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Cuando había colgado el receptor, daba una vuelta en su silla y ordenaba en tono militar:

– Camarada Argounova, ¿tiene la solicitud de la conferencia oficial?

– No, camarada Bitiuk.

– Camarada Ivanova, ¿ha puesto usted a máquina esta solicitud?

– ¿Qué solicitud, camarada Bit…?

– La solicitud de una conferencia especial para la delegación de los camaradas campesinos de Siberia.

– Pero usted no me ha dicho que pusiera a máquina ninguna solicitud, camarada Bitiuk.

– Se la dejé sobre su mesa, escrita a mano por mí misma. -¡Ah, sí, claro está! ¿Es ésta? La vi, pero no sabía que tuviera que copiarla a máquina, camarada Bitiuk. Y la cinta de la máquina está rota.

– Camarada Argounova, ¿tiene usted la petición aprobada de una cinta nueva para la máquina de escribir de la camarada Ivanova?

– No, camarada Bitiuk.

– ¿Pues dónde está? -En la oficina del camarada Voronov.

– ¿Y qué hace allí?

– El camarada Voronov no la ha firmado todavía.

– ¿La han firmado los otros?

– Sí, camarada Bitiuk. La han firmado el camarada Syerov, el camarada Pereverstov y la camarada Vlassova. Pero el camarada Voronov no la ha devuelto todavía.

– Hay gente que no se da cuenta de la tremenda importancia cultural de nuestro trabajo. -La camarada Bitiuk se irritaba, pero, dándose cuenta de la mirada fría y suspicaz de la muchacha de la chaqueta de cuero al oír su crítica de un alto funcionario, se apresuraba a corregirse.

– Lo decía por usted, camarada Argounova. No demuestra usted bastante interés por su trabajo ni por la conciencia proletaria. Ocúpese usted de que se firme esta petición.

– Sí, camarada Bitiuk.

Durante horas y horas, flaca y pálida bajo su descolorido abrigo viejo, Kira registraba documentos escritos a mano, documentos escritos a máquina, certificados, informes, cuentas, demandas que debían registrarse donde nadie volvía a verlas jamás; contaba libros, columnas de libros, montañas de libros acabados de imprimir que le manchaban los dedos de tinta, libros de cubiertas de papel blanco y rojo que había que enviar a las organizaciones de campesinos de todo el país. Lo que tenéis que hacer por la unión, El campesino rojo, El taller y el arado, El abecé del comunismo, El camarada Lenin y el camarada Marx.

Abundaban las llamadas telefónicas, la gente que entraba y salía y a la que había que tratar de "camarada" o "ciudadano", había que repetir innumerables veces, mecánicamente, como un gramófono a toda prueba, imitando las inflexiones de voz entusiásticas de la camarada Bitiuk: "De este modo, camarada, se contribuye a la unión y al progreso del proletariado."

A veces iba en persona a la oficina algún camarada campesino. Se quedaba detrás de la valla, estrujando tímidamente la gorra de piel en una mano y rascándose la cabeza con la otra. Iba asintiendo lentamente con la cabeza, sin comprender una palabra, y sus ojos atónitos no se apartaban de Kira, que le decía:

– … y hemos combinado una visita al Palacio de Invierno, para los camaradas de vuestra delegación; así verán cómo vivía el zar… una lección visual, sobre la tiranía de clase…

El campesino murmuraba en su rubia barba:

– Así, eso de la escasez de trigo…

– Luego, después de la visita hemos organizado una conferencia sobre La destrucción del capitalismo…

Cuando el camarada campesino se marchaba, Nina y Tina daban una vuelta, con cautela, por donde él había estado, inspeccionando la barandilla de hierro. Una vez Kira vio a Nina que aplastaba algo con la uña del pulgar.

Aquella mañana, Kira estaba preocupada. Mientras subía a su oficina se había fijado en el Diario Mural del rellano. La "Casa del Campesino", como todas las demás instituciones, tenía su diario mural, al que colaboraban los empleados y que publicaba la célula comunista local; todas las semanas salía un número nuevo, que se pegaba en algún sitio a propósito para que todos los camaradas pudiesen verlo. Los diarios murales debían estimular el espíritu social y la conciencia de la actividad colectiva: estaban dedicados a las "Noticias locales de importancia social y a la crítica proletaria constructiva".

El diario mural de la "Casa del Campesino" era un metro cuadrado de tiras de papel impreso, pegadas a una tabla oscura, con los títulos en mayúsculas a mano, de color rojo y azul. Había un artículo de fondo sobre "lo que cada uno de nosotros, cama-radas, debe hacer por la unión", un artículo humorístico sobre "cómo atravesaremos de parte a parte el vientre del extranjero imperialista", había el poema Ritmo de trabajo, de un poeta de la casa, una caricatura de un artista de la casa que representaba a un hombre gordo con chistera, sentado en el retrete y había muchas notas de crítica proletaria constructiva.

