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– Sí.

– ¿Ves…? Yo tengo a mi familia, tú tienes el Partido. Yo no soy… no soy el tipo de amante que tu Partido aprobaría. De modo que más vale… ¿no es cierto? Lo que estamos haciendo es muy peligroso. Mucho. No quisiera que esto… destrozase nuestras vidas.

– ¿Destrozar nuestras vidas, Kira? El reía de felicidad, besándole las manos. -Vale más que nadie sepa… Sólo tú y yo.

– Te lo prometo, Kira; nadie lo sabrá más que tú y yo.

– Y ahora déjame marchar.

– No, por favor, no te marches esta noche. Sólo esta noche. Podrás explicarles… encontrar alguna excusa… pero ¡quédate!

No puedo dejarte marchar… te lo ruego, Kira… sólo para que pueda verte al despertar… Buenas noches… Kira.

Kira permaneció inmóvil hasta que él se hubo dormido. Entonces se deslizó silenciosamente fuera de la cama y conteniendo la respiración, sin hacer ruido, con los pies desnudos sobre el frío pavimento se vistió de prisa. Andrei no la oyó abrir la puerta y marcharse.

Por las largas calles vacías ululaba el viento bajo un cielo plomizo. Kira caminaba rápidamente. Sabía que tenía que huir de algo y se esforzaba en ir de prisa. Las ventanas muertas, oscuras, parecían espiarla, seguirla, hileras y más hileras de ventanas a lo largo de las calles. Aceleró el paso. El viento le levantaba la falda por encima de las rodillas enredándosela entre las piernas. Pero Kira aceleraba el paso. Junto a ella vio un cartel que representaba a un obrero con una bandera roja: el obrero reía. De pronto Kira echó a correr; figura incierta, trémula, entre los escaparates oscuros de las tiendas y la luz de los faroles; su vestido ondeaba, sus pasos resonaban como tiros de ametralladora, sus piernas brillaban confundidas como los radios de una rueda que corriese a toda velocidad. Lanzaba su cuerpo a través del espacio, manteniendo el equilibrio por puro instinto. Corría, volaba arrastrada por algo exterior a su cuerpo, sintiendo que todo iría bien a condición de que ella supiera correr más de prisa, todavía más de prisa.

Subió la escalera jadeando. Se paró ante su puerta. Se paró y miró fijamente, jadeando, el tirador de la puerta. Y de pronto comprendió que no podía llevar su cuerpo a la habitación de Leo, a su lecho, junto al cuerpo de él. Recorrió con las puntas de los dedos toda la puerta, tocándola, acariciándola vagamente: no podía acercarse más a Leo.

Se sentó en un peldaño. Pensó que podría oírle, a través de la puerta, mientras dormía respirando con fatiga, confiado como un niño. Estuvo sentada largo rato en la escalera, con los ojos en el vacío.

Cuando al levantar la cabeza vio que el contorno de la ventana, sobre el rellano, se recortaba en un azul más oscuro y brillante, pensó que había terminado la noche y se levantó, abrió la puerta con su llave y entró sin hacer ruido. Leo dormía. Ella se quedó sentada junto a la ventana, acurrucada. Leo no sabría a qué hora había vuelto.

Leo marchaba hacia el Sur.

El baúl estaba cerrado, el billete comprado. En un sanatorio de Yalta se le había reservado un sitio y se había pagado un mes por adelantado. Kira había explicado la procedencia de su dinero. -¿Sabes? Cuando escribí a tu tía de Berlín, escribí también a un tío mío que está en Budapest. Sí; tengo un tío en Budapest, pero no te lo había dicho porque… hay de por medio una cuestión de familia. Salió de Rusia antes de la guerra y mi padre nos tiene prohibido pronunciar siquiera su nombre. Pero no es mala persona y siempre me quiso bien; de modo que le escribí y me ha enviado dinero y me ha dicho que me ayudará mientras me haga falta. Pero, te lo ruego… no hables de ello en casa, porque papá… ya comprendes…

Le sorprendió mentir con tanta facilidad.

