un fuerte brazo la cogía por los hombros y la subía al estribo y una voz ronca le chillaba junto al oído:
– ¿Está usted loca, ciudadana? Así es como se mata tanta gente. Subida en el estribo al lado de un racimo de hombros, apoyada únicamente en una mano y un pie, viendo cómo debajo de sus pies se deslizaba velozmente la nieve, se arrimaba con todas sus fuerzas a sus vecinos, cuando por la vía de al lado pasaba otro coche, amenazando arrastrarla.
La "Casa del Campesino" ocupaba un antiguo palacio. Tenía una escalinata de mármol rosa pálido, con una balaustrada de bronce iluminada por un gran ventanal, en cuyos cristales se veían uvas purpúreas y rosados melocotones saliendo de cuernos de la abundancia. En lo alto de la escalera campeaba una inscripción: " Camaradas, no escupir en el suelo ".
Había también otros carteles: una hoz y un martillo de cartón-piedra dorado, la figura de una campesina llevando una espiga de trigo, otros pasquines cubiertos de grandes espigas doradas, verdes, rojas, un retrato de Lenin, la imagen de un campesino aplastando una araña con cabeza de cura, un retrato de Trotzky, un campesino con un arado rojo, un retrato de Carlos Marx… "Proletarios del mundo entero, unios. Quien no trabaja, no debe comer." "Viva el largo reinado de los obreros y los pobres campesinos." "Camaradas campesinos, aplastad a los acaparadores."
Recientemente se había iniciado con gran aparato periodístico y de pasquines una nueva campaña para "una comprensión más estrecha entre los obreros y campesinos, una mayor expansión de las ideas de la ciudad por todo el país". A este movimiento se le llamaba, para que todos pudiesen entender su significación, "Unión de las ciudades con los pueblos". La "Casa del Campesino" se dedicaba a esta unión. Se veían allí pasquines representando obreros y campesinos que se estrechaban la mano, o un obrero y una campesina, o un campesino y una obrera, bancos de taller y arados, chimeneas de fábrica y campos de trigo. "Nuestro porvenir está en la unión de las ciudades con los pueblos." "Camaradas, reforzad la unión." "Camaradas, colaborad a la unión." "Camaradas, ¿qué habéis hecho por la unión? "
Los pasquines subían como espuma desde la puerta de entrada hasta las oficinas, llenando todas las paredes de la escalera. En las oficinas había columnas de mármol esculpido alternando con una valla de madera basta; escritorios, cedularios, retratos de jefes del proletariado y una máquina de escribir; había la camarada Bitiuk, directora, y cinco empleados, entre los cuales estaba Kira.
La camarada Bitiuk era una mujer alta y flaca, de pelo gris y ademanes militares, con una simpatía extraordinaria por el Gobierno soviético. La principal finalidad de su vida era poner en evidencia lo profundo de esta simpatía, a pesar de que había estudiado en un buen colegio de señoritas y de que llevaba en el pecho un reloj pasado de moda, colgando de una cadena de plata oxidada. Los otros cuatro empleados eran: una muchacha alta, con una larga nariz y una chaqueta de cuero, miembro del Partido y que tenía el poder de hacer estremecer a la camarada Bitiuk cada vez que le dirigía la palabra, y era plenamente consciente de semejante poder; un joven de feo cutis, que no era todavía miembro del Partido, pero que había presentado la solicitud de ingreso y no dejaba perder ocasión de recordarlo; luego había dos muchachas que trabajaban sin ningún ahínco, únicamente para justificar su sueldo: Nina y Tina. Nina llevaba unos auriculares y estaba encargada de contestar al teléfono. Tina se empolvaba la nariz y escribía a máquina. Una costumbre salida de quién sabe dónde y extendida por todo el país, una costumbre que ni aun el Partido lograba frenar y a la que no podía oponerse, de la que nadie era responsable y que por lo mismo no se podía castigar, era la de llamar "soviéticas" a todas las cosas que no marchaban bien. Había "cerillas soviéticas" que no se encendían, "pañuelos soviéticos" que se rasgaban al primer día, "zapatos soviéticos" con suela de cartón. A las jóvenes como Nina y Tina se las llamaba "muchachas soviéticas".
En la "Casa del Campesino" había muchos pisos y muchas oficinas. Muchos pies atravesaban continuamente los corredores, en un continuo rumor de actividad. Kira no supo nunca en qué consistía esta actividad, ni quién trabajaba en el edificio, fuera de su oficina, y aparte del imponente camarada Voronov a quien había visto una vez, el primer día, cuando se había presentado a trabajar.
Como la camarada Bitiuk se lo estaba recordando continuamente, la "Casa del Campesino" era el corazón de una red gigantesca cuyas venas transmitían los rayos benéficos de la cultura proletaria a los rincones más oscuros de los pueblos más lejanos. Representaba los brazos amorosos de la ciudad, abiertos para dar la bienvenida a todos los delegados de los pueblos y, en general, a todos los camaradas que desde sus campos iban a la capital. Allí estaba, como un guía y un intérprete, devoto sirviente de todos ellos para todo cuanto necesitasen en el orden cultural y espiritual.
Desde su mesa, Kira observaba a la camarada Bitiuk que hablaba efusivamente por teléfono:
"Sí, sí, camarada, todo está listo. A la una los camaradas campesinos de la delegación siberiana visitarán el Museo de la Re volución… La historia de nuestra revolución desde los primeros días… una lección fácilmente comprensible de historia del proletariado… en dos horas… de gran utilidad… y disponemos también de un guía especial… A las tres los campesinos visitarán nuestro club marxista, donde se ha preparado una conferencia especial sobre "Problemas de las ciudades y los pueblos soviéticos…" A las cinco se espera a los camaradas campesinos en un círculo de pioneros donde los muchachos celebrarán un mitin especial en su honor. A las siete los camaradas campesinos irán a la ópera; les hemos reservado dos palcos en el Marinsky, donde representan Aída."