"La camarada Chernova lleva medias de seda. Ya es hora de que recuerdes que este alarde de lujo es antiproletario, camarada Chernova."

"Un camarada que ocupa una elevada posición ha permitido últimamente que su posición se le subiera a la cabeza. Se sabe que se ha mostrado brusco y rudo con dos jóvenes miembros del Komsomol. Esto es una advertencia, camarada. Muchas cabezas mejores que la tuya han caído en alguna reducción de personal."

"El camarada E. Ovsov charla demasiado cuando se le interroga sobre cosas de su oficina. Esto trae consigo la pérdida de un tiempo precioso y está en completa contradicción con el espíritu de eficiencia proletaria."

"Cierto camarada, que muchos reconocerán por esta nota, se olvida de apagar la luz cuando sale del retrete. La electricidad, camarada, cuesta cara al Estado soviético."

"Se nos dice que la camarada Argounova carece de espíritu social. Ya pasaron los tiempos de las arrogantes actitudes burguesas, camarada Argounova."

Kira se quedó inmóvil; oía los latidos de su corazón. Nadie se atrevía a no hacer caso del poderoso dedo acusador del diario mural. Todo el mundo se fijaba en él, algo nerviosamente; todo el mundo se inclinaba ante su veredicto, desde Nina y Tina hasta el propio camarada Voronov. El diario mural era la voz de la actividad social. Nadie, ni siquiera Andrei Taganov, podía salvar a quienes eran tachados de "elementos antisociales". Se había hablado de reducción del personal. Kira sintió frío en el espinazo. Pensó que el día antes, Leo sólo había comido mijo; se acordó de la tos de Leo.

Sentada en su escritorio, observaba a los demás ocupantes de la sala, preguntándose si serían ellos quienes la habrían denunciado y por qué. ¡Andaba con tanto cuidado! No había pronunciado ni una sola palabra de crítica contra los soviets. En su trabajo se había mostrado tan lealmente entusiasta como la propia cama-rada Bitiuk, por lo menos en cuanto había podido imitar a ésta. Había procurado no discutir jamás, no contestar nunca con brusquedad, no enemistarse con nadie. Sus dedos iban contando rápidamente los volúmenes de Carlos Marx, mientras se preguntaba desesperada:

– ¿Seguiré siendo distinta? ¿Todavía soy distinta de ellos? ¿Cómo lo saben? ¿Qué habré hecho? ¿Qué habré olvidado hacer?

Cuando la camarada Bitiuk salía de la oficina -cosa que sucedía a menudo -el trabajo cesaba; todas las muchachas se agrupaban alrededor del escritorio de Tina. Con gran interés, se hablaba de cooperativas que daban el mejor algodón estampado o que tenían las camisas mejor hechas; se hablaba del comerciante privado que vendía en el mercado unas medias de algodón que parecían de seda, de tan finas que eran; se hablaba de amores, especialmente de los amores de Tina. Esta pasaba por ser la más bonita de la oficina y la que mayores éxitos cosechaba entre los hombres. Nadie había visto jamás su naricita sin empolvar, y se sospechaba que se ennegrecía las pestañas; se habían visto diferentes veces figuras masculinas que la aguardaban a su salida de la oficina para acompañarla a casa. La muchacha de la chaqueta de cuero, en su calidad de miembro del Partido, era el arbitro indiscutible y la autoridad suprema en todas las discusiones, pero en cuanto se refería a aventuras era Tina quien se llevaba el primer puesto. La camarada de la chaqueta de piel escuchaba con una sonrisa de superioridad y de condescendencia que apenas lograba encubrir su ardiente curiosidad a Tina que, casi sin aliento, susurraba: -… y Minka toca la campanilla, y conmigo estaba Ivashka, desnudo, y oigo a Elena Maximovna que dice: "Es una visita para ti, Tina, y antes de que yo hubiera podido contestar, he aquí que entra Mishka… e Ivashka en camisa… hubierais tenido que ver la cara que puso Mishka. Palabra de honor: era mejor que una comedia. Yo reflexiono un momento y le digo: "Querido Mishka, es Iván, el vecino. Vive con Elena Maximovna; se ha encontrado mal y vino a por una tableta de aspirina." Hubieras tenido que ver la cara de Ivashka. Y Elena Maximovna dice: "Es verdad: vive conmigo. Anda, vuelve a mi habitación, querido." ¿Y queréis creer que aquel chinchoso de Ivashka no fue bueno para decir ni una palabra?

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