– Te llamo de nuevo al orden… camarada Taganov. -Sí, camarada presidente… Nuestro jefe de Moscú cita… ¿qué estaba diciendo, camarada presidente…? Sí, hablaba de los acaparadores de los pueblos; de las medidas que el Partido debe tomar contra los elementos contrarrevolucionarios del campo, que amenazan el éxito de nuestra gran empresa. Hemos venido como un solemne ejército y hemos negado la vida a los vivientes. Hemos pensado que bastaba respirar para vivir. ¿Y es verdad esto? ¿Acaso los hombres que tienen una vida no son demasiado preciosos para que pueda imponérseles nada, en nombre de lo que sea? Hemos muerto hombres a millares. Entre ellos, ¿no habría quizás algunos que merecían y podrían haber vivido? ¿Acaso una batalla justifica la muerte de un buen soldado? ¿Qué causa es digna de los que combaten por ella? ¿Acaso los que combaten no constituyen por sí mismos su propia causa, y no únicamente los medios para servirla?
– Te llamo nuevamente al orden, camarada Taganov. -Estoy aquí para hacer un informe a mis camaradas del Partido, camarada presidente; un informe muy serio, que merece que se le preste atención. Sí; se trata de nuestra obra en el campo y en las ciudades, de nuestra obra entre millones y millones de seres vivientes. Pero hay unos problemas, unos problemas que exigen solución, y ¿cómo se les puede encontrar solución si no se nos permite ni siquiera plantearlos? ¿Por qué tener miedo de contestar, si podemos hacerlo? Pero, ¿y si no podemos? Si no podemos… ¡Camaradas! ¡Hermanos! Oídme. ¡Oídme, guerreros consagrados a una nueva vida! ¿Estáis seguros de lo que estamos haciendo? Nadie puede decir a los hombres para qué viven. Nadie puede arrogarse este derecho si no quiere encontrar ante sus ojos a un monstruo, un horror que ninguna mirada humana puede soportar. Porque, ¿veis, camaradas?, en los hombres, en los mejores de nosotros que están por encima de cualquier estado y de cualquier colectividad, hay cosas demasiado preciosas, demasiado sagradas, cosas que ninguna mano extraña debe atreverse a tocar. Miraos a vosotros mismos, sinceramente, sin miedo; miraos y no se lo digáis a nadie, a nadie más que a vosotros mismos: ¿para qué vivís? ¿Acaso no vivís por vosotros mismos, para vosotros mismos, única y exclusivamente para vosotros mismos? ¿Para una verdad más alta que ninguna, que es "vuestra" verdad? Llamadla como queráis: vuestra razón de vivir, vuestro amor, vuestra causa… ¿no es siempre ésta? Dais la vida, morís por vuestro ideal; ¿pero acaso este ideal no es "vuestro"? Todo hombre honrado vive para sí mismo, y quienes no viven así no pueden decir que vivan. Contra esto no podéis hacer nada. No lo podéis cambiar, porque el hombre nació así: sólo, completo, como un fin en sí mismo. No podéis cambiarlo, del mismo modo que no podéis lograr que nazcan hombres con un solo ojo, o con tres piernas y dos corazones. No hay ninguna ley, ningún libro, ninguna G. P. U. que puedan hacer crecer una nariz suplementaria a ningún rostro humano. No hay decisión de Partido que pueda matar en un hombre aquello que es capaz de decir "yo". Podéis intentarlo. Es decir, lo habéis intentado; pero ved lo que se saca de ello. Ved qué es lo que habéis dejado triunfar. Negáis la parte mejor del hombre, y mirad lo que queda. Verdaderamente, ¿nos proponíamos obtener estos monstruos rastreros, mutilados e incompletos que estamos creando? ¿No estaremos castrando la vida, en nuestro afán de perpetuarla? -CamaradaTa…
– Oídme, hermanos. Tenemos que contestar a esta pregunta. Sus dos manos, blancas y luminosas, se agitaron sobre el negro abismo, y su voz se elevó sonora como se había elevado años antes en una oscura hondonada sobre las trincheras blancas: -Tenemos que contestar a esta pregunta o, de lo contrario, la Historia contestará por nosotros. ¡Y nosotros caeremos agobiados por un peso que nunca más se podrá olvidar! Todo nos está permitido si tenemos razón. Pero, ¿cuál es nuestro objetivo? ¿Cuál es nuestro objeto, camaradas? ¿Qué estamos haciendo? ¿Queremos saciar a una humanidad hambrienta para que viva? ¿O queremos estrangular su vida para saciarla después?