A Andrei le había hablado de que su familia se estaba muriendo de hambre. No tuvo que pedir nada; él le dio todo su sueldo, rogándole que le dejara únicamente lo más indispensable para sus gastos. Ella no esperaba menos, pero le costó aceptar aquel dinero. Pero se acordó del camarada comisario, de que un aristócrata podía morirse de hambre frente a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y se guardó la mayor parte del dinero con una sonrisa luminosa y dura a la vez.

No fue fácil convencer a Leo de que tenía que marchar; él dijo que no estaba dispuesto a hacerse mantener por ella ni por su tío; se lo dijo con ternura y se lo dijo con ira; fueron necesarias muchas horas y muchas noches para convencerle. -Leo… tu dinero o el mío… o el de quien sea… ¿qué importa? Tienes que vivir. Quiero que vivas. Ahora todavía podemos. Tú me quieres. ¿No me quieres bastante para vivir para mí? Ya lo sé que será penoso. Seis meses. Todo el invierno. Te echaré de menos. Pero podemos hacerlo… Te quiero, Leo, te quiero, te quiero… ¡Todavía podemos hacer tantas cosas!

Venció Kira, por fin.

El tren salía a las ocho y cuarto de la noche, y a las nueve Kira debía encontrar a Andrei. Le había pedido que la llevara a la inauguración de un nuevo salón de variedades. Leo permaneció silencioso desde que salió de su casa hasta que el coche llegó a la estación; ella subió al tren con él para ver la banqueta de madera en que tendría que pasar varias noches; le traía una almohada y una manta caliente. Luego bajaron y aguardaron junto al coche, sin saber qué decir. Cuando sonó el primer campanillazo, Leo habló:

– Por favor. Kira, no hagamos tonterías cuando salga el tren. Nada de agitar la mano, ni de correr detrás del tren, ni otras cosas de este género. -No, Leo.

Kira miraba un anuncio pegado a una pilastra de hierro. Era un anuncio en el que se prometía una gran orquesta, fox-trots extranjeros y deliciosos manjares en el local que se iba a inaugurar aquella noche a las nueve. Y maravillada, atónita, un poco asustada, como si por primera vez se diera cuenta, dijo:

– Esta noche a las nueve, Leo, ya no estarás aquí.

– No; no estaré. Sonó el tercer campanillazo.

El la cogió rudamente y tomó sus labios en un largo beso que la dejó sin aliento, mientras se oía el agudo silbido de la locomotora. Murmuró junto a sus labios:

– ¡Kira… mi único amor… te quiero… te quiero tanto! Y subió al estribo mientras el tren se ponía en marcha, desapareció y no se asomó a la ventanilla.

Ella se quedó inmóvil, oyó el ruido de las cadenas de hierro que se arrastraban, el estridor de las ruedas sobre los rieles, el jadeo de la locomotora, cada vez más lejano; vio subir lentamente el blanco humo bajo la armadura de acero del techo de la estación. De pronto pasaron por delante de ella los cuadros amarillos de las ventanillas. La estación olía a desinfectante. Una bandera roja descolorida colgaba de una viga de hierro. Las ventanillas corrían cada vez más de prisa, confundiéndose en una cinta de luz amarilla. No había más que acero, vapor y humo, y, debajo de un arco, muy lejos, un pedazo de cielo negro como un abismo.

De pronto Kira comprendió que el tren corría, que Leo iba en él y que el tren se estaba alejando de ella. Y algo más fuerte que el terror, algo inmenso, inconmensurable, algo que no era un sentimiento humano, se apoderó de ella. Echó a correr. Se cogió a una agarradera. Quería detener el tren; algo enorme e implacable se movía por encima de ella; hubiera debido detenerlo, pero no podía. Se sentía proyectaba hacia adelante; estuvo a punto de caerse, de rodar por el andén. Un robusto soldado que llevaba un gorro caqui, en el que campeaba una estrella roja, la cogió por los hombros, la hizo soltar la agarradera y la arrojó lejos del tren, dándole un codazo en el pecho. Y luego le chilló: -¿Qué está usted haciendo, ciudadana?

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