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Segunda parte

Capítulo primero

Había sido San Petersburgo; la guerra hizo de él Petrogrado; la Revolución, Leningrado.

Era una ciudad de piedra, y los que la habitan no piensan en ella como en una ciudad erigida sobre un suelo verde, con piedras ordenadas unas encima de otras, sino en una inmensa roca viva socavada en la que se hubieran practicado casas, calles y puentes, llevando luego la tierra a grandes paletadas y echándola para que se mezclase con la piedra y evocase a la memoria el mundo viviente que existe más allá. Sus árboles son exóticos: unos extranjeros enfermos de nostalgia en un clima de granito, desolados y super-fluos. Sus jardines son concesiones hechas de mala gana a la naturaleza. En primavera, algún "diente de león" aislado levanta su cabeza de vivo color amarillo a través de las piedras de los diques, y los hombres sonríen ante él, incrédulos y condescendientes como ante las impertinencias de un niño. La primavera de Petrogrado no surge del suelo; sus primeras violetas, sus tulipanes tan encarnados, sus jacintos tan azules, florecen en las manos de los hombres, por las esquinas de las calles.

Petrogrado no nació; fue creado. La voluntad de un hombre lo hizo surgir en un lugar donde los hombres no hubieran pensado nunca establecer una vivienda. Un emperador inexorable impuso la creación de la ciudad y designó el punto en que debía elevarse. Los hombres llevaron la tierra para colmar un pantano, donde sólo se movían los mosquitos. Y, como mosquitos, los hombres fueron muriendo y cayendo en el lodo mismo en que hormigueaban. Ninguna mano voluntaria contribuyó a la construcción de la nueva capital; surgió del trabajo de millares de soldados, de regimientos que recibían órdenes y que no podían negarse a hacer frente a un enemigo mortal, el pantano o el fusil. Fueron cayendo, y la tierra que habían llevado fue formando, al mezclarse con sus mismos huesos, el suelo de la ciudad. Petrogrado, como dicen sus habitantes, está cimentado en esqueletos. Petrogrado no tiene prisa. No es una ciudad perezosa, pero sí lenta y graciosa como conviene al abierto horizonte de sus anchas calles. Es como una ciudad que se tendiese voluptuosamente, con los brazos abiertos, por entre pantanos y pinares. Sus calles son campos empedrados; sus calles son anchas como los afluentes del Neva, el río más ancho que jamás haya atravesado una gran ciudad.

En la Nevsky, la principal avenida de la capital, las casas fueron construidas por las generaciones pasadas con destino a las futuras. Son sólidas e inmutables como fortalezas y, como en las fortalezas, las paredes son gruesas y las ventanas parecen hileras de nichos profundos que corren a lo largo de espaciosas aceras de granito rojo oscuro. Del pie del monumento de Alejandro III, un enorme hombre gris sobre un caballo, también gris, salen argentados rieles que se prolongan, en línea recta, hasta el lejano Palacio del Almirantazgo, cuyas blancas columnas y fino campanario dorado se elevan como una corona y un símbolo; el símbolo de la Nevsky. Las alturas de ésta, en línea quebrada, eterna e inmutable, parecen una cadena de montañas en la que cada torre, cada balcón, cada gárgola que se proyecta sobre la calle representan una imagen sin edad de una fisonomía de helada piedra. Una cruz dorada, sobre una cúpula dorada también, se eleva a las nubes, a la mitad de la avenida, sobre el palacio Aninchkovsky, un liso cilindro rojo cortado por desnudas ventanas grises. Y más hacia abajo, pasado el palacio, un carro recorta sobre el cielo las negras cabezas de sus caballos encabritados, con sus cascos levantados sobre el paseo, en lo alto de la majestuosa columna del teatro Alexandrinsky. El palacio parece un cuartel, y el teatro parece un palacio.

A sus pies, la Nevsky queda cortada por un río y por las arcadas de un puente tendido sobre sus aguas turbias y fangosas de color tinta.