– Camarada Taganov -chilló el presidente-, te retiro la palabra.
– No… no tengo nada más que decir -balbució Andrei, bajando de la tribuna.
Atravesó la sala en dirección a la puerta, como una alta figura esbelta y solitaria.
Muchas cabezas se volvieron a mirarle. En la última fila, alguien silbó, chancero y triunfante. Y cuando se hubo cerrado la puerta tras él, se oyó murmurar: -Veremos cómo saldrá el camarada Taganov de la próxima depuración del partido.
Capítulo catorce
La camarada Sonia estaba sentada ante una mesa, envuelta en un descolorido quimono de color de espliego, con el lápiz detrás de la oreja. El quimono no se cerraba por delante, porque Sonia había alcanzado unas proporciones que ya no se lo permitían. Estaba inclinada bajo una lámpara, y hojeaba un calendario; de vez en cuando tomaba el lápiz y escribía apresuradamente una nota sobre un pedazo de papel.
Pavel Syerov estaba sentado en el diván, en calcetines y con los pies apoyados en un brazo del mueble; estaba leyendo un periódico y masticando semillas de girasol, cuyas cascaras iba escupiendo en un montón sobre un diario doblado que había en el suelo. Al salir de sus labios, las cascaras de semilla de girasol, producían una especie de silbido peculiar. En general, Pavel Syerov daba la impresión de estar de mal humor.
– Nuestro hijo -decía la camarada Sonia- será un ciudadano nuevo de un Estado nuevo. Podrá educarse en la ideología libre, sana, del proletariado, sin que ningún prejuicio burgués venga a obstaculizar su natural desarrollo. -Sí -dijo Syerov sin levantar los ojos del periódico.
– Le inscribiré en los pioneros desde el día de su nacimiento. ¿No estarás orgulloso de tu tributo viviente al porvenir de los Soviets, cuando le veas desfilar con los demás pioneros, con su pantalón azul y su pañuelo rojo al cuello?
– ¿Qué duda cabe? -contestó Syerov escupiendo una cascara. -Celebraremos un auténtico bautizo rojo. Ya comprendes lo que quiero decir: nada de curas estúpidos; sólo nuestros camaradas del Partido. Una ceremonia privada con discursos adecuados al acto. Estoy buscando un nombre… ¿me escuchas Pavel? -Claro -dijo Pavel aplastando una semilla entre sus dientes. -Aquí en el calendario hay un sinfín de buenas ideas para darle un nombre nuevo, bien revolucionario, en lugar de los absurdos nombres de santos que se daban antiguamente. He copiado algunos excelentes. ¿A ti qué te parece? Si fuera varón, creo que Ninel estaría muy indicado.
– ¿Ninel? ¿Qué diablos quiere decir eso?
– Pavel, no puedo tolerar ese lenguaje y esa ignorancia. Estoy segura de que ni por un momento has pensado en el nombre de tu hijo; ¿tengo razón o no?
– Un poco. Todavía me queda tiempo, ¿no?
– No te interesa, he aquí lo que ocurre. No me engañes, Pavel Syerov, ni vayas a creer que no me dé cuenta ni que esté dispuesta a olvidarlo.
– Vamos, Sonia, ya sabes que eso del nombre te lo confío a ti; tú entiendes más que yo de esas cosas.
– ¡Claro! ¡Como de costumbre! Pues bien; Ninel es el nombre de nuestro gran jefe Lenin vuelto al revés. Es un nombre muy adecuado. También podríamos llamarle Vil, las iniciales del nombre completo de nuestro gran jefe: Vladimiro Ilytch Lenin. ¿No te parece?
– Por lo que a mí se refiere, uno y otro me parecen de perlas.
– Si es una niña, y espero que lo sea, porque la mujer nueva es la dueña de sí misma, y el porvenir pertenece mucho más de lo que vosotros os figuráis a la mujer proletaria libre; si es una niña, digo, tengo nombres excelentes para ella. Pero el que me parece mejor es Octubrina, que sería un monumento viviente a nuestra gran revolución de octubre.
– Es algo… largo, ¿no te parece?
– Y aunque lo fuera. Es un nombre hermosísimo, y muy popular. ¿Sabes? El otro día Fimka Popoya, bautizó a su hija y le puso Octubrina. Incluso los periódicos trajeron la gacetilla sobre la ceremonia. Su marido estaba encantado. ¡Vaya estúpido ciego!