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– Oh, es una hermosa habitación. Grande, clara.

– ¿Ve usted? Estoy poco en casa, y cuando estoy apenas tengo tiempo para echarme encima de la cama, y ni siquiera sé qué hay a su alrededor.

– ¡Oh!

– ¿Cómo está su familia, Kira? ¿Su hermana Lidia?

– Bien, gracias.

– A menudo veo a su primo Víctor Dunaev en el Instituto. ¿Le gusta?

– No.

– A mí tampoco. Un nuevo silencio.

– Víctor se ha inscrito en el Partido.

– Yo voté contra él. Pero tenía muchos votos favorables.

– Me alegro de que votara usted en contra. Es el tipo de hombre del Partido que yo desprecio.

– ¿Qué tipo de hombre del Partido no desprecia usted, Kira?

– El suyo, Andrei. -Kira…

Iba a decir algo, pero se detuvo a la primera palabra. Ella le preguntó, resueltamente.

– ¿Qué he hecho, Andrei?

El la miró, frunció el entrecejo, apartó la mirada moviendo lentamente la cabeza.

– Nada.

Luego le preguntó, de pronto:

– ¿Por qué ha venido usted?

– ¡Hace tanto tiempo que no le veía, Andrei!

– Mañana hará dos meses.

– A menos que no me haya visto usted en el Instituto hace tres semanas.

– Sí; la vi a usted.

Kira aguardó, pero él no le dio ninguna explicación. Ella intentó no hacer caso y le habló en tono de súplica.

– He venido porque creía… porque pensaba que tal vez deseaba usted verme.

– No deseaba verla a usted.

Kira se levantó.

El le dijo: -No se marche usted, Kira.

– No comprendo, Andrei.

El la miraba de hito en hito; su voz era fría, áspera como un insulto.

– ¡No quiero que comprenda! ¡No quiero que sepa! Pero, si de veras quiere oír, oiga. He deseado no verla más. Porque…

Su voz parecía un latigazo.

– porque la quiero a usted.

Las manos de la joven cayeron abandonadas y sus nudillos golpearon la pared. El siguió diciendo:

– No diga usted nada. Ya sé lo que va a decir. ¡Yo mismo me lo he repetido tantas veces! Lo sé perfectamente. Pero es inútil. Sé que debería avergonzarme, pero no me avergüenzo; es inútil. Sé que usted me daba su simpatía y su confianza porque éramos amigos. Era hermoso y raro, y tiene el derecho de despreciarme.

Kira estaba erguida, junto a la pared, sin moverse ni pronunciar una palabra.

– Cuando ha entrado, pensé: "¡Dile que se vaya!" Pero sabía que si se hubiera usted marchado yo hubiera corrido detrás de usted; entonces pensé: "No diré ni una palabra", pero ya sabía que se lo habría confesado todo antes de que se marchara. La quiero. Y sé que me juzgaría con más indulgencia si le dijera que la odio.

Kira no dijo nada; permanecía apoyada en la pared con los ojos muy abiertos, y en ellos había, no compasión por él, sino una súplica de que se compadeciera de ella.

– ¿Tiene usted miedo? ¿Comprende ahora por qué no podía verla? Sabía lo que sentía usted por mí y lo que no sentiría jamás. Sabía lo que diría, cómo me miraría. ¿Cuándo empezó? No lo sé. Lo único que sé es que tiene que terminar, porque yo no puedo soportarlo más. ¡Verla, reír con usted, hablar del porvenir y de la humanidad y no estar pensando más que en el momento en que su mano tocará la mía, en la huella de sus pies en la arena, en la curva de su pecho, en su traje ondeando al viento! ¡Estar discutiendo con usted sobre el sentido de la vida y no pensar mientras tanto en otra cosa que en vislumbrar por el escote de su traje la raya de su pecho!

– No, Andrei… -casi gimió Kira.

No era la confesión de un amor, sino la confesión de un delito.

– ¿Por qué le digo todo esto? No lo sé. No estoy siquiera seguro de decírselo. ¡Me lo he gritado tantas veces a mí mismo durante tanto tiempo! No hubiera usted debido venir. No soy su amigo. No me importaría hacerle daño. Sólo una cosa me empuja hacia usted: mi deseo.