En las esquinas del puente hay cuatro estatuas. Son tal vez un ornamento casual, pero tal vez son un trasunto del verdadero espíritu de Petrogrado, la ciudad creada por el hombre contra la voluntad de la naturaleza. Cada una de ellas representa un hombre y un caballo. En la primera, las furiosas pezuñas de un caballo encabritado se alzan amenazando aplastar al hombre desnudo arrodillado, cuyos brazos se tienden en un primer esfuerzo hacia las bridas del monstruo. En la segunda, el hombre se apoya sobre una rodilla y echa su cuerpo hacia atrás; todos los músculos de sus piernas, de sus brazos, de su cuerpo, parecen a punto de romper la piel, tensos en el momento supremo de la lucha. En la tercera, el hombre y el bruto están cara a cara; el hombre en pie, con la cabeza al nivel del hocico del animal, asombrado al darse cuenta por primera vez de la fuerza de su amo. En la cuarta, el bruto está ya dormido: anda obediente, llevado de la brida por el hombre alto, erguido, sereno en su victoria. El hombre camina seguro, con la cabeza alta y los ojos fijos en un porvenir impenetrable.

En las noches de invierno, centellean sobre la Nevsky hileras de grandes globos blancos, y en los escaparates de las tiendas relucen niveas muñequitas de blanco algodón espolvoreado de sal brillante. La nieve se refleja sobre las luces blancas como sobre un cristal, mientras las luces de colores de los tranvías pasan a lo lejos flotando en una dulce penumbra, y, a través de las pestañas humedecidas por el hielo, unas y otras se ven como crucecitas deslumbrantes sobre el cielo negro.

La Nevsky empieza a las orillas del Neva: muelle elegante y perfecto como un salón, con un parapeto de granito rojo y una hilera de palacios de ángulos rectos y de columnas puras, de balaustradas severas y armoniosas como el cuerpo de una estatua suntuosamente austera en su gracia varonil.

Los edificios más considerados de Petrogrado están separados por el Neva. El Palacio de Invierno se halla frente a la mayor de las prisiones de Estado, la fortaleza de San Pedro y San Pablo. Los zares vivían en el Palacio de Invierno: cuando morían atravesaban el Neva. En la catedral de la fortaleza, blancas moles de piedra se elevaban sobre sus tumbas. Detrás de la catedral estaba el presidio, de modo que los muros de la fortaleza guardaban a la vez a los zares muertos y a los más temibles enemigos vivientes de los zares. En las espaciosas y calladas salas del palacio, altos espejos reflejaban los bastiones, detrás de los cuales vivían hombres olvidados por largos años en abandonabas tumbas de piedra. El río está cruzado por numerosos puentes, que parecen jorobas de hierro por las que se arrastran lentamente los tranvías hasta llegar a la mitad, para precipitarse luego velozmente por la pendiente opuesta. La margen derecha del río, detrás de la fortaleza es una victoria diferida del campo sobre la ciudad. El Kamenostrovsky, una ancha y quieta avenida de la que no se alcanza a ver el fin, parece un río lleno de las fragancias del mar cercano, una avenida cada uno de cuyos pasos parece una insinuación del campo vecino. Avenida, ciudad y río terminan todos en las "Islas", donde el Neva se divide entre brazos de tierra unidos por pequeños puentes y donde, en medio del silencio profundo de la nieve, pesados conos blancos se elevan en hilera, terminados por una mancha de oscuro color verde, y ramas de abeto y huellas de pájaros son las únicas cosas que rompen la blanca y monótona desolación, mientras más allá de la última isla, el cielo y el mar parecen una inmensa extensión de agua de pálido gris, con sólo una leve franja verdosa que marca el horizonte lejano.

Pero en Petrogrado hay también calles secundarias. Estas son de una piedra incolora que la lluvia ha reducido por arriba al color gris de las nubes y por abajo al pardusco del barro. Son calles desiertas como los corredores de una cárcel, y se cortan unas a otras en esquinas rectas, netas, con edificios que parecen presidios. Negras cancelas se cierran por las noches sobre umbrales cubiertos de barro; exiguas tiendas miran ceñudas, con sus descoloridos rótulos sobre escaparates opacos, y estrechos jardines agonizan, cubiertos de hierbas tísicas que durante más de un siglo no han tenido por suelo más que barro y polvo y luego polvo y barro. Barandillas de hierro contemplan canales llenos de basura, y en las oscuras esquinas se ven mohosos iconos de la Virgen, encima de olvidados cepillos de estaño destinados a recoger las limosnas para los orfanatos.

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