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Andrei no contestó.

La muchacha había abierto los brazos, y bajo el raído vestido se erguían sus pechos, y a Andrei le parecía ver uno por uno todos los músculos de aquel cuerpo de mujer vibrante de ira.

– Ahora, mírame, mírame bien -gritó ella-. He nacido para vivir, y podía vivir, y sabía lo que quería. ¿Qué es lo que crees tú que vive en mí? ¿Por qué crees que vivo yo? ¿Porque tengo un estómago, y como y digiero? ¿Porque respiro y trabajo y soy capaz de ganar con qué comer? ¿O bien porque sé lo que quiero y cómo lo quiero? ¿No es eso la vida? ¿Y quién hay, en todo este universo maldito, que sea capaz de decirme por qué tengo que vivir, si no es por lo que yo quiero? ¿Quién es capaz de contestar con palabras humanas que hablen a la razón humana? Nadie, ni tú. Pero vosotros habéis intentado decirnos lo que debemos querer. Habéis venido como un solemne ejército a traer a los hombres una vida nueva. Les habéis arrancado de las entrañas aquella otra vida de la que no sabías nada, aquella vida palpitante que no os interesaba, y les habéis dicho qué debían pensar y qué debían sentir. Les habéis arrebatado todas las horas, todos los minutos, todos los nervios, todos los pensamientos, todos los sentimientos hasta lo más profundo de su alma, y luego les habéis dictado lo que debían pensar y sentir. Habéis venido a negar la vida a los vivientes. Nos habéis encerrado a todos en una jaula de hierro y luego habéis sellado las puertas; nos habéis dejado sin aire, hasta que las arterias de nuestro espíritu han estallado. Entonces habéis abierto los ojos y os habéis asombrado al ver lo que sucedía. Y bien, ¡mírame! Todos vosotros, si todavía os quedan ojos, ¡miradme bien! Rió, sacudiendo los hombros, y acercándose a él, le gritó a la cara: -¿Qué haces aquí? ¿Por qué no hablas? ¿No tienes nada que decir? Bien; ¡ahí estamos, tú y yo! Es hermoso, ¿no? ¿Te asombra no haber comprendido quién era yo? ¡Pues aquí me tienes! ¡He aquí lo que queda después que tú me robaste el corazón de mi vida, después que le asestaste el golpe mortal! ¿Y sabes qué significa esto? ¿Sabes lo que significa el haber profanado el más alto objeto de mi veneración…?

Se detuvo de pronto, conteniendo el aliento, como si la hubiesen abofeteado, se cerró a sí misma la boca con el dorso de la mano. Se quedó inmóvil en medio de un silencio de muerte, con la vista fija en algo que, de pronto, había visto claro por primera vez.

Andrei sonrió muy lentamente, con una gran dulzura; tendió las manos con las palmas hacia arriba, como si fuera a dar una explicación que ella ya no necesitaba.

– ¡Oh, Andrei! -gimió ella, y se alejó de su lado, mirándole llena de espanto.

– En tu lugar -dijo poco a poco Andrei- hubiera obrado exactamente igual que tú por la persona amada, por ti.

– ¡Oh, Andrei, Andrei, qué te he hecho! -se lamentó ella, con la mano sobre la boca.

Ahora estaba a su lado, con el cuerpo inclinado, esbelto y frágil como el de una niña asustada, con los ojos muy abiertos, demasiado abiertos para un rostro tan pálido.

El le cogió la mano con que se tapaba la boca y la estrechó, fría y temblorosa, entre sus dedos fuertes. Luego le habló, y sus palabras eran como los pasos de un hombre que hace un esfuerzo inmenso para andar con seguridad.

– Me has hecho un gran favor al hablarme como has hablado. Porque, ¿ves tú?, me has devuelto lo que yo ya creía haber perdido. Sigues siendo como yo te creía. Más aún; eres superior a la idea que tenía de ti. Pero… no se trata de lo que tú me hayas hecho; hay lo que tú has debido de sufrir. Y he sido yo… yo… quien te ha hecho padecer de ese modo. Y todos aquellos momentos eran para ti… para ti… -y la voz de Andrei se quebró en un sollozo, y Andrei inclinó la cabeza; pero en seguida se sobrepuso y siguió diciendo, en tono sereno como el de un médico-: Óyeme, niña; no hablemos más. Quiero que guardes silencio, incluso en el fondo de tu corazón. ¿Comprendes? Debes procurar no pensar nada. ¿Tiemblas? Debes descansar. Quédate aquí; siéntate; estáte quieta unos minutos.

La llevó hasta una silla. La cabeza de la joven cayó sobre el hombro de Andrei, y ella murmuró: -Pero… tú… Andrei…

– Olvídalo, olvídalo todo. Todo se arreglará. Estáte quieta y no pienses nada.