Ella susurró: -No sabía Andrei…

– Ni yo quería que lo supiese. Intentaba alejarme de usted y vencer. No sabe usted lo que ha hecho conmigo. Hicimos un registro. En la casa había una mujer. La detuvieron. Ella se revolcó por el suelo en camisón de noche, a mis pies, pidiéndome gracia. Pensé en usted, la imaginé a usted allí en camisón de noche pidiéndome gracia como yo se la había estado pidiendo durante tantos meses. La habría detenido y me la hubiera llevado; lo que me interesaba era el "después". Pensé que habría podido detenerla y llevarla adonde quisiera, en plena noche, y hacerla mía. Lo habría podido hacer; bien lo sabe usted. Y me eché a reír a la cara de aquella mujer y le di un puntapié. Mis hombres me contemplaban maravillados. Nunca me habían visto hacer tal cosa. Se llevaron a aquella mujer a la cárcel y yo encontré una excusa para escapar, para volver solo a casa, a pensar en usted… No me mire usted así. No hay que temer que lo haga… No tengo nada que ofrecerle. No puedo ofrecerle mi vida. Mi vida representa veintiocho años de aquello que a usted no le inspira más que desprecio. Y usted… usted representa todo aquello que yo he pensado constantemente tener que odiar. Pero la deseo. Daría todo cuanto tengo, Kira, todo cuanto puedo llegar a tener, a cambio de algo que usted no puede darme…

Andrei vio los ojos de Kira abiertos a un pensamiento que él no podía adivinar. Ella murmuró:

– ¿Qué dice, Andrei?

– He dicho: "Todo cuanto tengo a cambio de algo que usted no puede…"

En sus ojos se leía el terror, el terror del pensamiento que ella, por un segundo, había adivinado con tal claridad. Kira murmuró, temblando:

– Valdrá más que me marche, Andrei.

Pero él la miraba fijamente, se acercaba a ella y le preguntaba con una voz que súbitamente se había hecho dulce y sumisa: -¿Puede usted hacer algo…, Kira?

Ella no pensaba en él: pensaba en Leo; pensaba en María Petrovna y en la burbuja de sangre sobre los labios agónicos. Estaba adosada a la pared; sus cabellos, sus manos, sus diez dedos abiertos se pegaban al blanco rebozo. Se sentía arrastrada por la voz de Andrei, por la esperanza de Andrei. Su cuerpo se irguió lentamente contra la pared, en toda su altura, más alto aún, de puntillas, echando la cabeza atrás de modo que su garganta quedaba al nivel de la boca de Andrei cuando le gritó:

– ¡Sí, puedo! ¡Le amo!

Ella misma se extrañó de sentirse besar por los labios de un hombre distinto de Leo.

– Sí, enteramente… -le decía-. Pero no sabía que tú también…

– y sentía sus manos y su boca y se preguntaba si para él era una tortura o una alegría; sentía lo fuertes que eran sus brazos. Y esperaba que todo terminase cuanto antes.

La luz de la calle dibujaba un blanco cuadro y una cruz negra sobre la pared junto a la cama. Contra este cuadrado luminoso Kira podía ver destacarse la cara de Andrei sobre la almohada, y sus párpados no se movían. Los brazos de Kira, abandonados contra el cuerpo desnudo del joven, no sentían ningún movimiento; sólo apreciaban el latido de su corazón.

Kira tiró el cubrecama y se incorporó, cruzando los brazos sobre el pecho y cogiéndose los hombros desnudos. -Me voy a casa, Andrei.

– No te marches ahora, Kira, no te vayas esta noche. -Tengo que irme.

– Quiero que te quedes conmigo. Hasta mañana. -Debo irme… Hay… hay mi familia…, Andrei, tenemos que guardar el secreto.

– ¿Quieres casarte conmigo, Kira?

Kira no contestó, pero Andrei la sintió temblar. La hizo volver a acostarse y le subió el rebozo hasta la barbilla.

– Kira, ¿por qué te asusta esto? -Andrei… Andrei, no puedo.

– ¡Te quiero!

– Andrei, piensa en mí familia. Eres comunista. Ya sabes cómo son ellos: tienes que hacerte cargo. Han sufrido tanto que si me casase contigo sería demasiado duro para ellos. Y si supieran esto… Hay que evitarles un nuevo disgusto… Andrei, ¿qué falta nos hace?

– Ninguna, si tú estás conforme.

– ¡Andrei!

– ¡Kira!

– ¿Harás todo cuanto yo te pida?

– Todo.

– Te ruego el secreto absoluto, ¿me lo prometes?

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