Acercó la silla al fuego. Kira no resistió, sino que se abandonó a los cuidados; al sentarse, sus rodillas quedaron al descubierto, y Andrei se dio cuenta de que todavía temblaban; se quitó la chaqueta de cuero y se la echó sobre las piernas, diciendo: -Así estarás mejor. Hace frío, aquí; el fuego no lleva mucho tiempo encendido. Procura calmarte.

Kira no se movió. Con los ojos cerrados, con la cabellera suelta, ensortijada como si cada cabello fuera un hilo de bronce, dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre el respaldo de la silla. Un brazo le caía inerte a lo largo del cuerpo, y la rojiza luz de las llamas oscilaba suavemente sobre su fina mano inmóvil. Andrei, junto a la chimenea, la miraba en la oscuridad. En una de las salas del Centro, alguien tocaba La Internacional.

– ¿Te sientes mejor? -preguntó Andrei, cuando Kira, una vez pasado su momentáneo desfallecimiento, levantó la cabeza. Kira asintió con un leve movimiento de cabeza. -Ahora volverás a ponerte el abrigo y te acompañaré a tu casa. Quiero que te vayas a la cama. Descansa y no pienses en nada. Ella no resistió. Observó los dedos del joven mientras le abrochaba el abrigo; le miró a los ojos. Los de él le sonrieron en un silencioso asentimiento, tal como le habían sonreído la primera vez que se encontraron en el Instituto. Luego, Andrei la ayudó a bajar la escalinata oscura. Llamó un trineo, en cuanto llegaron a la puerta del jardín, y dio al conductor las señas de la casa de Leo. Mientras el trineo se ponía en marcha, le abotonó el oscuro abrigo de pieles sobre las rodillas, y le pasó el brazo por detrás de la nuca, para sostenerla. Guardaron silencio hasta que el trineo se detuvo; entonces él dijo:

– Ahora deseo que descanses unos días. No vayas a ninguna parte. No te preocupes por… él. Deja que me preocupe yo. La nieve se amontonaba en la acera. Andrei tomó a Kira en sus brazos y la llevó hasta la puerta de su casa, arriba, en el piso. Ella murmuró, sin que sus labios llegasen a pronunciarlo:

– … Andrei…

– Todo saldrá bien- contestó él.

Volvió al trineo solo, y dio al conductor las señas del Centro, donde sus compañeros estaban aguardando la lectura de su informe sobre la situación del campo.

– … y nos habéis encerrado, dejándonos sin aire, hasta que han estallado las arterias de nuestro espíritu. Habéis cargado sobre vuestros hombros un peso como nadie había llevado jamás en toda la Historia. Tenéis derecho a hacerlo si el objeto que os proponéis lo justifica. Pero, ¿cuál es este objeto, camarada, cuál es este objeto?

El presidente del centro golpeó la mesa con su regla.

– Te llamo al orden, camarada Taganov -dijo con voz atronadora-. Haz el favor de ceñirte al informe sobre la situación agraria. Por la amplia sala se propagó una onda entre las cabezas apiñadas de los asistentes. En las últimas filas se oyeron risas mal reprimidas.

Andrei Taganov ocupaba la tribuna reservada a los oradores. La sala estaba en la oscuridad; sólo una lámpara brillaba en la mesa presidencial. La negra chaqueta de cuero de Andrei se confundía con la negra pared, detrás de él. Tres manchas claras se destacaban en la sombra: sus dos largas y flacas manos y su rostro. Las manos se movían lentamente sobre un abismo oscuro, y en el rostro se marcaban profundos surcos oscuros en torno a los ojos, y en el centro de las mejillas. Siguió diciendo, en voz opaca, como si no oyera las palabras que estaba pronunciando:

– Sí; la situación agraria, camaradas… En los dos últimos meses, veintitrés miembros del Partido han sido asesinados en los distritos agrarios de esta región, cinco Centros han sido incendiados, así como tres escuelas y los almecenes de una fábrica colectivizada. El elemento anturevolucionario de los campesinos acaparadores ha debido ser castigado inexorablemente. Nuestro jefe de Moscú cita el ejemplo del pueblo de Petrovshino, donde, en vista de que se negaron a entregar a los culpables, los campesinos fueron alineados en fila y se fusiló a uno por cada tres, mientras los demás eran obligados a contemplar la ejecución. Esos campesinos habían encerrado a tres camaradas procedentes de Moscú en el local del Centro de Lenin del pueblo; habían cerrado herméticamente las ventanas, y luego habían prendido fuego al edificio. Mientras éste ardía, los campesinos se habían puesto a cantar a grandes gritos, para no oír los lamentos de sus víctimas. Unos cantaban, otros tocaban la armónica… estaban hechos unas fieras. Unas fieras enloquecidas, enloquecidas por la miseria. Tal vez, en aquel pueblo perdido, también tenían muchachas jóvenes y buenas, más preciosas a sus ojos que nada en el mundo, reducidas a la desesperación… mientras aquellos hombres, que las querían más que a sus propias vidas, se veían obligados a permanecer inactivos, sin poder hacer nada por ellas. Tal vez también…

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